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Published: November 30th 2006
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La Colmena
De Sirenas... Noche de sirenas
Era de noche, aproximadamente las 9 p.m. Un azote de humo, nacido de las entrañas de un carrito “mollejero”, lastimaba la vitalidad de los faroles excitados de haber visto al sol partir. Caminaba por La Colmena junto a dos compañeros de años que acababa de conocer días atrás. Conversábamos de nuestra naciente y pujante productora, que con ímpetu juvenil bautizamos “Yawar Independent Films”. Con las mochilas llenas de cables, celofán, enchufes y dos reflectores huíamos de “Paruro” en busca de unas papitas con queso que un amigo había calificado de “pagadoras”. En plena búsqueda, entre fogosas pero amainadas discusiones de cómo construiríamos nuestros equipos de iluminación estática, la idea de unas cervezas bien heladas dijo: ¡Presente!
La consigna era buscar un “hueco” barato por ahí. Cruzamos la plaza San Martín y seguimos sobre La Colmena mientras la idea de la papita con queso se derretía en nuestra encendida sed. El tránsito de “ticos” había disminuido caída la noche y los parroquianos del segundo turno marcaban tarjeta de consumo en sus locales preferidos. Borrachines, agitadores, “chiclecigarillocarameleros”, putos, putas, roqueros, travestidos, etc. iban colmando La Colmena a paso seguro y tranquilo.
El ambiente se notaba calmado salvo por unos hombres que gritaban a mucho pulmón: “¡A sol la barra, a sol!”. Se colocaban de a dos en los portones de las casonas antiguas como avisos implícitos de los secretos que resguardaban dentro. Uno hacía el mercadeo directo y se acercaba sin pudor a los cómplices transeúntes que sonreían sin escrúpulo; el otro, “jefe cajero”, sentado sobre un banco, colectaba los soles y entregaba tickets que el mismo autografiaba con una letanía espontánea que variaba a su antojo de show a show. “Conserva tu ticket flaco que adentro te lo van a pedir”, advertía el “jefe cajero” mientras impregnaba en tinta roja sobre el terroso papel bulki: “Yeni, ya fuiste”.
Una cosa lleva a la otra y sin darme cuenta me hallaba dentro. La curiosidad mata al más temible de los gatos y yo no soy más que un perro. Una oscuridad roja nos abrazaba al entrar escoltándonos hasta llegar a nuestros asientos. Eran tres bancas largas y muy estrechas, de madera y sin respaldar. Éstas acechaban contra la pared a un pequeño altillo decorado con minúsculos espejos recortados en cuadrados y acomodados intercalados.
Cuando entramos ya había gente esperando. Personajes de diferentes sueños yacían derrumbados en sus asientos. Manuel, lánguido albañil, padre de 3 niñas, comentó que solía asistir a uno o dos espectáculos antes de enrumbar a su hogar. Miguel parecía no pasar los 19 años. Una colorida gorrita de básquetbol coronaba esa juventud física que protegía con polo holgado y “short-pantalón” hasta los tobillos. Sentado dócilmente masticaba un chicle y observaba la pared perdido en un mar de irresponsabilidad y despreocupación. A mi espalda se encontraban los típicos caseritos que con total soltura rondaban aguardando su festín. La clientela iba abultándose alrededor del escenario conforme corrían los minutos y las ansias. El murmullo se hacía queja y ya no había tiempo para más sosiego.
La música bailable mudó a melodías roqueras y románticas. Un cuerpo juvenil muy entrado en voluptuosas carnes y desprovisto de mitigantes prendas balanceaba sus caderas cadenciosas y dulzonas al ritmo de su felina sensualidad. Una diminuta tanga turquesa reposaba despierta en su bronceada cintura alada. Suaves vaivenes circulares liberaban nuestras mentes condenadas al patíbulo de los sueños y las fantasías insatisfechas. Su rostro vivía perdido en sus aparentes 17 años. La mirada fija en su vergüenza apuntaba seria, firme y triste al vértice formado por el techo y la pared del fondo. Maldita dicotomía que avivaba los latidos de aquellos adictos al abuso, la violación y el poder.
Xiomara se apoyaba en cuatro patas y quebraba sus curvos atributos una y otra vez. De adelante para atrás y de atrás para adelante. Nunca prestaba sus ojos a nadie y menos regalaba una sonrisa.
La canción cursaba la mitad de su existencia cuando su sostén desabrochado se retorcía lento en el aire sin ganas de conocer el suelo. Tamaña arbitrariedad descubría unos pechos de luna de miel cruelmente despojados de su intimidad.
El desfile en vivo y en directo estaba por llegar. Virginalmente, Xiomara desciende de la nube de su altillo. Se coloca a medio metro del primero de los veinte morbosos asistentes y con la mano en la cintura, deja caer su pelvis de un lado al otro hasta rozar el suelo. Se levantó enérgicamente y giró su cuerpo sobre el eje de su pie izquierdo. Así, se colocó de espaldas a un señor canoso que no dudó en acercar su cobriza y arrugada mano para auscultar la entrepierna la muchacha. Mientras ella, con las piernas rectas y verticales, agachaba la cabeza quebrándose en dos y consintiendo a sus cabellos largos besar su mundo. De esta manera, Xiomara peregrinaba oscuramente las bancas mientras las manos iban y venían. A veces de a dos, a veces de a tres; las que se animaran, las que entraran.
Xiomara volvió a su cumbre mientras la batería de la canción vaticinaban su hasta luego. Con la tanga casi afuera, se agachó a recoger su sujetador mientras ensayaba una artística despedida. Mi corazón no aguantó más y sin dudarlo busqué escapar. Caminé hacia la calle y mientras cruzaba el umbral de la puerta logré escuchar: “No te vayas flaco, faltan 5 chicas más”.
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