Europa en autostop. Cuarta parte. De gorra en Madrid


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November 1st 1989
Published: November 1st 1989
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1 DE NOVIEMBRE DE 1989



PASAR DE MOJADO... EN LOS DOS SENTIDOS

¡Y tuve suerte! Se paró un coche con una pareja de españoles ¡que iban a Madrid! No lo podía creer. Eran las ocho de la mañana y había conseguido el aventón más largo de mi vida. No tenía que hacer nada más que acomodarme en el asiento trasero y dejar que trascurrieran los 700 kilómetros que faltaban. Guau.
Comencé a platicar lo de siempre: mi origen, de dónde venía, qué estaba haciendo. Un latinoamericano, proveniente de Amsterdam... Desde el principio, la chica estaba muy platicadora, pero el conductor bastante menos. ¡Qué importaba!
Nos detuvimos en una gasolinería. Cargaron. Seguimos. Subiendo hacia los Pirineos. El chavo empezó a decir cosas raras: que era mucho más sencillo que yo cruzara la frontera a pie, sería lo mejor, ellos me esperarían poquitito después en... Ah, en una gasolinería que estaba 200 metros más adelante, se pararían ahí a cargar gasolina, hasta que yo llegara. ¿Cargar de nuevo?
Yo tenía un paraguas azul, que tenía dibujadas un montón de gotitas y la cara de un pato Donald enojado que decía "Mist wetter", "clima de porquería"... y así estaba el ambiente: fines de octubre en la cordillera de los Pirineos, todo estaba nevado, había una tormenta intensa de aguanieve. "Eso es bueno", pensé. "No tendrá tan mal corazón como para bajarme".
¿No?
A cien metros se alzaba la línea de frontera, oscura, ominosa. Sacaba mis mochilas del coche y todavía no lo podía creer. "Adelante te esperamos", fue lo último que dijo el perro maldito. El aventurero se agarró al paraguas como al valor. Lo abrí simbólicamente, puesto que el viento arrastraba la lluvia helada en horizontal. Empecé a caminar hacia delante, sólo hacia delante, casi no veía por dónde... De pronto, me encontré en un carril de camiones pesados... Iba detrás de uno que me embarraba con sus humos asquerosos, y delante de otro que no podía creer lo que veía y me atormentaba los oídos haciendo sonar sus bocinas para sacarme de ahí.
El mal tiempo fue mi aliado: en ninguno de los lados de esa frontera hay una población inmediata, todo el mundo la atraviesa en algún vehículo; los cruces ilegales se daban, tiempo antes de eso, de España a Francia, no al revés; y el frío tenía a los guardias bien encerraditos en sus casetas, nadie se iba a poner a ver si a un mexicano loco se le había ocurrido entrar ilegalmente a España en ese lugar, con ese clima, y a pie.
De pronto, había cruzado. Así. Un auténtico mojado.

¡MEXICO! ¡AY MEXICO!

Caminé por la carretera, congelado. ¿Y la gasolinería? 200 metros, 400... ¿Y la gas? Vi un anuncio: la próxima, a 7 kilómetros. ¡Qué perro!
El perro era yo, empapado, con los pelos de aventurero chorreando agua y hielo. ¿Quién iba a levantar a un tipo así, en una zona donde nunca se ve un peatón? Ni siquiera había acera. Hora y media después, se paró un camionero portugués. La cabina estaba calientita. Lo vi como a un salvador. Se dirigía a Lisboa. No sabía si pasaba por Madrid, pero quise darlo por hecho. Empecé a hacerle plática... Pero me paró en seco: si me había recogido, fue por un asunto meramente humanitario, no por buscarse un conversador... y me bajaría pronto, en el primer sitio civilizado que encontráramos.
Asumí mi suerte en silencio. Tomó un camino secundario y me dejó junto a un parador vasco. Me coloqué a la orilla de la carretera. Mi cartoncito tenía una B de un lado y del otro una E que no pude convertir en M. Regresé al clásico pulgar extendido. Los camiones pasaban veloces. Cuando quedaba claro que no se iban a detener, ya no tenía tiempo para alejarme. Los bólidos me sacudían con el viento que se colaba por mi chamarra, por los huecos en las rodillas de los jeans, hurgaban dentro de los tenis y de los guantecitos grises de algodón que alguien me había regalado. Había dejado de sentir los dedos, en los pies y en las manos. Cuando no pasaban vehículos, me chupaba el pulgar para calentarlo y mantenerlo en forma, según yo. Desde mi posición, veía claramente a quienes entraban en el parador: junto a la ventana tenían una chimenea encendida. Ellos extendían las manos, se volteaban para acercar las nalgas... Ay, mis nalgas, qué bien les vendría ese fueguito... ese fueguito... las llamas bailan frente a mis ojos, están muy alegres, me invitan, pero yo no puedo ir... ese fueguito es todo un reven, cómo me gustaría entrarle... mira cómo bailan... "¡Chico! ¡Chico!"
Un hombre se había detenido en su camionetita blanca. Iba a Burgos. Subí feliz. Era un tipo raro, como tantos que había conocido ya... ¡Que me saque de aquí! Era un hombre simple, de pueblo. "¿De dónde vienes?" "De Amsterdam... bueno, de Berlín... más bien de Múnich". "¿De Múnich? ¿Es bonito?" "Es una ciudad preciosa, es agradable vivir ahí. Es tranquila, a pesar de tener como millón y medio de habitantes". "Aaah. Chico, ¡qué bien que hablas el español!" "¿Eh? Pero, es normal, creo. Es mi lengua materna". "¿Pero es que se habla el español en Alemania? ¿No eres alemán?"
Miré mi brazo. El frío había permeado hasta mi cerebro, así que quise constatar que en verdad fuera moreno, como recordaba. Sí, sí, en efecto. ¿Entonces los alem...? No, para nada, los alemanes siempre han sido rubios. "Soy de México", revelé.
"¡¿De México?! ¡México! ¡Ay, México lindo y querido!" Ja. Un admirador de México. Era el momento de hablar bonito de volcanes, flores y pirámides... "Ay qué México", dijo el hombre: "Cuando me dejó, mi esposa se fue con un mexicano. Ahora vive allá".
Pues no. No era el momento. Quise cambiar de tema, pero acabé soplándome la historia completa y obligándome a decir que sí, las mujeres mal pagan.
Afueras de Burgos. Otra gasolinería. Una más. Yo seguía mojado, el ambiente era frío, pero ya no sentía que me rondaban la muerte y la locura. Pasó un cochecito compacto, deportivo, parecido a un golf. Era negro. Se detuvo adelante y retrocedió. No, no venía por mí, sino a cargar. Salió un tipo joven, de unos treinta años (¿o quién dice que tener treinta no es ser joven, quién, quién?, interrumpe un Témoris que el 26 de mayo cumple 31 -nadie se diga que no fue avisado, prrt, prrt, interrupción comercial, ¡reeegresamos!). Lo miré. Me miró. Y me hizo un gesto. No lo repitió: antes de darse cuenta, yo ya estaba arriba.
Conducía como una diablo: en esos días, las autopistas eran cosa rara en España; la carretera de Burgos a Madrid era simple, un carril de ida y otro de venida, separadas por un línea blanca; el límite de velocidad era de 100. El conductor iba a 150, rebasando con temeridad, pero muy firme. Controlaba el volante sin un temblor, sin dudas. Tomé ese dato para tratar de tranquilizarme.
Se dirigía a Cádiz, pero pasaba, ¡por fin!, por Madrid. "Tío, ¿qué te parece mi máquina?" "No, pos ta’muy bien, muy bien". "Me la he comprao con lo que he ahorrao, macho". "¿Ah, sí?" "Sí, mira, tío, yo soy marinero, y eso deja mucha pasta, pero antes me la he gastao toa". "¿Toa?" "Sí, tío, tenía un vicio, ¿sabes?, un vicio fuerte, lo dejé y ahorré, luego recaí, pero ya lo he dejao por completo".
Chin, ¿qué vicio sería? Miré la firmeza de sus manos antes de preguntar: "Eh, yyy.. ¿de queeeé, de qué vicio hablamos?" "Era yonqui, macho, usaba caballo... heroína, tú sabes". Pum. Sus brazos continuaban tensos, bien sujetos, sólidos, mientras seguía rebasando. Ahora íbamos a 170. "Yyyy, bueno, dices que recaíste, pero ya lo dejaste en definitiva. Qué bien, me alegro. Debes sentirte mucho mejor ahora, más seguro, después de tanto tiempo de haberlo dejado". "Joé, macho, que me siento de lo mejor, y mira que lo he dejao hace apenas dos semanas"...

MADRID, MADRID, MADRID

Cuando me bajé, seguía vivo. No sabía dónde, en qué piso del infierno, pero completo, lo que ya es ganancia.
Antes de proseguir explico: cuando uno llega, sin guía de turistas ni la cartera de Carlos Slim para hospedarse en hotel de cinco estrellas, a una ciudad desconocida, trata de ubicar un punto de referencia para poder orientarse, un lugar del cual salir y regresar. Tiene que ser un lugar estándar, que lo haya en todas las ciudades, para no sentirse tan perdido. Para nosotros, y seguramente muchos autostopistas más, ese sitio estaba en la estación principal del ferrocarril. Siempre hay una.
Así nos ubicábamos en Múnich, así llegamos a Berlín y Amsterdam. Pero el marinero no pensaba entrar a Madrid, se dirigía a Cádiz y para rodear la capital tomó un enorme anillo periférico, la M-30. Llegamos por el norte, torcimos al este para dar la vuelta, él no hallaba el sitio adecuado para bajarme, seguimos adelante y de pronto comenzó a acercarse el momento de seguir hacia el sur, dejando Madrid atrás. "Venga, tío, bájate aquí", dijo de pronto.
Era tierra de nadie: un sitio horrible, de grandes edificios multifamiliares muy descuidados, de baldíos terregosos y teléfonos descuartizados, de heroinómanos sin cura que pedían dinero, un lugar donde nadie entraría de noche. Y era de noche.
¿Dónde estoy? ¿No que éste es el primer mundo? No parece. Marissa había acordado con nosotros que llamáramos al teléfono de una amiga para hacer contacto. Yo no tenía en la bolsa más que 500 francos belgas, que en domingo por la noche no se podían cambiar, menos en ese fin del mundo donde me encontraba. A pesar de la competencia, logré que la gente me regalara algunos duros (monedas de cinco pesetas). No estaba la chava. Más tarde, la encontré. Me dijo que me acercara a un metro mientras localizaba a Marissa.
Para tomar el autobús, tuve que pedir más dinero prestado. Llegué a una de esas estaciones de metro alejadas, las que trataron de servir de puente entre la ciudad y las afueras, con la confusión de gente y transportes que las suele caracterizar. Llamé de nuevo. Todavía no, espera. Bueno.
Me escondí por ahí, en un portal oscuro, a comer un escuálido sandwichito. Salieron unos ancianos del edificio, yo les estorbaba. Me levanté asustado, me sentía en falta: extranjero ilegal, sucio, invadiendo propiedad privada. Pero los viejos fueron muy amables, me pidieron que me sentara de nuevo y se fueron. Llamé otra vez: "Que te vayas a Opera". ¿Y cómo voy? En metro, claro. ¿Y el dinero? A pedir.
Una pareja joven esperaba el autobús. Me dieron unos cuantos duros. Pedí a más personas. Logré juntar 30 pesetas. El marinero me había dicho que eso costaba el metro. La taquillera se rio muy a gusto. El boleto valía 65 (hoy día 145). Pero me dijo que pasara sin pagar. Gracias. Otro obstáculo traspuesto. ¿Y ahora? Ahora... la madeja del metro. Montones de líneas, estaciones, colores y señales. ¿Dónde estoy, a dónde voy? Trataba de interpretar el plano, que estaba colgado a una pared, cuando escuché: "Estamos aquí, mira". El chico de la pareja. Había dejado a su chava en el autobús y él se iba en metro. "¿A dónde vas? Ah, sí, es aquí. Yo voy por ahí, ven y te digo cómo".
Tendría pocos años más que yo. Era delgado y traía una boinita que se le caía al caminar. Buen muchacho. "¿De dónde vienes?" Recité mi lista de ciudades y todo eso: Múnich, Berlín, Amsterdam... En realidad, vengo de México (repitió lo de creerse que era alemán, ¿pues qué les pasa a estos gachupines?), fui al norte, a Chihuahua y a Texas, y de ahí a Nueva York e Islandia, por las escalas, tú sabes. Me sentía extenuado.
No. No sabía. Al escuchar mis vueltas, el chavo miró un rato al techo. Me callé, deseando paz, descanso. El reflexionó un par de estaciones. Después soltó: "Yo... Pues yo, yo nunca he salido de Madrid". ¿What?
Encontré a Marissa y a su hermana, Guissella, pero todavía hube de pasar esa noche en una chocolatería, al mejor estilo de las cafetas de carretera en las que no podíamos dormir, y sólo hasta la noche del lunes, por fin, tuve un piso para dormir. Duro, frío, pero con mi sleeping encontré la gloria.
Eran días de inestabilidad para Marissa y su hermana, dejaban la residencia de señoritas (ja) donde vivían, porque se iban unos meses de vacaciones a Perú. Una peruana amiga suya, ya no recuerdo su nombre, nos alojó en su piso de Majadahonda (ciudad a 30 minutos de Madrid). Lo compartía con dos españolas, Begoña y Terebel.
¿Y el Charro? Ah, híjole, se me olvidaba Mauricio. Cuando llegué a Opera y vi a Marissa, sentí un alivio inmenso después de tanta presión. Sólo quería abrazarla y descansar. Pero ella esperaba a su amado... me vio, y en lugar de corresponder con los ojos la intensidad de mi afecto, buscaba y buscaba atrás de mí. El Charro no estaba.
"¿Qué no se ha comunicado?" No sabían nada. "Ay. Pues es que lo dejé en Bélgica". ¿¡Cómo!? Expliqué: lo subí con un trailero que venía directito a España. ¿Y cómo es que no ha llegado? Pues, eh... no lo sé, quién sabe. Yo me lamentaba amargamente haberlo abandonado. Con lo burro que es para orientarse, no entiende los mapas, no comprende las señales de las carreteras. "Ya debe haber llegado a Turquía", pensaba.
Debió llegar antes, no lo hizo. Ni el lunes. El martes llamamos cien veces a la amiga de contacto, hasta que por fin. La Puerta del Sol estaba llenérrima, como siempre, y la luz del astro rey (uso este cursi lugar común para no repetir sol) se reflejaba feroz en la plancha de cemento. Mauricio nos esperaba muy a gusto, con sus lentes oscuros y su barba terca y cerrada de tres días, a un lado del Oso y el Madroño. Como todos los que vienen por vez primera a Madrid.
Estaba muy tranquilo. De hecho, la amiga de contacto había señalado que Mauricio, cuando le llamó, se oía mucho menos nervioso que yo dos días antes. Y claro: el Charro había llegado a mediodía, a Chamartín, la estación del ferrocarril. Y no era sólo por eso:
De verdad que es injusta la vida: su viaje fue exactamente lo contrario al mío. Yo no lo podía creer: el camionero era un buen tipo y le tomó confianza. Lo llevó a pasear a París. Meses después, le envió a Mauricio las fotos que se tomaron en la Torre Eiffel y todo eso. Luego siguieron camino. Paraban en sitios especiales para camioneros, pre-pagados por las empresas que los contratan. El hombre tenía siempre habitación doble y el Charro dormía en camita. A todo dar. Le invitaba la comida, le pagaba tragos, e incluso, mientras su benefactor salía a hacer cosas, Mauricio podía ir al bar o quedarse en el cuarto viendo la televisión por cable, con canales seleccionados con programación muy variada: música, porno, porno, música. Más automóviles y concursos.
¿Es posible tener tanta suerte? Todavía me pregunto cómo se las habrá arreglado Mauricio para retribuirle tanta generosidad... Pero no, no debo pensar eso, es pura envidia la que me corroe.
El camión era lento y el domingo por la tarde habían llegado a los Pirineos, pero por el lado catalán, no el vasco, como yo. Los trámites aduaneros, hoy inexistentes, en aquel tiempo eran muy engorrosos, así que había una larga cola de camiones esperando en la frontera. El hombre le advirtió que aquello podía durar dos o tres días. De plano. El Charro le dio las gracias (dice que sólo eso) y a la mañana siguiente se fue. Consiguió llegar, a media noche del lunes, a Zaragoza. A esa hora no tenía esperanza de que nadie lo levantara. Se sentó sobre sus maletas y se dispuso a esperar el día. Pacientemente.
Pero no, era imposible que corriera la misma suerte que los autostopistas mortales, ¡cómo! Claro que no. Su ángel le echó otra mano: pasó un coche lleno de jóvenes, le preguntaron qué hacía allí, se lo llevaron a una discoteca, se quedaron con él hasta las siete de la mañana, lo llevaron al tren y le compraron el boleto a Madrid. ¿Es eso posible? Sólo pasa una vez... ¡y no me pasó a mí!

Sobrevivir. Conseguir comida. Vender artesanía. Escapar de la policía. Esa fue nuestra vida en Madrid. ¿Ir a museos? Sí, a la puerta de los museos: alguien nos dijo que con la credencial de estudiante podíamos entrar gratis. Invariablemente, había un requisito más: ser ciudadano europeo.
Comprábamos papas y las comíamos cocidas (sancochadas, en peruano). Montábamos nuestro puestecito en la famosa calle Preciados, a un lado de El Cortes Inglés de Sol, siempre atentos a la llegada de la policía, bien definida la ruta de escape hacia un Burger King. Perdíamos todo el día en eso y en la noche íbamos a casa de la peruana y sus amigas. Por cierto, ya recordé su nombre: Bibiana (qué admirable compromiso el de los peruanos con la revolución ortográfica: Marissa, Guissella, Bibiana).
En realidad, lo notable de esos días no fue lo que ocurrió en Madrid, sino lo que no ocurrió ahí. Dos eventos de enorme relevancia. No recuerdo cuál ocurrió primero, pero no importa. Elijo uno para empezar, añadiendo un dato: en febrero de ese mismo año, 1989, había estado en San Salvador, acompañando a mi tío Carlos a cubrir las elecciones presidenciales.
(Pude conocer un país en guerra, pasar varios sustos frente a metralletas apuntándome al pecho, recorrer la carretera principal en una noche en la que la guerrilla había anunciado que dispararía a todos los vehículos en movimiento, viajar en una de las camionetas Cherokee blindadas de la oligarquía local, ver al presidente democristiano Napoleón Duarte ir a votar poco antes de morir de cáncer, atestiguar el amplio triunfo del partido fascista Arena; ah, y volver a comprobar que, por injusticia del destino, en América Latina es la derecha -en este caso la ultraderecha— la que concentra a las chavas guapas.)
Estábamos en Madrid cuando el Frente Farabundo Martí atacó San Salvador. Los guerrilleros tomaron varios barrios de la ciudad, en un lujoso hotel cercaron a un grupo de militares gringos, los soldados aprovecharon la confusión para asesinar al rector de la Universidad Centroamericana, Ignacio Ellacuría, y con él a tres jesuitas y dos mujeres. En Madrid no pasaba nada. Y yo había estado en donde pasaba todo apenas unos meses atrás.
Eso no fue lo peor. El 13 de noviembre, todos los diarios traían en portada la foto de cientos de jóvenes destrozando el Muro de Berlín ante la mirada inerme de los soldados del este. Tres semanas antes habíamos estado ahí, tocando ese mismo muro. Es cierto que habíamos visto caer un gobierno y entrar otro, reformista, pero todavía unas horas antes de que la gente atacara la pared con piolets, botas y puños, nadie hubiera creído que eso podía ocurrir. Fue totalmente inesperado.
¿Qué podía hacer? ¿Dejar todo, subir a un avión e ir directo del aeropuerto al Muro? Qué ganas de poder hacerlo. Yo no era el periodista de The New York Times con tarjeta de crédito sin límite de gastos. Ni tampoco el humilde y único corresponsal europeo de un medio mexicano. Tan solo era un autostopista cansado y sin dinero, atrapado a miles de kilómetros de Berlín sólo unos días después de haber estado ahí. Profundamente encabronado.
El 19 de noviembre se fueron Marissa y su hermana. A la mañana siguiente salíamos nosotros en tren (queríamos dejar atrás los difíciles caminos de España), y unos pocos días más tarde tomaríamos el avión a México. Tratamos de vender todo lo que teníamos a las amigas de Terebel y Begoña, nuestras anfitrionas, pero aún así nos faltaba dinero.
Muy temprano, el 20 de noviembre, Terebel me despertó. Se iba a trabajar, pero antes quería que la acompañara a un lugar cercano. Me pareció una forma peculiar de despedirse. Caminaba junto a ella, sin saber a dónde. Nos detuvimos junto a un cajero automático. Ella entró y al salir, puso en mis manos un billete de 5 mil pesetas, que en aquel tiempo valían bastante más que ahora. Me abrazó con fuerte y nos deseó buen viaje.
Tiempo después les envié correspondencia, pero no recibí respuesta. No volví a saber de ellas.

Este blog es parte de la serie “Europa en autostop”, publicada originalmente en el Serviçâo do Informaçâo do um tal Temoriçâo.
Vínculos a las demás partes de la serie
Primera parte. Vivir en Múnich
Segunda parte. Colarse en un hostal en Ámsterdam
Tercera parte. Colarse en un edificio en Amberes
Cuarta parte. De gorra en Madrid
Quinta parte. Polizones en el tren
Última parte. Vivir en aeropuertos


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