el humo y el espejo


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South America » Uruguay
June 29th 2008
Published: July 1st 2008
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Tengo un raro surtido de amigos en estos últimos meses de mi vida. Como extranjero, conocer a gente es generalmente un asunto del azar. Un kiosquero, el hombre que cuida el edificio que está al lado del mio, la chica que me pide direcciones en vano, todos los desconocidos tienen la misma posibilidad de convertirse en amigos, si tengan un poco de tiempo y paciencia. De esa manera que conocí a Javier, esperando un colectivo en Plaza Once. Aunque en ese momento yo no podía decirle si el 118 estaba pasando o no, sí podía decirle que la tardanza de los colectivos tiene que ser una plaga mundial, o hecho universal, y que el mismo problema existe in mi ciudad. A él le interesó ese, entonces Javier y yo seguimos charlando en el colectivo y, luego, en el restaurante donde él trabaja. “El Clásico” da un asiento perfecto para mirar mi segundo zoológico favorito en Buenos Aires: Las Cañitas. Allá, Javier y sus compañeros del trabajo se convierten en mis profesores informales- del castellano, de la Argentina, y de los fenómenos del comportamiento humano que se muestran cada viernes alrededor de la calle Baez.

Pensé que “El Clásico” sólo sería un lugar para sentarme, charlar, y irme- nada más. Entonces me sorprendió cuando, un viernes, Javier me invitó a la fiesta de su cumpleaños después de cerrar el restaurante. Aunque no había dormido en dos días, me aproveché la oportunidad, sin pensar. En un par de horas, todo el equipo del Clásico, con su socio estadounidense, está cerrando las puertas y juntos caminamos hasta la estación. Iván, el cajero y de facto experto con la plata, nos compra todos los billetes, y un churro para cada uno. Norbert, el barman, que se me había dicho es poco sociable, nunca sale con sus colegas. Sin embargo, él también está. “Si un yanqui va a ir, él también tiene que ir,” Iván proclama. Javier se está preocupando por sus huéspedes, y como un pastor con su subaño nos contamos para asegurarse que nadie falta. Subimos al tren, y casi dos horas después, estamos en la estación de José C. Paz, donde vive Javier.

Yo veo el sol que nace en la distancia, y no puedo evitar preguntarme qué está haciendo la gente que había dejado en Las Cañitas. Puedo oir unos gallos, y en esta hora temprana, la gente de José C. Paz se está levantando. El aire está lleno de humo- de coches, de colectivos, de cigarillos, de polvo. Pasamos un Hypermercado de COTO. Es un edificio impresionantemente gigante, que parece bastante extraño en esta zona. Javier me dice que acaban de abrirlo, y que nosotros ya tenemos la comida que necesitamos- él había planeado para hacer un asado, pero por mi presencia como un huésped especial, vamos a comer lechón. Bueno, yo pienso, y seguimos en colectivo y por pie hasta la casa de Javier.

La casita está en el medio de la nada, y no hay espacio para todos en el cuarto central. Sin embargo, la casa brilla como una estrella por los cuidados de Javier. En un momento mi anfitrión entra, casi bailando por su felicidad, sonriendo profundamente, y seguido por un cerdo. No sabía la primera cosa de cerdos. Había oído de que a mucha gente le gusta cuidarlos como mascotas, entonces la vista de un cerdo siguiendo su dueño me dio la impresión que el caso era exactamente así. El cerdo era tan mucho un parte de esta casa como yo- corriendo por el cuarto, saludando a todos.El animal me olió y me miró con ojos cansados. Era claro que no era una mascota, pero un plato principal.


El cerdo me parecía viejo. En sus ojos vi una madureza más profunda que la “madureza” que usamos cuando hablamos de cerdos (gordo, listo para ser matado, comestible). Este cerdo era auto-consciente en algún sentido- por su paso orgulloso, su grito claro y particular, su independencia, me parecía excepcionalmente sabio. Por eso, no podía evitar el pensamiento de que el cerdo sabía su propia conveniencia, y la realidad de que sus compañeros lo querían. Pero dado esto, el cerdo sin embargo tenía una confianza en su dueño, una confianza en que lo que sabían los dos- que este animal podría ser un placer sin igual de comer- no era importante. Era una confianza poco vista entre seres humanos- el comportamiento de un secreto potencialmente fatal, y un amor basado en la creencia que ese secreto nunca sería descubierto.

Nunca había visto matar a un cerdo. La verdad es que había visto pocos cerdos vivos. Pero siempre había pensado que el proceso de llevar el animal a una posición y a un lugar donde se lo podría matar sería el paso más difícil. Imaginé que habría una persecución, una caza, una lucha inevitablemente fácil, pero fastidiosa y molesta, que requeriría espacio y tiempo. La tragedia, en ese momento, quedaba en la facilidad con que sus matadores llevaron el cerdo detrás de la casita de Javier. El animal Unos perros de Javier lo seguían, ayudando, o presidiendo sobre el proceso. El cerdo fue a su muerte por su propia voluntad; inconscientemente, sin miedo y sin luchar. Todo el miedo era mio, y por eso yo era solo.

Obviamente no pode ver la ceremonia. Me senté adentro de la casita, apretando el cachorro de Javier contra mi pecho. Me preocupaba de que fuera un mal huésped, de que por mi decisión inicial de decir “sí,” había aceptado todo lo siguiente, por bien y por mal. Iván, el cajero del Clásico, es un caballero de caballeros. Me ve, me trae un mate, y trata de subir el volumen del radio para que no oya los ruidos. Los oyo igual, y me sentí, por la primera vez desde llegar acá, lejos de mi casa. Y me encontré en ese momento luchando con un pensamiento increíblemente extraño. Quería irme, pero no pensé en el cerdo, ni en mis sentimientos de culpabilidad por su muerte, ni en la preocupación de parecer ingrato con estos amigos entre tantos desconocidos. Podía pensar, de todas las cosas, solo en el Hypermercado que había pasado en el centro de José C. Paz. Esa gran emblema de mi país, un edificio que me molestaría como nada si estuviera en mi barrio, y que acá me parecía tan raro y ajenio de lugar. Y pensé que si corriera para allá, habría adentro un portal, una rampa mágica, algo que podría transportarme a casa para que no tuviera que ver este cerdo ser matado ni rehuser de comerlo. Tenía miedo de este pensamiento.

Allá estaba Javier, sonriendo, y en sus manos una parte del cerdo, muerto, cocido. Era un amigo, o un hombre más cerca de ser un amigo de los que había conocido hasta ahora. Y en sus manos estaba lo que al principio yo había tomado por su mascota, en cuyo muerte me sentía como un cómplice. Nosotros dos estabamos vinculado en este momento por el destino del animal, y el cerdo también: un tipo de víctima, en el centro de una amistad fundado por mi propia tendencia de decir “sí.” En un lugar y tiempo donde todas las cosas y las personas son igualmente extrañas, encuentro que mi resignación, con excepciones, a hacer cualquier cosa que la sociedad me insta es una estrategia efectiva para conocer lo desconocido. He encontrado que la buena voluntad y la aceptación de un extranjero valea mucho para nueva gente en intercambios interculturales. Había aceptado su invitación inicial, y ahora estaba conminado a la consiguiente invitación. Qué pasaría si rehusiera a aceptar la carne? Qué perdería yo? Qué ganaría?

Le digo “no.” Y él puede ver el agarrotamiento en mi rostro. El olor de la carne en el aire, y las moscas circulándome, yo empiezo a disulparme profundantemente. Mi facilidad con el castellano es de repente mejor, y le digo todo: que era un momento difícil, que esperaba que nunca hubiera visto matar a su cerdo, y, sin saber por qué, si la carne hubiera sido comprada, yo la habría comido; que me sentí débil, sin lugar; que agradecía su invitación.

Él empieza a reirse, y en un momento se quita su camisa. Que no me vaya con recuerdos malos, me dice, quiere darme su querida remera de Boca. La camiseta huele de cerdo, y un regalo no era lo que quería, entonces a cambio le doy mi camiseta “I love NY.” Pasamos el resto del tiempo charlando. Charlamos sobre su pueblo, del viaje que él tiene que hacer dos veces por día, del tema de la plata. Charlamos de perros y de sus varios méritos: le digo que estoy en el bando de los que admiran a los perros por su vida casi hedonística, una vida hecha completemente aceptable por su inhabilidad de mentir. Javier me cuenta que lo mismo aplica a los cerdos, con la única diferencia de que se los pueden comer. Le propongo que se ha dicho que los judios antiguos prohibieron la consumsión del cerdo porque los cerdos son omnívoros- era peligroso para la raza humana criarlos, porque son demasiados similares como nosotros. Me contesta que, primera que todo, no es judio, pero también que no había un problema si los cerdos no fueron tan ricos. Encuentro las ganas de preguntarle cómo él podría matar a un animal tan cercano a su vida cotidiana, que come la misma grana y fruta como él. Él, con mi camiseta puesta, me contesta que a él no le molesta. Nació, él me dice, en Entre Ríos, y que por debajo del hombre dulce queda un corazón duro, de un hombre de las orillas del Paraná. Su padre ganó mucho plata, me dice, y su familia se mudaron a la Capital cuando era jóven. No mucho después, su padre y tres de sus ochos hermanos se hizo entre los miles y miles desaparecidos durante la dictadura militar argentina, y que tiene pocos recuerdos de él. Viajaba para unos años antes de volver y establecerse en la Provincia y José C Paz, donde construyó su casita y donde cría sus pocos cerdos hoy. Me dice que es lejos, y que siempre está cansado, pero que él tuvo la oportunidad de hacerse una vida por y para él en sí, en vez de comprar un espacio en la vida de un otro. Me dice que un día yo entendré lo que intentó.

Me lavo el caro con agua de su manguera y sentarme adentro de la casa, con Iván. Todavía no podía quitarme la sequedad- de la parilla, del sol, de la tierra alrededor de esta casa. Me mira, y dice “tenés sed.” “Tenés razón,” le respondo. Hay un plato sobre la mesa con los restos secos de yerba. Iván me manda que yo hirva el agua esta vez, y empiezo a prepararlo. Me quedo mirando el agua en la olla mientras hierva. Me fijo en sus burbujas y consumo el vapor. Tengo ganas de bañarme, de helarme. Había dejado el febrero de mi ciudad para vivir más cerca del sol, y encontrado un sol también unfamiliar. Había dejado el frío, y mi trabajo en una cocina un restaurante climatizado por el calor, el aire libre y el fuego. Me ocurre mi costumbre anterior de escapar el calor de la cocina y fumar un cigarillo afuera, en temperaturas sub-ceros.

Javier me lleva “El Clarín” de hoy. “Boca pierda” él lamenta, señalando a mi nueva camiseta. Nosotros tres tomamos el mate algoparnos sobre el diario. Iván me pregunta si entiendo El Clarín, y le respondo que si, y que es buena practica. “Para el idioma, si, sin igual. Pero nuestras noticias” él agrega, “otra cosa, no?”

“Otra cosa,” afirmo, y el dobla la página hasta el parte meteorológico. El pronóstico predice calor.


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