Sian de la mañana a la noche


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Asia » China » Shaanxi » Xi'an
August 2nd 2006
Published: September 26th 2006
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Los guerreros de terracota



Allí estaban Lee Hu, el guía, y el conductor. Esperándonos para llevarnos a ver los guerreros de terracota. Nada destacable del viaje, excepto la hora que se tarda en llegar y que, por tanto, tardaríamos en volver. La furgoneta nos deja a un kilómetro, donde se encuentra el aparcamiento turístico, de la entrada. El camino, Dios o Buda sabrán por qué, no es recto. Atraviesa unos principios de jardín. Digo principio porque están comenzando a serlo. El sol y el calor nos hacen sudar, como a los muchos turistas de todas las regiones que nos encontramos. En el camino hay unos vendedores que esconden debajo de las camisetas unos ajedreces cuyas figuras copian las terracotas que luego veríamos. No hay cola para entrar. Aprovecho que el guía va a comprar los billetes para adquirir un refresco de naranja, el que ya he identificado ene este blog como mi refresco oficial en China, y del que evito dar el nombre porque no me esponsoriza.

Nada más entrar, una explanada y varios edificios que cubren las excavaciones al aire. En el primero se agolpan los turistas para ver unas vitrinas con carros, más allá hay una sala con diversos utensilios y pantallas interactivas en varios idiomas. Me resulta tan turístico que paso de hacer fotos. M entretengo jugando un poco con las pantallas interactivas. Ningún interés, al menos no más que lo que pueda leerse en una enciclopedia como la Wikipedia o en una página Web como la oficial Emperor Quin’s Terra-cota Warriors and Horses Museum.

Me impresiona más el siguiente edificio, en el que se encuentran los guerreros de terracota. La entrada lleva a una especie de terraza desde la que admirar las hileras de guerreros. Antes he visto unas fotos de Bill Clinton y su hija Chelsea paseando entre los ellos, cosa que cualquier turista normal no puede hacer. Nos agolpamos en la terraza, junto con un equipo de sumo y otras muchas personas, no tantas como las que vimos al final de nuestra visita en la misma terraza. El guía nos deja, paciente, y nos sigue, también pacientemente, mientras nosotros tiramos una y otra foto y nos paramos para coger los mejores ángulos. Lo que estamos viendo, nos cuenta, está lejos de la tumba, y es una mínima parte de lo que se esconde bajo el suelo. Los expertos han decidido dejarlo tal y como está, ya que la
Guerreros de TerracotaGuerreros de TerracotaGuerreros de Terracota

Medio rotos, medio tirados.
tecnología nos les permite conservar los guerreros o figuras que encuentren al aire. De hecho hacen catas que luego vuelven a tapar. Parece mentira que todo esto fuera capricho de un príncipe a la edad de 13 años, que luego se convertiría en emperador y unificaría China.

Seguimos por las siguientes excavaciones, también cubiertas. Tienen un menor número de figuras. Muchas están medio rotas, caídas, tiradas, estropeadas y polvorientas. Llaman poderosamente nuestra atención. Alrededor, la penumbra arropa la luz tamizada que cae sobre los guerreros o sobre lo que queda de ellos. El guía nos mira nuestro interés por estas figuras estropeadas y ajadas. Fríamente son unos trozos de barro cocido roto y tirado en el suelo. Sin embargo, esos cuerpos sin brazos y sin piernas, esas cabezas sacadas de sus cuerpos, los caballos sin colas, también tirados en el suelo, componen la imagen de algo perdido y encontrado, en si mismo, más valioso que si fuera nuevo. Una mirada presente del pasado.

Negociando la comida para nada



Hartos como estábamos de comer en restaurantes de alimentación masiva, al menos eso nos parecía, para turistas, le pedimos al guía que en vez de comer en el museo,
Guerreros de TerracotaGuerreros de TerracotaGuerreros de Terracota

Miles de turistas se agolpan para verlos
como estaba previsto, nos llevara a comer a un buen restaurante de tallarines. Hay que tener en cuenta que la noche anterior tampoco fue buena. Nos comprometimos a invitarle a él y al conductor a comer. No cedió a la primera. No se si es que no nos entendía o que no le parecía bien. Al final le convencemos para que llame a la agencia local y le diga si le dejan hacerlo. Aceptaron justo antes de entrar en las excavaciones. Me imagino que ya sabían lo que iba a pasar. Nos entretuvimos y se hizo tan tarde que acabamos comiendo en el lugar previsto. Así que nuestra negociación y la promesa de invitación por parte de la agencia local se fueron al garete. Al menos los tallarines no estaban mal, los hacían delante de nosotros. Un turista norteamericano se empeña en comunicarse con los cocineros y saber como funciona la cocina. No le entienden y acaban diciendo a todo que sí. Él turista coge los tallarines que ha elegido y se marcha tan contento. Tal vez se haya enterado, yo reconozco que no muy bien.

Acabamos la visita al museo



A la salida del comedor, en la planta baja, nos damos de bruces con una pesca improvisada, al menos lo parece, de carpas. Los dos pequeños estanques artificiales han sido tomados por los camareros que buscan peces entre las piedras para sacarlos de allí. Los niños les ayudan indicándoles donde se esconden los peces. Uno se ha metido con ellos y coge un pez, tan contento. Nos entretenemos un rato, antes de entrar en la tienda de recuerdos. Hay reproducciones de los guerreros en todos los tamaños. Un vendedor se nos acerca y nos dice que los podemos comprar y que nos los envían a cualquier parte del mundo. Nuestro interés no es comprar, sino sacarnos una foto entre las reproducciones de los guerreros de tamaño natural. Lo demás nos interesa poco o nada. Apenas si le echamos un vistazo para saber que vendían.

La Pagoda de la Oca



Una hora de vuelta después estamos en Sian de nuevo. Hemos parado en un templo budista, en el que viven unos monjes, alrededor de una pagoda de ladrillo. Allí comprobamos por primera vez que hay guías chinos que se defienden sin problemas en nuestro idioma y que a nosotros no nos han tocado. Empezamos a sospechar que nos ha tocado el becario. El lugar en sí mismo no merece mucho la pena. Es más impresionante visto desde lejos, desde el lado contrario de la plaza. Tienen dos salas muy grandes dedicadas a la biografía del monje budista que lo creó, por supuesto, se trata de la hagiografía de un príncipe que se convierte en monje tras visitar la India. Ni subimos a la Pagoda de la Oca, que debe su nombre a una leyenda. Algo así como, la oca que llegó al monasterio en época en la que pasaban hambre, para que se alimentaran, aunque no se la comieron. Sigo un poco la historia, más por no ofender al guía que por otra cosa, me interesan mucho más las escenas cotidianas que me rodean. La chica que fotografió sin que se de cuenta, posiblemente la nueva China, sentada en el jardín, con la mirada perdida. O, ese hombre, que sentado en un banco de piedra para descansar, se fuma un cigarro, antes de coger el escobón gigante y largo que le acompaña y con el que tendrá que barrer el recinto, que mira desafiante no se si a la cámara o a mi. O, de nuevo
La nueva ChinaLa nueva ChinaLa nueva China

En los jardines de la Pagoda de la Oca
el equipo de sumo que se fotografían con todo el que se lo pide, y entre los que se encuentra un luchador bastante delgado. En mi incultura, no se si existen grados por peso como en el boxeo. Este debería pertenecer al peso mosca, si la metáfora fuera válida en el lenguaje chino. Solo una cosa me molesta. Las dos chicas pijas, españolas para más señas, que van con su familia. No hacen nada especial, solo las oigo hablar entre ellas y revolotear alrededor de su papa, que parece un gentleman inglés de vacaciones, alto, rubio y con unas bermudas caqui de explorador. Tal vez sea la actitud o lo que dicen y como lo dicen, más interesadas por ellas que por lo que tienen alrededor, que no puedo dejar de expresar mi rechazo y, después, arrepentirme de haberlo dicho ¿que me han hecho ellas a mi? Tal vez, supongan a mis ojos la banalización del turismo, como los numerosos grupos de turistas españoles que nos seguiremos encontrando a lo largo del viaje.

Tardes de centro comercial



Una vez que acabamos, el guía y el conductor nos quieren dejar en el hotel. No tenemos ningún interés y les
Descansando para fumarDescansando para fumarDescansando para fumar

A la entrada de la Pagoda de la Oca
decimos que queremos ir al Museo Tecnológico, pero es miércoles y está cerrado, según le indica el conductor al guía. Proponemos ir al acuario, parece que hay uno según los anuncios que hemos visto, pero el guía ni siquiera sabe de qué estamos hablando. Pasamos por delante del Museo de Arte Contemporáneo, detrás de la biblioteca, pero cuando llegamos está cerrado. Así que nuestra tarde en Sian acabaría en el centro de la ciudad, lleno de grandes almacenes. Uno de ellos, de varias plantas, lleno de tiendas de lujo. El cansancio y el aspecto debían haber hecho mella en nosotros, porque en todo momento fuimos seguidos por un guardia de seguridad, al que era imposible no ver, el centro estaba casi vacío. Así que salimos, justo cuando empieza a llover. Nos quedamos resguardados en el portal. Unos chavales se acercan para resguardase como nosotros. En ese momento aparece un responsable de seguridad y los echa. Por solidaridad nos vamos nosotros también a los soportales más cercanos donde la gente se ha agrupado esperando a que deje de llover. Al irnos, pasamos por delante del de seguridad para que se entere que nos vamos de sus tiendas. No le miro la
El centro comercialEl centro comercialEl centro comercial

Plaza de la Torre de la Campana
cara pero seguramente no le importa. No somos su público objetivo.

Sigue lloviendo. Una chica vestida de largo y con un chal se encuentra a la puerta de uno de los macrorestaurantes, cercanos. Mira la lluvia, mientras espera que entren los clientes. La lluvia se vuelve más liviana y nos atrevemos a pasar al otro lado. Hago unas fotos a la tienda de bodas que nos encontramos. Estas tiendas, abiertas hasta las diez de la noche, siempre están llenas. Se trata de parejas jóvenes acompañadas por amigos preparando una futura, aunque, tal vez, próxima boda. Me impresiona tanto el número de personas como el interés que muestran. Todo, desde los trajes del escaparates hasta la decoración del local y las dependientas tiene aspecto occidental.

En el siguiente centro comercial entramos porque se pone a llover de nuevo. Subimos a la última planta donde nos encontramos un montón de pequeños puestos de comida muy variada. Nos apetece una especie de crêp de espinacas. Hemos visto como el cocinero hacia la masa, como si estuviera haciendo pizza. Le echamos una foto y nos acercamos a la caja. Enciendo la cámara y le enseño la foto en el visor de lo que queremos. La cajera nos cobra y, luego, nos acompaña a la tienda para decirle al camarero que ya hemos pagado. Por indicaciones habíamos entendido que teníamos que haber comprado una tarjeta y luego teníamos que haberla cargado de dinero. A nosotros nos han evitado el trámite administrativo. Con nuestro trofeo nos vamos a una de las mesas y nos disponemos a comérnosla. Yo lo intento con los palillos, pero parece que eso se come con la mano. Los pocos clientes que hay alrededor, sobretodo una señora de mediana edad, me miran y se ríen. Reconozco que mi habilidad con los palillos no es muy buena, pero sigo intentándolo. Tardan ellos en comerse todo lo que tienen en el plato que yo en coger y meterme un pequeño trozo en la boca. Me parece que comen demasiado rápido.

Una cena chino-musulmana con el doble de Arturo Pérez Reverte



A la salida del centro comercial, el atardecer en la plaza y la Torre de la Campana iluminada nos sobrecoge. Varias fotos después, y algunas dudas sobre qué hacer, paramos un taxi para ir al restaurante que nos ha recomendado el guía. Estaba más lejos de lo que nos había dicho, fuera de la muralla. Tenemos nuestras dudas, pero una vez dentro se nos abalanza una de las camareras, nos sientan y nos dan unos tazones grandes que ponen sobre una especie de salvamanteles metálicos, redondos y con un número. Antes siquiera de traernos las bebidas llegan dos panes para cada uno, como los que habíamos comprado el día anterior y mediante gestos nos dicen que los partamos. Hacemos trozos grandes, pero ellas nos indican que los hagamos más pequeños. Cuando pedimos las bebidas, resulta que solo venden cerveza, las bebidas no alcohólicas las tienes que comprar en la tienda que tienen a la entrada y queda a la calle. Entre risas, por lo absurdo de la situación, me empeño en que nos hemos tenido que confundir. Después de la lata que le habíamos dado al guía no podía habernos mandado allí. Me voy a echar una ojeada por el local. El restaurante tiene otra entrada y una escalera. Compruebo que la otra entrada va a un restaurante del que salen chinos con mejor pinta que los que estaban sentados a nuestro alrededor. La imposibilidad de comunicarnos y el tener nuestros tazones a medio llenar, me hacen desistir de la investigación, aunque lo hago a regañadientes.

He visto como dos españoles entran al restaurante y se sientan. Ella parece saber chino por lo bien que se comunica con la camarera. Al poco se levantan y se ponen a subir por las escaleras. Vuelvo a mirar a mí alrededor. Somos los únicos turistas que quedamos en el restaurante. Un restaurante que está casi lleno, por cierto. Y al que vuelven los dos turistas españoles. Me atrevo a acercarme a su mesa y hablo con ellos. Van por libre. Ella, que es venezolana, tiene antiguos compañeros de trabajo chinos que les han ayudado a organizar el viaje. Les invito a sentarse con nosotros. Él tiene la voz y, en cierto modo, el aspecto de Arturo Pérez Reverte, el escritor español de best sellers, si no fuera por su abundante pelo gris. Estarán quince días dando vueltas por China. Nos cuentan sus experiencias. Se me graba su trayecto en tren, en tercera, compartiendo intimidad con los locales. Un trayecto nocturno que estuvo lleno de todo tipo de ruidos corporales entre los que predominaron los que acompañan la expulsión de gases que él cuenta como si no le hubiera resultado nada agradable aunque, según comenta, cualquier experiencia de este tipo la había superado después de su viaje alrededor de la India. Me agrada mucho su conversación mientras parten el pan y llenan sus tazones, nosotros habíamos acabado hace un rato y nuestros tazones se los había llevado la camarera a la cocina, saben como contar historias y saben que viajar es adaptarse a las circunstancias. Nos confirman la existencia de un restaurante arriba. Podíamos decir que estábamos en la versión barata del mismo restaurante, según nos contaron, pero que cuando subieron ya estaban cerrando. Y es que en China se cena muy pronto. Entre las risas y la curiosidad mutua por lo que contamos cada uno, llegan los tazones. Los han llenado de caldo y carne o verduras, depende de lo que hubiésemos pedido. Está rico, aunque me resultará imposible acabármelo. Demasiado pan y carne para comer con palillos.

Seguimos de marcha



Nos despedimos de estos nuevos amigos. Cogen el primer taxi que paramos. No sabemos si los volveremos a ver. Tampoco tenemos forma de contactar ya que no hacemos el típico intercambio de correos. Al poco cogemos un taxi que paramos en lo que yo había denominado la noche anterior Chinatown (La pequeña ciudad de Sian). Era un puesto de auténticas falsificaciones, en algunas incluso cambian unas pocas letras, pero, al menos si lo pronuncias en castellano, suena igual que el nombre original. Es un mercadillo de tienda pequeña. El espacio está tan aprovechado que, aunque no hay mucha gente, cuesta moverse. Voy con las manos metidas en los bolsillos, tengo miedo de que algún carterista aproveche la situación. Además, las imitaciones no me interesan nada. Ni las carteras, ni los espejos, ni la ropa interior, ni los peluches de todo a un cien logran captar mi interés.

Cuando salimos nos ponemos a andar hacia la plaza de la Torre de la Campana. Al poco cruzamos delante de lo que parece ser una discoteca. La iluminación cambiante que cubre la pared que da a la calle promete. Entramos. Lo primero que nos encontramos es gente muy joven haciendo cola para pasar por el detector de metales. A una chica le abren el bolso y le quitan una caja. A ella ni a su grupo de amigos no les importa, sigue adelante hacia donde suena la música. Tras ellos vamos nosotros. La sala está en penumbra. Los veo demasiado jóvenes, además bailan mal, no siguen bien el ritmo, tampoco la música acompaña. Convenzo a mis amigos para salir, pero cuando estamos saliendo descubrimos que dentro hay otras salas. Las cosas cambian. La música mejora de forma importante. La gente tiene diferentes bebidas encima de la mesa, desde un té hasta un combinado, pasando por la socorrida cerveza o coca-cola. En todas ellas hay grandes bandejas de fruta fresca. Hay muchas escaleras estrechas para bajar hacia la pista desde la que se ve una especie de pequeño estanque a cuyo alrededor hay unas cuantas mesas. Cruzando el estanque se llega a un reservado que se llama Champagne room escrito en inglés. A la entrada, y al borde del estanque, una mujer china bebe champagne rosa en una copa. Audrey Hepburn en Desayuno con diamantes se me vienen a la cabeza. También vemos otros chinos afanados en que todo se mantenga impoluto, que retiran los ceniceros, los vasos vacíos o rotos y se cuidan de que brillen los cuartos de baño.. Pasamos de subir a los pisos superiores. No creemos que nos dejen entrar al VIP Lounge, pero salimos por otra puerta, que nos evita pasar por la primera sala, y nos deja directamente en la calle. Esto también es China. Me pregunto que sitios me he debido perder en Beijing y, por el cansancio y el poco tiempo que tendré, me perderé en Shangai.

Ya en la plaza de la Torre de la Campana de nuevo encontramos un café, una copia china del Starbucks, que tiene el nombre occidental RBT y como logotipo un conejo. Nos sentamos en una mesa junto a la entrada. Los asientos están agarrados con cuerdas al techo y al suelo. Solo hay tres mesas, si contamos la nuestra, ocupadas, sin embargo, hay cuatro jóvenes camareras muy entusiastas y un camarero detrás de la barra. Son amables aunque tardan mucho en traernos el gofre con chocolate que le hemos pedido. Así que cuando llega ya nos hemos tomado todo lo que habíamos pedido para beber. Nos lo comemos rápido y nos largamos. Es tarde, hay poca gente por la calle. Solo un vendedor de cometas vuela una en la explanada de la plaza que queda al lado del Mc. Donald’s. Paramos un taxi y partimos rumbo al hotel dejando atrás la zona comercial donde un gran cartel anuncia la próxima apertura de un Starbucks o la ampliación de la zona dedicada a tiendas. Noche cerrada en Sian.


Advertencia: Cuando leas este blog recuerda que se ha escrito en verano de 2006. Los datos prácticos que contiene, las informaciones e incluso las impresiones pueden ser muy diferentes en el futuro. Mucha de la información que pudimos recoger de varias fuentes, incluida la guía del Transiberiano de Lonely Planet, no se ajustaban a lo que realmente nos encontramos. Y es que se trata de sociedades que se encuentran en un fuerte proceso de modernización y cambio. La comparación de lo que fueron y lo que son tiene mucho interés.



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