Europa en autostop. Tercera parte. Colarse en un edficio en Amberes


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October 30th 1989
Published: October 30th 1989
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30 DE OCTUBRE DE 1989



Era una habitación preciosa. Bueno, después de noches de vela en mesas de restaurantes carreteros, parecía el palacio de la bella durmiente: tenía luz, lavabo, ventanas, armario, cobijas, ¡incluso había unos catres doblados!
La felicidad, por suerte, no nos quitó la prudencia: cuidándonos de no tocar nada, sacamos nuestro pan, más el queso y el jamón amablemente obsequiados por una tienda holandesa, preparamos unos sandwichitos, extendimos los sacos de dormir... Y nos propusimos levantarnos a las seis, para evitar problemas. Cuatro horas bien dormidas parecían un gran regalo.
Dieron las seis. Miré el reloj. Tenía mucho sueño. Muuucho. Pensé en cerrar los ojos cinco minutos más, sólo cinco. Comencé a analizar los pros y los contras, pero mis párpados tomaron la decisión por sí solos. Cinco minutos nada más.
Mucho después, sin abrir los ojos, escuché que la puerta se abría. Alguien entró a la habitación. Sus pasos se detuvieron en seco cuando encendió la luz...
Mauricio tenía la mala costumbre de dejarme todas las broncas. Supuse que esa vez, para variar, se haría el dormido hasta que todo estuviera resuelto. Decidí hacerme el tonto, como él sin duda ya estaba haciendo, para forzarlo a despertar. La persona que nos había descubierto movió el interruptor, encendiendo y apagando la luz varias veces, y chapoteó con los pies para hacernos reaccionar. A la tercera ocasión, no resistí y empecé a moverme... pero con toda la calma del mundo: levanté la cabeza, volteé hacia él, mis siete dioptrías de miopía no me ayudaron a hacerme una imagen del individuo, comencé a buscar mis lentes, antes de tomarlos sacudí al Charro hasta que no le quedó manera de hacerse el dormido, me puse los anteojos y miré a la persona: un flamenco cincuentón, seguramente el portero del edificio. Le dediqué mi sonrisa más encantadora.
El hombre no hablaba inglés. Aunque tampoco alemán, a pesar de que el flamenco es una derivación germánica, ésa era la única lengua eh, digamos, intermedia entre nosotros. Logré explicarle que todos los objetos de la habitación estaban en su lugar, incluidos los catres, y que prácticamente ya nos estábamos yendo, para qué se molesta en denunciarnos, señor, denos usted tres minutos y ya verá cómo desaparecemos de su vida... A gritos, él exigió saber quién nos había llevado a allí, "welche kameraten?" aventuraba en alemán, "¿qué camaradas?". Se imaginaba una amplia red de alojamientos y turismo clandestino. Lo tranquilicé. El hombre tomó unas cosas y, al salir, tuvo la amabilidad de cerrar la puerta para darnos intimidad.
Enrollamos los sacos de dormir. Sacamos ropa "limpia", nos lavamos cara y pecho, nos cambiamos, guardamos lo sucio en las mochilas. El día sería pesado, sin tiempo para lujos, así que pusimos lonchas de jamón y queso entre rebanadas de pan. Las devoramos sin piedad. Como si fueran vitaminas, deglutimos los cuadritos de chocolate que nos correspondían para iniciar la jornada. Ajustamos el equipaje, salimos de la habitación, el hombre arreglaba algo en la puerta de salida (probablemente instalaba protecciones para que los vagos ya no se estuvieran metiendo -en las ciudades uno ya no está seguro, como antes), nos despedimos y a la calle...
¡Oh, oh! Unos metros adelante nos dimos cuenta de que no sabíamos cómo regresar a la estación de trenes. No había nadie a la vista. Así que regresamos... "Tres calles a la izquierda", gruñó el buen hombre.
El consulado francés en Amberes era todo lo contrario del que había en Amsterdam: en lugar de gélidas ventanillas y largas colas, un escritorio y una chica bonita y amable; en vez de poner obstáculos, facilidades: "¿No quieres la visa de 30 días?" Era mucho más cara. "No, no, qué atenta, con la de tres días es suficiente". "¿Pero qué vas a hacer en tres días? Aquí tengo una guía turística, ¿a dónde vas?"
Tuvimos mala suerte: Bélgica es un país chiquitín, pero la gente no nos levantaba, y cuando lo hacía, nos llevaban a puntos cercanos. Alguno nos sacó de la carretera principal y nos hizo caminar kilómetros para volver a un punto donde alguien pudiera recogernos. Al final del día, un hombre nos condujo a Kontrijk, antes de la frontera con Francia. Nos preguntó mucho sobre nuestro viaje. "Yo también hice autostop de joven", nostalgió. Cuando nos bajamos, arrancó el coche, pero se detuvo y regresó. Bajó la ventanilla y extendió un billete de 500 francos: "A mí también me ayudaron entonces".
De cualquier forma, los malos augurios se estaban cumpliendo: ya nos habían dicho que Francia era difícil para hacer autostop; y que España era la muerte. Frustrados por el mínimo avance, encontramos una casa en construcción detrás de una gasolinera. Extendimos nuestros sacos de dormir. Por la noche, los dos escuchamos pasos cerca de nosotros, a un lado mío, después del de Mauricio... pero estábamos hechos pedazos, y si alguien quería asustarnos, no le hicimos caso.
Gélida mañana, todavía en Bélgica, se nos hacía eterna. Nadie nos levantaba, nadie. Pasó un camionero. Iba a España. Con señales, indicó que llevaría sólo a uno. Era momento de decisiones. Al Charro los mapas no se le dan, así que le di la mitad del dinero y lo subí. Casi casi lo arropé y le di la bendición.
Un coche se paró una hora después. El chico iba a París. Pasamos la frontera de Francia sin darnos cuenta: ya no las había en esa zona. Cerca de ahí estaba Lille, el sitio al que pudimos haber llegado dos noches antes. Pensé en la paradoja de haber perdido tanto tiempo y esfuerzo en conseguir unas visas que no nos pidió nadie.
Parecía muy emocionante conocer, por fin, París, la Ville Lumiére. Pero salir de una ciudad enorme, desconocida, hasta el sitio donde puedas hacer autostop, puede ser más difícil que cruzar el país entero. Le pedí que me dejara en la última caseta de cuota que pasara, que resultó estar cerca del aeropuerto Charles de Gaulle... y casi todos los que la cruzaban se dirigían a París.
Me paré, exhibiendo un cartoncito con una B que pretendía decir que iba a Burdeos o a Bayona, en el sur. Tenía una chamarra de cuero, negra y desgastada; jeans deslavados, casi blancos, rotos en las rodillas; dos mochilas a la espalda el rostro quemado por el sol y el cabello largo flotando al viento intenso de la campiña francesa. Erguido frente a las filas de coches, inflaba el pecho. La gente se me quedaba mirando con ojos de plato. Me sentía una mezcla de dos Jaimes: Dean y Morrison. En varias ocasiones, muchachitas rubias abrían las ventanillas, sacaban las cabecitas y ofrecían llevarme a París. Pero el hombre de aventura sabe muy bien a donde se dirige. "No insistan, pequeñas".
(Una noche de cerveza en Múnich, sentí que tenía las patillas muy largas y le pedí al Charro que me las rasurara. Marissa se moría de la risa: a Mauricio se le fue la mano y me rapó hasta dos dedos arriba de la oreja. Hecho el daño, no me quedó de otra que pedirle que me emparejara el otro lado. Por algunas semanas siguientes, y aunque parecía afectado por el Síndrome de Down, se me ocurrió que mi corte era muy original y lo mantuve así. Sin duda, una parte de la sorpresa que causaba a los franceses se debía a tan singular aspecto, pero yo no me daba cuenta de eso.)
Por fin pasó una típica familia francesa: una pareja con dos preciosas güeritas atrás, de menos de cinco años de edad. Iban al sur. Preguntaron mucho, se interesaron y de pronto se metieron en un McDonald’s: ¡Mamma mia!, nunca pensé que unas BigMac mugrosas me harían tan feliz. Todo cortesía de mis auxiliadores, que además me convidaron de unas galletitas típicas que traían.
Me dejaron en algún lugar del sur, donde me recogió una pareja en un camioncito destartalado, que me advirtió que ya estaba oscureciendo y ofreció alojarme en su casa. Ya no era Témoris, el tímido, sino el hombre de aventura que nunca se desvía de su camino... y me quedé en otra caseta de cobro, esta vez en Burdeos. Ya era de noche. Estuve un par de horas en la oscuridad, hasta que pasó una camioneta de la policía que me dijo que no podía hacer autostop ahí. Caminé hacia el estacionamiento: de pronto me rodearon tres agentes. ¡Chin!, y ahora qué. En inglés: de dónde vienes, a dónde vas, tu pasaporte (¡ahora sí agradecí haber sacado la visa!), está prohibido lo que estás haciendo, tienes que pagar una multa... Uno de ellos revisó mis documentos. Me dijo en castellano: "Oye, a mí también me gusta el futbol". ¿Qué le pasa a éste?, pensé, ¿a mí qué me importa? "¡México! ¡Hugo Sánchez!", celebró.
Años después oí una historia similar: capturados por unos musulmanes en Bosnia, a punto de ser pasados por las armas acusados de espías, el periodista Epigmenio Ibarra y un colega venezolano mostraron sus pasaportes; uno de los soldados también resultó fanático de Hugo. Yo no le debo la vida, pero sí me sentí muy alegre por cada uno de los goles que recordaba ese policía galo.
Se fueron. Me puse a revisar el terreno. La oficina administrativa de la caseta de cobro estaba en una construcción de dos pisos. El arquitecto había tenido la oportuna idea de separarlos, el de arriba era sostenido tan solo por una columna central, dejando entre ambos bloques un espacio de unos 50 centímetros de alto. ¡Perfecto! Sobre un colchón de grava blanca, coloqué mi saco dormir, aseguré mis mochilas junto a mí, puse los tenis a un lado de la cabeza (eso es de rigor, no puedes permitir que te roben los zapatos), y dormí de un tirón. Fueron unas seis horas, hasta que me despertó el ruido de los camiones... pero qué bien dormí. Estiré los músculos y la sonrisa, recogí mis cosas, salí de ahí... Le había prometido a Marissa que ese día llegaría a Madrid, y lo iba a cumplir. Descansado y optimista, me volví a parar entre las filas de coches que iban a pagar peaje. Esta vez, mi cartoncito tenía una E, de España. Así, de plano: el hombre de aventura no aceptaría nada que no fuera España.

Este blog es parte de la serie “Europa en autostop”, publicada originalmente en el Serviçâo do Informaçâo do um tal Temoriçâo.
Vínculos a las demás partes de la serie
Primera parte. Vivir en Múnich
Segunda parte. Colarse en un hostal en Ámsterdam
Tercera parte. Colarse en un edificio en Amberes
Cuarta parte. De gorra en Madrid
Quinta parte. Polizones en el tren
Última parte. Vivir en aeropuertos


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10th January 2008

cada quien tiene su vision del paraiso .....

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