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Published: August 13th 2006
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¿Qué hora es?
Estábamos desayunando un té con unos bollos, cuando entraron a dejarnos una bandeja, como la de los aviones, con salmón, pepino y tomate cortado, pan de centeno, unas pastas, te, café soluble, azucar, sal, cubiertos, un mondadientes y la típica toallita húmeda. Nadie ni nada nos había informado de que el desayuno estaba incluido. Al menos, si se viaja en segunda clase que era nuestro caso.
Hacia un rato que habíamos abierto la bandeja y nos habíamos tomado el pan y las pastas (yo me atreví a probar el salmón a pesar de su olor) cuando llegó la camarera con una segunda bandejita, esta vez caliente. Arroz y pollo. Nos acabábamos de despertar pero el horario del tren, y seguro que la costumbre rusa, marcaban que era la hora de comer. ¿Qué hacer? Comimos.
Dos cuartos de aseo en cada vagón para todos y para todo
Después de comer, decidimos que era la hora de la higiene personal. ¡Qué invento el de las toallitas húmedas! Sin embargo, no contábamos con que hay que lavarse con el tren en marcha. En un servicio de apenas 1,5 por 1,5. los intentos por no rozar con la
taza del water o con un lavabo no muy limpios me hacía pensar que me estaba entrenando para trapecista. Por supuesto ducha no había, pero conscientes de que si alguien usaba el grifo para lavarse el agua podría caer fuera, y de que algunas veces se manipulaban los grifos para poder concectarle una alcachofa de ducha, había un agujero en el suelo, através del que se veía la vía y entraba aire, que servía de desague. Al menos era difícil resbarlarse. El suelo estaba cubierto con una malla de plástico, retícula grande, sobre el que las zapatillas agarraban bien.
Por supuesto, desistí de afeitarme. Con el agua fría y escasa que salía del grifo y el traqueteo del tren, seguramente habría conseguido estropearme la cara. Sin embargo, ninguno de nuestros compañeros masculinos de otros compartimentos mostraban el más asomo de barba. ¿Experiencia? ¿Genética? ¿El alma eslava?
Más tarde comprobé que no nos podíamos quejar de cuartos de baños. Si bien el tamaño y la distribución era similares en todos, el nuestro estaba relativamente limpio, no olía tan mal (hasta nos habían puesto un ambientador por si acaso) y solía tener papel del water. Hasta la malla de plástico
reticular que ocupaba el suelo podía faltar o podía haber sido sustituida por una pequeña balleta sucia que ocupaba el mínimo espacio entre lavabo y taza del water.
Los vagones de tercera
Me gustaba recorrer el tren de punta a punta por los pasillos. Era una forma de hacer algo de ejercicio, de moverse. Pero la primera vez que llegué a los vagones de tercera me paré en seco. La impresión de que si iba más allá invadiría un espacio al que no tenía derecho a entrar me frenó. De hecho uno de los amigos que me acompañaba en este primer recorrido por el tren, no quiso pasar. El calor, el olor a humanidad, la mirada al extraño que atraviesa el pequeño pasillo, la indiferencia de los que comen un cuarto de pollo que acaban de sacar de una tartera y desenvolver del papel de plata, el olor a comida recalentada, a pepinillo, la respiración de los otros por todas partes, las conversaciones que se interfieren unas a otras, las basuras llenas, los bebes dormidos y tendidos en la cama, solo con los pañales puestos y unos padres delgados, tal vez, en exceso, él con un mal corte
de pelo, ella sin peinar, que me miran, el hombre solo que había visto beber y beber cerveza en el vagón restaurante... ni una sola posibilidad de intimidad si no era una intimidad de grupo, socializada, a la que, en función del billete que había comprado, yo no estaba invitado.
Todos ellos eran los primeros en bajar con sus batas de estar en casa, pantalones cortos, sin camisa, con chancletas o zapatillas de agua, cuando paraba el tren, en búsqueda del aire fresco, de espacio, quiero pensar que de libertad. Y los vendedores ambulantes lo sabían y se arremolinaban siempre alrededor de los vagones de tercera, donde estaba el negocio. Y en un recorrido que hago por el anden en cada parada, para estirar las piernas, veo a una niña contenta con el pescado seco que tiene en las manos y que su padre acaba de comprar. Lástima haberme dejado la cámara en el compartimento.
Una ventana
Desconozco si Edward Hopper realizó algún viaje en el Transiberiano, tampoco tengo ningún interés en saberlo. Lo cierto es que en esta lista de escenas cotidianas su famoso cuadro de la mujer sola sentada en la habitación de hotel se
tornó recurrente. Esa aptitud de sentarse al borde de una cama con un libro del que se levanta la vista para descansarla mirando a través de la ventana o directamente mirar por la ventana la encontraría en todos los compartimentos de cualquier clase. Miradas que seguían un paisaje de bosques y estepa violentado por grandes ríos o grandes extensiones de dachas, todas y cada una con su pequeña parcela cultivada alrededor y que, al atardecer, cubriría una niebla de cuento infantil que parecía convertir en acuarela lo que durante el día se había presentado como nítido, perfilado, en colores verdes y azules. Un té, una ventana, y una postura para ver el mundo. Silencio.
Advertencia: Cuando leas este blog recuerda que se ha escrito en verano de 2006. Los datos prácticos que contiene, las informaciones e incluso las impresiones pueden ser muy diferentes en el futuro. Mucha de la información que pudimos recoger de varias fuentes, incluida la guía del Transiberiano de Lonely Planet, no se ajustaban a lo que realmente nos encontramos. Y es que se trata de sociedades que se encuentran en un fuerte proceso de modernización y cambio. La comparación de lo que fueron y lo que son tiene mucho interés.
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