Islandia y sus lugares impronunciables


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Europe » Iceland
May 18th 2015
Published: May 25th 2015
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Día 1: Bless Madrid, hallo Reykiavik.

Siento un placer especial cuando viajo sola. Y en esta ocasión no marcho por mi cuenta a perderme por el atlas, simplemente he tenido que reservar un vuelo por la tarde, y si todo va bien, me encontraré con mis compis de viaje, allá por Reykiavik, casi a la media noche. Vuelo vía Dusseldorf, con tres horas de espera en un aeropuerto moderno pero casi desangelado, y un ambiente a las siete de la tarde que recuerda a cualquier conexión en mitad de la noche. De hecho mi vuelo a KEF a las 9:25 pm es el último que veo en la pantalla de salidas, mientras me tomo un Montepulciano, recordando buenos momentos del pasado en Washington.

Siempre que me alejo de casa, se me activa por dentro una gustosa sensación de ir alejándome de caras familiares, del run run del prototipo español, no sólo con su idioma, sino también con su entonación, su aspecto, vestimenta, peinado, calzado y demás. Y ya en tierra lejana, con una conexión aun más al norte, me recuerda a esa sensación de perder pie en el agua del mar. Vértigo hasta coger el impulso para disfrutar del
placer de nadar. Y aquí estoy, nadando a mar abierto camino a Reykiavik, entre tipos extraños y curiosos, con ganas de reencontrarme con los míos.

En mi avión entablo conversación con una pareja de hipsters tatuados y "pierceados" hasta las cejas, no paran de hablar a mi lado, me sorprende ver a estos dos hombres tan enzarzados en conversaciones varias con tono risueño, como disfrutando realmente de su compañía mutua. Y según me ven mirando a mi mapa de Islandia, que reconozco no he abierto hasta ahora - sólo llevo billete de avión, un todo terreno alquilado y la primera noche de hostal, pero lo que me espera para los próximos días es sorpresa e improvisación - uno de ellos me pregunta qué busco, y se ofrece a darme todo lujo de detalles sobre los mejores pateos, vistas, recorridos y tradiciones. Me habla del gusto de sus paisanos por el arte y la creatividad, me dice que con tantos meses de invierno y tan pocas opciones al aire libre, han tenido más oportunidades a través de los siglos para cultivar la mente, crear, inventar, promovidos por el aburrimiento de no poder salir de casa. Me hace pensar en mi
obsesión por ir siempre al parque con mis hijas y tomar el aire a la que sale un rayo de sol‎, y la de oportunidades que pierdo a veces de aburrirme delante de una pared y dejar la mente explosionar. Esas cosas que sólo ocurren en un agroturismo un fin de semana de invierno con amigos, cuando te hartas de mirarte a la cara y de un espacio pequeño y ningún plan, brotan los momentos más geniales y creativos.

Aterrizo en Reykiavik donde me esperan Javi, Fernando y Luz, que han viajado vía Londres en un vuelo anterior, y que siguen con el subidón de cervezas y por lo visto ambientazo de un pub de Gatwick. Me encanta reencontrarme con mi chico en algún punto del planeta, aunque fuera sólo esta misma mañana cuando nos hemos despedido en la puerta del cole de las peques, con un: te veo esta noche en Islandia. Mola.

Le ganamos dos horas al reloj a España y aunque son las once de la noche, ‎sigue siendo de día. El sol va cayendo hasta las doce y media, hora en la que me vence ya el sueño tras una semana de acelerón, estrés
y disgustos varios, para los que son precisamente los viajes los que te dan la perspectiva de que no merecen la pena. Estos viajes que te acercan al estado mental necesario para distinguir lo "importante" de lo que Javi llama con acierto el "background noise", el ruido de fondo.

Nos espera el Start, un hostal‎ cercano, grande y frío por dentro y por fuera, con pasillos interminables tipo "el resplandor", sin especial gusto decorativo, pero una opción funcional perfecta para un inicio o fin de viaje. Las afueras del aeropuerto de Keflavik son un paisaje desolado entre barracones grises la mayoría, que me transporta a algunos pueblos de Alaska. De nuevo viajes que te permiten regresar a otros viajes del pasado, recuerdos que se quedan bloqueados en la locura del día a día y que brotan de nuevo cuando uno se permite estar presente. Y pensando en este viaje cuando estaba en Madrid, esperaba que fuera una réplica de Alaska o Nueva Zelanda, y aunque tiene muchas escenas y paisajes que lo recuerdan, siento de nuevo como cada viaje y destino es distinto, y se vive de una manera única, no sólo por el propio destino o la compañía,
sino sobre todo por quienes somos en cada viaje. Viajar entre otras cosas siendo padres y sin tus hijos, como ocurre en esta etapa nuestra, te permite reencontrarte con la esencia de tu relación, aquella que a veces se queda en un cajón cuando toman todo el protagonismo esos seres bajitos.

Día 2: De Keflavik a Grundarfjordur, península de‎ Snaefellsnes.

Tomamos carretera y manta hacia el nordeste del país con un Kia Sorento, no sin antes hacer acopio de víveres en el Bonus de turno, la cadena de supermercados por excelencia del país, donde mantienen el producto fresco en salas a una temperatura de glaciar. Aprendemos que las bolsitas de pescado seco, a modo de aperitivo, no son la mejor idea. Así que entramos en calor con una "supa" de verduras, con pan y mantequilla a discreción, en una dosis diaria de calor que incorporaremos a nuestra rutina.

Nuestra parada en Borgarners‎ en el museo de historia de Islandia, con sus invasiones vikingas y sus sagas, se convierte en un monologo soporífero de una audioguía grabada que nos acompaña por unas mini salas oscuras sin ningún valor histórico. Sólo nos quedamos con las raíces un tanto agresivas de los locales, que la emprendían a hachazos con sus semejantes en partidos de hockey, y no sólo con sus semejantes, pero de eso ya hablaremos más adelante.

Nuestro siguiente destino es la península de Snaefellsnes, que nos adentra ya en los paisajes por los que merece la pena elegir Islandia como destino. A un lado playas de arena volcánica y al otro montañas nevadas y cascadas vivas en época de deshielo. Los primeros kilómetros son agradables pero nada espectacular, y de esos momentos me quedo con nuestra capacidad para estar presentes, motivados por la expectativa de disfrutar del paisaje, y así vamos contemplando cada detalle a través de las ventanas del coche, que en nuestra rutina ni comentaríamos siquiera, con varios "ay va que chulo", "y ese pico de montaña", "mirad el mar, chicos".‎ La rica sensación de mirar alrededor con ojos ingenuos.

Intentamos hacer alguna excursión de montaña, pero la lluvia y el viento frío no nos animan a estar fuera del coche por mucho tiempo. Por fin por la tarde abre el cielo y sale, aunque tímido, el sol. Subimos parte de una cascada helada monte arriba, con cuidado de dónde pisar, ya que es
primavera y en los tramos más expuestos al sol la nieve va cediendo y como bien advierte Fernando, debajo de esa capa fina de nieve-hielo, hay un cierto abismo hasta la base de la montaña. Nos adentramos en la carretera hacia el glaciar de Snaefellsjokull, pero desaconsejan hacerlo en invierno con carteles disuasorios al borde de la carretera. Hay mucha niebla ‎y nos quedamos a mitad camino, en un paraje perfecto entre nieve para un mini picnic, unas cervezas, y unos buenos bailes al son de "aint no mountain high enough" que suena en la radio del coche como por azar, pero que nos regala un ratito de descarga de adrenalina. Cómo liberar en 5 minutos el cuerpo de dos días malos de trabajo. Y la frase no es cosecha mía.

En Rif, un pueblo pesquero en mitad de la nada, paramos en The Freezer, ‎un espacio cultural creado por un jóven con muy buena planta del propio pueblo, que según nos ve asomar tímidamente al local, nos recibe con un gesto acogedor y amigable, se ofrece a enseñarnos cada rincón y contarnos su historia. Graduado en Teatro hace pocos años, monta producciones basadas en temática local, como la
última que ha mostrado al público, MAR, inspirada en una tragedia ocurrida entre barcos hace unos años. El local tiene dos salas al puro estilo nave industrial, diáfanas y pintadas de negro, una de ellas precisamente el antiguo "freezer", el congelador de lo que era una antigua lonja de pescado, que este tipo con iniciativa, pasión y atención al detalle, ha reconvertido en este pequeño hervidero de cultura. La sala hace también las veces de hostal, con sofás de todos los estilos y colores, que recrean varios rincones acogedores, entre mensajes de inspiración, iluminados con la luz de las ventanas por las que asoman las montañas nevadas. Vamos con la esperanza de coincidir con algún concierto en esta noche de viernes, pero ahora el local está tranquilo y centrado en preparar la agenda para el verano. Será a partir de Junio cuando empiezan a venir artistas de todo el mundo a ofrecer sus espectáculos a turistas y locales, entre otros, nos cuenta, Patricia Pardo, una clown de una compañía de teatro valenciana que ya estuvo el verano pasado y se ha animado a repetir. Como apasionada de las tablas que soy, pienso que si pudiera vivir del teatro y sus
bambalinas, yo también cruzaría mares y tierra para actuar en un espacio tan especial.

Dormimos en ‎Grundarfjordur en un Hostel International, en el que nos recibe un tipo austero al que hemos interrumpido su momento de cena y así nos lo hace saber. Nos interesamos por el porqué del origen africano del nombre de su hostal, y nos menciona con tono ofendido y entre dientes su origen de Pretoria. Compartimos la típica habitación de literas de hostal, con lo imprescindible que el cuerpo necesita para descansar, y pienso en cómo la edad nos ha hecho algo más cómodos y sibaritas respecto a nuestros tiempos de vuelta al mundo. En cambio, cuando me levanto a la mañana siguiente, nos duchamos en los baños compartidos y tomamos rumbo al puerto, pienso según bajo con mi mochila las escaleras de madera del hostal, ya preparada para el nuevo día, que ha estado bien, y que no hubiera necesitado mucho más realmente para dormir esa noche.

Día 3: En barco hacia los Fiordos del oeste

La carretera de Grundarfjordur a Stykkisholmur transcurre por un paisaje lunar de nuevo atrapado entre las montañas nevadas y el mar, que da paso a unos
mantos de hierba mullida que envuelven la roca volcánica, con una textura que no había pisado‎ nunca hasta ahora. Esa sensación de cama elástica según hacemos el bobo frente al mar me acerca un segundo a mis hijas y a la ilusión con la que se suben a cualquier artilugio elástico. Me doy cuenta que hemos salido tan rápido del hostal esta mañana que nos hemos olvidado de llamarlas, de hecho mientras salía de mi sábana saco, me duchaba con mis chanclas y arreglaba mi mochila para acomodar mejor el espacio, me he olvidado por unas horas de que era madre. Y eso está bien, sienta bien.

Decidimos hacer el siguiente trayecto en barco, para el que reservamos la noche anterior los billetes para el ferry que nos lleva con nuestro coche, vía Flatey, a Brjanslaekur, y nos permite ver Islandia desde el mar. Coincidimos en el barco con un piloto local acompañado de una costarricense, que ha dejado tierras cálidas por amor para vivir en Reykiavik con un hombre probablemente 40 años mayor que ella. La mujer, que ve Islandia con ojos todavía de extraña, nos pregunta emocionada si hemos visto a nuestro paso la "montaña perfecta", una
montaña en forma de triángulo "de libro", en algún punto de la península que acabamos de recorrer. Negativo, no sé si por la niebla o quizás por el ansia de querer verlo todo. El hombre nos da mil consejos amables somos cómo abordar nuestra siguiente etapa en los fiordos del oeste. Luz busca en la guía información sobre carreteras que por lo visto solo están abiertas en verano, y cuando espero un, ¿este tramo de aquí esta abierto? - a modo pregunta, oigo a Luz dirigirse al piloto, sin sorna alguna, con interés por entender: " Pero ¿a esto le llamáis verano?" Y es que aunque para nosotros hace estos días un frio helador, su mujer nos cuenta cómo viven estos días de primavera como un absoluto festejo, no tanto por el buen tiempo, que no lo hace, sino sólo por tener, durante tantas horas, la luz del día que han añorado en el largo invierno. Yo solo pensando en el frío y ellos en la luz.

En este día recorreremos más de 400 km en los fiordos del oeste. Todos los locales nos han ido advirtiendo que son carreteras difíciles, remotas, que se necesita tiempo para explorar toda
la zona, pero nos encanta echarnos kilómetros a la espalda, somos incansables y solemos ponernos el límite de parar y buscar un sitio para dormir solo cuando cae el sol. Pero aunque llueve y nieva a ratos, no hay prisa, porque la luz nos acompaña siempre, casi nos persigue día y noche. Se supone que entre 12 y 3 queda un sol de medianoche, pero no sabemos si creérnoslo porque nos acostamos y amanecemos siempre de día. Y eso que alguno se ha traído la linterna.

Los fiordos occidentales tienen forma de hojas de trébol con carreteras interminables que bordean siempre el mar entrando en cada fiordo uno a uno, curva a curva. Cada vez que pasamos por un pueblo y lo dejamos atrás, un buen rato después nos encontramos de nuevo con él en frente a lo lejos, justo al otro lado del fiordo. Pensamos que unos pocos puentes construidos estratégicamente de punta a punta de costa nos habrían ahorrado algunos cientos de kilómetros, pero claro, nos habrían también privado de todo su encanto. Desde Brjanslaekur nos dirigimos a Latrabjarg, la punta más occidental de Europa sin contar con las Azores. Esa plácida sensación de estar lo más
lejos de algo. Paseamos por acantilados de vértigo, con caída abrupta, y un viento potente y helador que da más intensidad si cabe a la experiencia. Nuestro piloto nos había recomendado no ir más allá de Patreksfjordur y pasar noche allí, pero nos hemos venido arriba, y cuando comprobamos que el bar Pirata no había comenzado aún su temporada de verano, decidimos seguir en busca de una piscina natural escondida por Talknafjordur, el siguiente pueblo. La planificación del día en el coche, entre mapas y guías de viaje resulta un tormento con estos nombres impronunciables, que para cuando pliegas un mapa y buscas la guía, ya no recuerdas ni una sola letra de tu destino en cuestión.

Acabamos encontrando la piscina natural de Pollunin a 4 km de este último pueblo, en un camino rural, en el que la única indicación es un letrero tirado en el suelo. Ésta va a ser la experiencia del día y me atrevería a decir del viaje. Estamos solos, en mitad de la nada, muertos de frío, delante de una poza cuadrada de dos metros de agua ardiendo, venida directamente del centro de la tierra, razonablemente limpia, pero con algunos resquicios de moho
y barro. Qué pereza, pero qué oportunidad más única también. Nuestro particular paraíso tiene una mini cabaña de madera que hace las veces de vestuario, un mini habitáculo para hombres y otro para mujeres, con prendas abandonadas que deben llevar allí más de una nevada. Las casetas nos cobijan del frío para despojarnos de nuestras múltiples capas. Y de ahí, subidón de adrenalina, y a la poza. El momento es tan perfecto que, espera, coge una cerveza del maletero, voy, y la foto, la cámara, que está dentro de la cabaña, voy, vuelvo, ¿dónde la apoyo para el automático? No, mejor desde ahí, que se ve el fiordo, corre, vuelve, uy llego a tiempo para el disparo, pero, espera, lo bueno es la cámara en modo ráfaga, uy no me acuerdo, te traigo la cámara y miramos, espera, si no, vídeo, era este botón, pero no, video con ráfaga no funciona! Impagable estar allí tumbados, disfrutando de ese momentazo, y Fernando tal y como vino al mundo, con una Nikkon en la mano y un par de chanclas, a 0 grados en frente de los fiordos islandeses, subiendo y bajando montículos entre barro en busca del plano perfecto. Luego descubriré
que realmente la salida es agradable y el cuerpo mantiene el calor interno a pesar del frío del exterior, cuando sale de una poza a una temperatura entre 40 y 50 grados. Realmente para entrar en ésta, hemos pasado antes por otra poza a temperatura de 37 grados, con una cómica e idéntica reacción en cada uno de nosotros. Con una exagerada mueca acompañada de un aaahhh de impresión inicial, que reposa en un aaaooohh de absoluto placer, nuestro cuerpo se habitúa sin remedio a la alta temperatura del agua. Hemos estado luego en otros baños termales en el país, pero no son comparables, este agua ardía realmente. Esta brutal sensación corporal nos da energía para seguir el camino y bordear unos cuantos fiordos más.

Nuestro destino para esa noche iba a ser Pingeyri, una población con playa y estación de esquí, estas cosas que sélo ocurren aquí. Llegamos por una carretera dura entre la montaña, el asfalto está más o menos limpio de nieve pero a los lados, prácticamente encima nuestro, tenemos una pared cortada de más de dos metros de nieve en algunos tramos. Sopla el viento fuerte, llueve y nieva a ratos. Mucho Kia Sorento, pero
el coche no agarra, y nos quedan más de 100 km de montaña. No será hasta acabar la peor de las carreteras cuando entenderemos cómo sacarle el mejor partido a nuestro todoterreno, básicamente asimiando la técnica compleja de "darle al botón 4x4". Mi consuelo en esta mini aventura es que la noche no se nos va a echar encima, que suele ser mi mayor fuente de estrés en estos casos. Luego nos enteraremos que nuestra carretera apenas se ha abierto al tráfico esta semana, después de estar intransitable todo el invierno.

Pero Pingery es un pueblo triste y sin vida, solo tiene un hotel desangelado, compensado con el Simbahollin, un café en una casa de colores alegres frente al mar, que está tarde solo alberga una fiesta familiar privada. Nuestro gozo en un pozo. Son ya las siete de la tarde, horas intempestivas para los estándares islandeses, pero nos tienta seguir nuestra ruta hasta Isafjordur, a 50 kilómetros. El paisaje en el camino nos transporta a cualquier carretera de Pirineos después de un día de montaña o esquí, si no fuera porque en este caso todas las carreteras desembocan en puertos pesqueros. Es esta curiosa mezcla la que impregna
de magia a este rincón del planeta.

Lonely Planet define Isafjordur ‎como un pueblo de ambiente cosmopolita, lo cierto es en que nuestra estupenda cena en The Husd nos mezclamos con unos lugareños de estilo muy nórdico, caras recias y coloradas de hombres seguramente curtidos por el mar, en mangas de camisa y pantalón corto, como mucho con algún jersey de lana abierto o calcetín gordo, desinhibiéndose a carcajada limpia entre litros de cerveza, y ellas más finas, con tacón y maquillaje, pero también tipas corpulentas y aparentemente extrovertidas, que agotan una noche más de sábado al refugio del clima intempestivo.

Acabamos durmiendo en el chalet de una señora que alquila las habitaciones de sus hijos seguramente estudiando en la ciudad o en otro país. Al principio reaccionamos con escepticismo a pagar casi cien euros la noche por dormir en una habitación de una casa llena de libros y reseñas personales, pero caemos en la cuenta de que es el precio mínimo para un pueblo perdido en el medio de la nada en un país en el que el alojamiento no es precisamente barato. Acabo cogiendo cariño a este lugar, en el que nos agasajan con un no
abundante pero cuidado desayuno, alrededor de una mesa de salón con amplios ventanales y vistas al fiordo, en compañía de dos americanas que han venido a un congreso a Reikiavik, y me siento como en casa. Me veo reflejada de mayor en esa señora que hace las veces de anfitriona, con su marido sentado en la mesa de la cocina frente a la pantalla de su ordenador, acogiendo en casa a turistas en habitaciones llenas de recuerdos de hijos que han volado ya, y pienso que no es una mala alternativa a envejecer, mejor que entre archivos, papeles y peleas de corral.

Día 4: De Isafjordur a Akureyri, buscando historias de pescadores vascos.

Nuestro siguiente destino es Holmavik, donde voy en busca de una placa conmemorativa, después de que hace un par de semanas saliera en la prensa española que acababa de abolirse la ley que ha permitido a los islandeses matar a vascos durante 400 años. Había leído que este mismo mes ha viajado una representación de autoridades euskaldunas para conmemorar el aniversario de la matanza de 31 pescadores vascos, en un pueblo al noreste de los fiordos. Me encanta tener este tipo de excusas para ir
por el mundo en busca de un lugar concreto.

Busco entre las noticias en prensa donde podría esconderse la placa, y parece estar en frente del museo de brujería de Holmavik, y me pregunto si es casualidad. Es fácil encontrarlo, y es que, como cada lugar, café, hotel que buscamos siempre en este país, los pueblos son tan pequeños que "el" lugar destacado en ellos nunca suele tener perdida.

Justo en frente de una pequeña cabaña de madera que alberga este museo frente al mar, encontramos con facilidad el grabado, escrito en inglés, islandés, castellano y euskera, conmemorando la matanza.‎ Inmortalizamos como no el momento de haber llegado hasta aquí, antes de entrar al restaurante anexo al propio museo a probar unos mejillones con apio, que parecen ser la especialidad de la casa. Se respira silencio en el local, apenas tres turistas navegando en sus teléfonos y Ipads, y quien parece ser la dueña, una señora inmóvil cerca de la caja, con pose de aquellas encargadas de alguna sección textil o de un centro de telefonía de antaño, que, sentada frente a sus empleadas y desde una mayor altura, controlaban su buen hacer. Un enorme mapa mundi, por
lo visto de Ikea, como lo es todo el mobiliario de hoteles y restaurantes del país, preside el local, y cobra vida a través de las chinchetas que han ido colocando los transeúntes allá donde está dibujado su lugar de origen. Hay decenas de chinchetas desperdigadas entre Europa y Estados Unidos, y una única chincheta en Euskadi en la zona de Guipúzcoa, así que dejo mi sello en la querida Bilbao que me ha visto nacer.

Una vez acabamos la degustación de mejillones, me enfundo mi forro polar, preparados ya para irnos, y ya cuando daba por concluida mi visita, Fernando me anima a preguntar a la señora Rottenmeier por algún dato más sobre la historia de nuestros antepasados en este lugar. No me inspira en exceso entablar una conversación con esta mujer, pero doy el paso y me dirijo a ella, solo sea por no desaprovechar el momento. De repente se apura y corre a la cocina en busca de alguien. Y es entonces cuando aparece Siggi, con gorro de cocinero, pelos revueltos, barba descuidada, tez colorada, delantal grasiento y curtido, y aliento seco e intenso de fumador. Tengo intriga por saber qué tiene que contarme, pero lo
cierto es que nada más verle acercarse, mi mente viaja inexorablemente a esos mejillones que nos acabamos de comer, preparados por este cocinero de aspecto no especialmente higiénico.

Pero el tipo tiene un halo misterioso y despierta todo mi interés. Habla bajito, y comienza a contarme historias del pasado, con más pasión interior que entusiasmo explícito. No tengo muy claro al inicio si se siente más obligado que animado a relatarme lo que le he preguntado, pero la conversación se va abriendo, y descubro una historia fascinante detrás de la placa que nos aguarda fuera y de esa ley abolida, contada por un hombre agudo, profundo, sarcástico y hasta el final misterioso.

En la zona había unos hornos en los que se fundía la grasa de las ballenas para hacer aceite. Los balleneros vascos que faenaban entonces por aquellas aguas, acabaron adquiriendo la mejor técnica en este proceso de fundición de la grasa. Realmente habían estado más de 20 años merodeando por estas tierras hasta que tres embarcaciones naufragaron en sus costas. Los vascos pronto se mezclaron con la población y comenzaron a comercializar e intercambiar productos con los locales, lo que sólo estaba permitido con los noruegos
en aquella época, como colonia noruega que era Islandia hasta su independencia hace poco más de 150 años. Este intercambio de víveres entre islandeses y vascos era una actividad conocida y tapada por el sheriff de la zona durante mucho tiempo, así que en un momento en que algún enemigo del pueblo empezó a sacar a la luz que éste efectivamente lo conocía y lo permitía, el rey de entonces le cubrió para que el sheriff no quedará en evidencia. Para dejar patente su ahora repulsa a esta actividad, el rey permitió al sheriff sacar un manifiesto, que no ley, que permitía o casi ordenaba a cualquier islandés asesinar a todo vasco que encontrara. Así y durante varios días cayeron abatidos 31 de ellos, el resto logró escapar robando un barco inglés y volvió hacia el sur de Europa.

Todo esto lo conoce Siggi con todo lujo de detalles porque realmente es un especialista del siglo XVII y de aquellos tiempos de brujería que le motivaron hace quince años a montar este museo, que él relaciona constantemente con la historia desconocida de la clase pobre y discreta que no aparece en los libros de historia islandesa, centrada en sagas
y grandes familias pudientes, cuando realmente en cuatro siglos Islandia ha perdido en cuatro ocasiones dice a un tercio de su población por penurias varias.

"Quería hacer algún tipo de homenaje al cumplirse 400 años. Y se me ocurrió pedir al sheriff actual que sacara un nuevo manifiesto que revocara de forma simbólica aquel de 1615. Obviamente aquello no era más que un manifiesto que quedó en el olvido, porque en Islandia hay leyes que prohíben matar" - recalca con sorna. Y Javi, que se ha unido hace un rato a la conversación, concluye con acierto, que aunque la fecha real de aniversario es en septiembre de este año, Seggi ha decidido darle bombo a este tema en preparación de la temporada de verano. Tampoco es un lugar en el que se agolpen hordas de turistas a la puerta, pero seguro que le ayuda a atraer más de una visita a su museo/restaurante. Así que nuestro cocinero de mejillones con apio es realmente el precursor de una historia de manifiestos corruptos contra vascos, enmascarados en ley ficticia revocada, en un lugar perdido de los fiordos islandeses.

La carretera que continúa hacia el este, todavía entre fiordos, no tiene
ya el paisaje dramático que dejamos atrás. Nos acompañan kilómetros y horas en el coche en las que suplimos la falta de un buen repertorio musical con versiones propias a capela y desafinadas con gusto de clásicos de nuestra época. De nuevo toca liberar adrenalina, esta vez por la garganta, creo que para cuando demos la vuelta a la isla me voy a sentir como nueva. Otra parada en el arcén, frente al mar, para un picnic, unos pepinillos, y más bailes. Hace un frío que se las trae, y siempre imagino mis momentos de placer más bien con calor caribeño y bikini, pero estos momentazos de viento helador no tienen nada que envidiar a una buena siesta en una playa desierta.

No tenemos claro cuál será nuestro destino esta noche, así que decidimos hacer una parada de reflexión en Hvammstangi. Buscamos el Hladan Kaffihus, otro salón de té con encanto entre secadoras de pescado, que nos acoge con una de sopa y otra de wifi. Descartamos ir a la isla de Gtimsey al norte, el único punto del país dentro del círculo polar ártico, ya que la ubicación parece ser el único interés de esta isla de 90
habitantes, con una proporción de 1000 aves por cada persona que lo habita.

Seguimos carretera a Akureyri, la segunda ciudad después de Reikiavik, con tanta ansia de llegar, que nos aporta experiencias colaterales, como la de descubrir que la velocidad máxima en Islandia son 90 kilómetros hora, que la policía tiene radares que captan tu velocidad muy a lo lejos cuando vienes de frente. Que para que el agente no tenga que hacer las gestiones fuera de tu coche agolpado a tu ventanilla a pleno viento del ártico, el protocolo te lleva directamente dentro del coche policial, en el que te recibe un moderno TPV para agilizar el pago con tarjeta de un mogollón de coronas, 300 euros al cambio. Lección aprendida, para eso son las multas.

Nuestros 90 kilómetros hora nos acompañan el resto del camino hasta Akureyri, donde hemos localizado el Skjaldarvik, un hotel a 5 km a las afueras de la ciudad, una vez más en frente de un fiordo, con aire de balneario, ‎con baños compartidos pero cuidado hasta el mínimo detalle, a 65 euros la habitación, excelente relación calidad precio para lo que hemos ido encontrando en el país. Un exquisito desayuno en
el que probamos el Iceland skyr, un yogur de queso, y la mejor mermelada de limón del mundo, ponen la guinda a este rincón, en el que todo su amabilísimo personal ‎es voluntario y viene a través de la web workaway de distintos lugares del planeta, a vivir una experiencia a cambio de una cama, buena comida y tiempo libre.

Día 5: Por el nordeste, hasta el Lago Myvatn.

En el nordeste se concentran muchos de los lugares de visita obligada en Islandia. Hoy Javi y Luz nos han preparado un programa apretado para el día, - la verdad es que cada mañana nos montan programas más que apretados-, y yo he descansado mal por la noche, así que caigo dormida cada vez que me monto en el coche hasta el siguiente destino, al más puro efecto mosca tse tse. Me despierto como los niños cada vez que el motor enmudece, para encontrarme ante espectáculos de belleza natural diversos de nombres impronunciables. Siesta, catarata, siesta, iglesia, más siesta, cráter, run run de cambio de planes, cambio de ruta, ya no vamos hacia el norte, de nuevo siesta, seudocrater, otra siesta, y ahora toca un bosque de troles. ¿Cómo?
¿dónde estamos? ¿cómo se llama esto? ¿qué hay que hacer? Vale, vamos. No sé cómo hemos llegado a cada uno de estos lugares, pero intento aprovechar cada excursión, entre sopor y sopor, con toda mi lucidez. Gracias compis de viaje por llevarme y mecerme cuando mi cansancio o mi modo relax vencen a mi tentación de querer tenerlo todo controlado.

Recapitulando el día y con la ayuda de la guía y el mapa, he deducido que de Akureyri nos dirigimos a la zona del lago Myvatn, parando en las cataratas ‎Godfoss, dos caídas de agua más anchas que altas. No caerían más de 6 metros, pero derrochan una fuerza brutal que no habíamos visto hasta ahora entre el sinfín de cataratas que nos han ido abriendo paso por el camino. De ahí nos dirigimos a Husavik, el mejor sitio para salir a la mar y avistar ballenas minke y jorobadas. Entramos en su iglesia, colorida y luminosa por dentro, y aprovechando que no hay nadie, nos animamos a enredar con el piano que descansa en una esquina. Mis manos ya están torpes, y nunca realmente fueron muy hábiles al piano, pero Luz nos deleita con un Ave Maria y
otros acordes al piano, allí solos los cuatro, esparcidos por los bancos de esa pequeña kirkja. Momentito de los que no aparecen en ninguna guía de viaje.

Nuestro objetivo es atravesar el parque de Jokulsargljufur hacia el sur hasta Myvatn, pero en el desértico centro de información turística del parque nos advierten que este paso está todavía cerrado por el invierno, lo que nos obliga a retroceder nuestros pasos para llegar a Myvatn por Husavik. Esto cambiará nuestros planes para recorrer el último ‎tramo de costa nordeste, que nos supondría ya demasiada vuelta. Y nos quedan todavía muchas piedras por tocar en el camino.

Antes de continuar, exploramos el cráter de Asbyrgi, en forma de herradura, cuya leyenda cuenta que se formó con la pisada del caballo del Dios Oddin. Se pueden recorrer desde la cresta sus tres kilómetros hasta la base o bien hacer el recorrido por abajo hasta prácticamente el final, que lleva a un pequeño parking desde el que salen varios senderos que conducen hasta un lago helado. En el camino nos topamos sorprendemente con algunos pinos verdes, que han crecido protegidos del viento por las paredes del cráter. Los árboles no son la especialidad
de este país, donde se dice que para no perderse en un bosque, "basta con ponerse de pie". El sol nos regala cuatro rayos que se aprecian especialmente en un día nuevamente helador. Una vez más, estamos solos delante de este bellezón de paisaje que coquetea en silencio con sus invitados.

Nos dirigimos ya a la zona del lago Mytvan, entre volcanes, seudocrateres y geiseres‎, que harían las delicias de cualquier geólogo. Recorremos el bosque de lava de Dimmuborgir, donde dicen que viven trece troles, que merodean por las casas islandesas allá por Navidad. Nos queda un ápice de energía para subir al volcán Hefvel, antes de llegar a los baños naturales de Myvatn que, a diferencia de nuestra pocita secreta en mitad de los fiordos del oeste, en este caso se han convertido en unas instalaciones turísticas con dos piscinas estilo "infinity" sobre piedra volcánica. Es la hora casi de dormir para todos los europeos, y el lugar recibe a esta hora solo a unos pocos turistas que han dejado este plan para después de cenar. Nosotros no sólo no hemos cenado, sino que no sabemos todavía dónde vamos a dormir esta noche. Tiramos de wifi del lugar
una vez más y hacemos una reserva en una granja cercana allí mismo, entre llamadas de skype con los que tenemos lejos.

Con la pernocta ya planificada, decidimos relajarnos en la piscina, como alternativa ‎a la laguna azul que encontraremos más al sur, que intuimos más turística aún. Entramos en calor rodeados de un paisaje sobrecogedor de piedra volcánica, y disfrutamos de un buen ratito de relax, de los que no nos han sobrado precisamente en estos días.

Intentamos cenar en Reikiahlid‎, pero son casi las nueve y nos dicen que ya no son horas, que todo estará cerrado. Después de un par de intentos en Grimli y en la Vaquería, un restaurante en un establo de vacas, acabamos llegando por los pelos a Daddis Pizza donde tres rubias sonrientes están cerrando ya caja. Mendigamos cualquier sobra caliente que les haya quedado en la cocina, y se ofrecen a prepararnos, eso sí para llevar, su especialidad hecha de trucha ahumada, nueces y queso fresco. Y ahí que nos vemos, con dos cajas de pizza bajo la lluvia y unas cervezas sacadas del maletero, entre volcanes y montañas nevadas al borde de la carretera a temperatura exterior de frigorífico.
Y como no hemos pasado horas suficientes en el coche en el día de hoy, acabamos irremediablemente buscando la mejor postura dentro de nuestro Kia para satisfacer nuestros estómagos porción a porción. No era lo que visualizábamos para la cena de hoy después de un largo día sin haber apenas comido, pero hacemos oda a la flexibilidad y a sacar lo mejor de lo que no tiene remedio. Risas.

Entre la niebla, conseguimos llegar a Stong‎, una granja convertida en alojamiento con tintes turísticos, como todo lo que encontramos en esta zona. Una minúscula cabaña de madera en mitad de la nada, con barbacoa en la puerta para los más osados, nos dará el espacio de reposo que necesitamos para la noche. Nos damos con un canto en los dientes, ya que había apuestas de acabar esta noche reclinando los asientos del coche.

Día 6: De Myvatn a Hofn, con un pequeño tiento a la costa este.

Salimos pronto por la mañana en busca de un buen desayuno, pero sólo nos encontramos opciones empaquetadas en forma de desayunos completos para turistas, que no nos convencen, ‎así que acabamos en la tienda de la gasolinera, compartiendo un pastel
de manzana por fin no demasiado dulce, y un café, en una pequeña mesa entre lubricantes y otros amigos del motor. Todavía no lo sabemos, pero los desayunos en gasolineras acabarán convirtiéndose en un clásico.

Paramos en Hverir a caminar entre geiseres, en los que el magma torna la tierra de mil tonos naranjas y la hierve con furia. Intento asimilar el proceso que hay detrás, con una clase de "geología para dummies" impartida in situ por Javi, nuestro "petit larousse" particular. Sí retengo que antaño en Islandia se utilizaba el azufre para hacer pólvora. Lo demás siempre estará disponible en google, excusas de mi "incontinencia mental", como lo llama Luz con acierto. Coriander.

Paramos en una estación geotérmica al final de una carretera, en la que por fin sale el sol de lleno. Paramos cerca de una ducha de agua caliente volcánica, que alguna mente creativa ha decidido acompañar con un inodoro de color verde pistacho, que contrasta con el paisaje blanco, recreando una escena bucólica, en mitad de la nada. ‎Se nos va un poco la pinza en una sesión de fotos más que cachonda. Más risas.

De ahí nos dirigimos a Dettifoss y ‎Selfoss,
dos cataratas que representan una de las visitas referentes del país y por tanto destino de autobuses de turistas, donde nos cruzamos hasta con un grupo de ancianos, que con buen criterio, acaban dándose la vuelta sin llegar a las cataratas a través de un camino de nieve. Dettifoss es especialmente impresionante, no sólo por la fuerza en la caída del agua, sino por las formas de la nieve a su alrededor, mezclada con lava. Un arcoiris, más íntegro en colores que en forma, asoma fugazmente en nuestra despedida.

Seguimos la carretera hasta Sidisfjordor, un pueblo pesquero diminuto encerrado entre altas montañas, que ha sufrido más de una avalancha a lo largo de su historia. Aquí llegan ferris inmensos desde Europa, ‎como el que descansa hoy en puerto procedente de Dinamarca. Paramos a tomar un tentempié en el Skaftfell‎, una mezcla de bar y sala de exposiciones, que sirve por 1000 coronas en el plato del día un cordero con especias con el que nos chupamos los dedos. De paseo por el pueblo, entramos en la iglesia. Un tipo se preparar para tocar la batería delante del altar, ensayando para un concierto que ofrecerán por la tarde a familias
del pueblo. Me encanta la transgresión de ver una batería en un altar. De nuevo una iglesia luminosa, de colores claros, con bancos acolchados y calefacción a los pies, que hará de las reuniones de feligreses una experiencia acogedora.

Nos interesamos en el pueblo por los frailecillos, unos pájaros que se encuentran en esta zona y comienzan a verse en estos meses de mayo, pero nos refieren a otros dos puntos de la isla, uno en los fiordos occidentales y otro en la isla de Heimaey. Pero no será en ninguno de estos dos sitios donde los avistaremos.

Nos toca ahora carretera hasta Hofn, que por lo visto se pronuncia como la inspiración de un ataque de hipo. Como ya sabemos decir fjordur - fiordo, foss - catarata y vik - bahía, terminaciones que acompañan a la mayoría de nuestros destinos, nos empezamos a creer que el islandés no es tan complicado, hasta que oímos, claro, a algún local hablar en un idioma de tono brusco y palabras irreproducibles.

Llegamos una vez más pelados para la hora de la cena y encontrar un hostal. Hemos ido entendiendo que la hora de cierre de cocinas nos limita más
que los check in de hotel, ‎así que hacemos carrera por el pueblo a las nueve menos diez, hora fatídica, en busca de un sitio en el que degustar la langosta local, que realmente será nuestro equivalente de cigala. Poco donde elegir, todo el ambiente está concentrado en el Humarhofnin, que será una buena elección.

Con wifi entre pata y pata de crustáceo y un vino blanco que elegimos como compensación a dormir en un sitio económico, cerramos una reserva de cuatro literas en el Hostel International del pueblo. Llegamos ya tarde y como están completos, nos dirigen a un guesthouse, un alojamiento con aires de casa particular, y más prestaciones de las que esperábamos y nos ofrecen, por el mismo precio, una habitación para cada uno, hasta con sábanas y toallas. Parece baladí, pero hoy hubiera tocado tirar de sábana saco en las literas.

Desde el pasillo oigo a Fernando en la puerta de entrada de la casa: "A ti te ha entrevistado José Ramón de la Morena esta semana en el Larguero! Me acuerdo de tu voz! Y de tu historia! No tuviste suerte en un equipo de fútbol español y te viniste a jugar a
un país por el norte, donde hacía mucho frio, y compartías habitación con otro compañero español!". Y ahí aparece su amigo subsahariano "de Barcelona", con quien comparte vida en esta casa que nos aloja por esta noche. Nuestro casero islandés no entiende nada: "Pero ¿os conocéis? Es que es famoso en España", me invento o por lo menos exagero. "Ah famous??" Con cara de, llevas un mes viviendo en mi casa y te lo tenías calladito? Micha es un murciano de 22 años, con gesto tímido pero con personalidad y una sonrisa pilla, de esas en las que se puede leer que piensa y sabe más de lo que comparte. Tuvo un inicio de historia de semifracaso en España y ha decidido no llorar sus penas en el sofá, y emprender rumbo a un mejor futuro, donde no importa el frío ni la distancia. "Aquí se gana bien, no es para toda la vida, pero esperamos que algún día alguien más se interese por nosotros". Ole tus narices Micha.

Día 7: Del glaciar Vatnajokull hasta Vik.

Miércoles es día de glaciares y también de lluvia, mucha lluvia, incansable lluvia. Bordeamos la costa sureste pasando por el inmenso Vatnajokull,
el glaciar más grande de Europa, a su paso por Jokulsarlon‎, con unos impresionantes bloques de hielo flotando cerca de nosotros que contemplamos empapados bajo el agua y el viento. Tendremos más adelante unos minutos de tregua para ver más glaciar desde Svinafellsjokull, donde varios carteles alertan de los peligros de explorarlo, y en el que varios turistas han perdido la vida.

Desde el centro de visitantes Skaftafell, ‎recorremos un sendero fácil de una hora, que lleva a la Bluff Svartifoss, la catarata negra. La lluvia tendrá por fin un momento de compasión con nosotros, para que podamos estirar las piernas y respirar aire fresco. Ya de vuelta a nuestro coche, en el camino por la costa, hacemos ‎varias paradas con escaso interés como han sido Dverghamar, el acantilado del enano, ‎ las formaciones de basalto de Kirkjugolf que nos recuerda más bien a una exposición de baldosas de cocina, y Systrafoss, la enésima catarata, esta vez doble‎. Nos quedamos especialmente chafados de no poder llegar a las montañas de colores, la maravilla islandesa por excelencia, ya que el paso hacia Landmannalaugar está cerrado y no hay manera de llegar. En otro viaje, o en otra vida.

Alcanzamos
Vik para una cena por fin tempranera en el centro cultural Halldorskaffi, donde templamos nuestros adentros con una exquisita sopa de coliflor. Nos rebelamos contra el bacalao que ha formado parte de nuestra dieta diaria, y reconfortamos el paladar con una tarta de merengue casera. Aunque es pronto para nuestros estándares, el único restaurante del pueblo está a rebosar y refleja el bullicio que hay esta noche en el pueblo, en el que no es fácil encontrar alojamiento. Finalmente daremos con un guesthouse, que como su propio nombre indica para el chiste fácil, esta "Arsalir" del pueblo y que un par de inspirados han bautizado con acierto en TripAdvisor como "la casa de los horrores". Nos recibe una señora seca, monosilábica, con alergia a la limpieza y un humor difícil de pillar.

Decido quedarme a descansar, y como aquí no cae el sol más que detrás de las nubes, mis compis de viaje se marchan de excursión vespertina por los alrededores de Vik. Cuando estoy a punto de cerrar los párpados, aparece Javi de nuevo emocionado en la puerta de la habitación: "Leyre, corre, vístete, hay un coro de North Dakota dando un concierto en la iglesia!'. Pero si
estoy aquí tan a gustito. ¿Me lo pierdo? ¿me desperezo? Venga, va.

En el alto del pueblo está la iglesia donde los teinta integrantes del coro apenas caben en el altar. Cuatro voces en perfecta armonía, chavales jóvenes ‎con cara de absoluta vocación hacia la música, que comparten su magnífico recital en panfletos de Iceland & Ireland Tour 2015 y que agradecen que llenemos la minúscula iglesia de ese pueblo remoto.

Ya desperezada, me animo a seguir la excursión nocturna hasta el alto de Vik donde por lo visto de nueve a once de la noche se concentran colonias de frailecillos en este época del año. Y efectivamente allí nos encontramos con decenas de estas aves blancas y negras, con pico naranja y aire de pingüino en potencia. Desde allí vemos también Dyrholey, con sus rocas en forma de arco,‎ y paseamos por las montañas verdes que mueren en acantilados al viento y saludan a los arenales negros de la playa.

De camino a la playa, nos encontramos lo que parece ser la grabación de una película entre las rocas, con un despliegue de más de 50 personas. Me acerco con disimulo para encontrarme una escena ‎a
camino entre el señor de los anillos y gladiadores. Un tipo rubio, jovencito se acerca: "Qué quieres?" y yo, haciéndome la tonta: "Pasaba por aquí, ¿qué grabáis? Un anuncio. ¿Local? No. ¿Para dónde? - yo estirando. Para Europa. ¿Qué país? - a cabezona no me ganan. No te lo puedo decir. Y no fotos please. Vaya". En ese momento se acerca a mí un apuesto galán con gabardina y cuellos subidos, para preguntarme con acento francés: are you from Iceland? Como diseñador del vestuario, y despreocupado de tintes de secretismo, él forma parte del equipo de producción, en su mayoría francés, para el rodaje de un anuncio del nuevo descodificador de Canal Plus. Llevan varios días grabando entre glaciares, playas negras y bosques de troles. Ya me voy tranquila, con mi mochila de información y un momentito de glamour.

Cómo guinda del día, ya a las once y media de la noche todavía con luz, paseamos entre columnas de basalto por la playa de Reynisdrangur, perplejos ante la escena de una adolescente rubia haciéndose una sesión de fotos en bikini a la orilla del mar, con quien parece ser su amiga. La finalidad de las fotos tiene realmente más
pinta de catálogo de Facebook que de reportaje profesional. A su fotógrafa en vaqueros le ha pillado la última ola, estarán las dos caladas hasta los huesos, y hace un frio y viento indescriptibles, pero la pasión de los quince años por la vida hace estragos.

Día 8: Costa sur y ruta del Golden Circle.

Ya es jueves. Hoy seguimos el "anillo"‎ en dirección ya a Reikiavik. Paramos en Solheimajokull, un glaciar por el que por fin se puede caminar. Tenemos la suerte de llegar antes de que lo hagan un par de excursiones organizadas, así que lo disfrutamos solos, sorteando las grietas. No vamos equipados, así que no nos adentramos demasiado. La prudencia que dan los años. Negra ceniza de volcán y blanco hielo, que allá donde se derrite regala mil tonos grisáceos al paisaje.

Hacemos una parada para ver las cataratas Skogarfoss‎ desde la base, donde Javi se da una improvisada ducha sobre el agua que cae haciendo mil formas en el aire. Pasamos cerca del Eyjafjallajokull, el volcán que tuvo en vilo a toda Europa en 2010, pero ni se ve desde la carretera ni se puede acercar a él. Sigue soplando el viento
entre lluvia, granizo y medio rayo de sol, todo a la vez en el mismo minuto. Intentamos desbloquearnos de planes imposibles, como el de llegar hasta Porsmork con nuestro coche, y decidimos pararnos a pensar en posibles alternativas, con una sopa de espárragos en Gamla Fjosio.

Tenía mayores expectativas sobre la ruta del Golden Circle, quizás porque venimos de áreas muy remotas, que le dan ese puntito de magia de sentirte solo en mitad de la naturaleza, entre algún lugareño perdido, en un país con una densidad de población muy baja. Llegamos a lo que llaman el Parlamento, donde también se juntan bajo la superficie las placas tectónicas de Eurasia y América. El lugar recuerda allá por el siglo XIII cuando allí se ubicaba el parlamento de Islandia, y donde se describe la pena de muerte de aquella época, en la que sobre todo mujeres morían condenadas, sumergidas en las gélidas aguas del río por el que pasamos.

Paramos en Geyser, el lugar que da nombre a todos los geiseres del mundo. Por lo visto, uno de ellos ya no está activo después de que algunos turistas ingeniosos tiraran piedras en su interior y acabaran bloqueándolo. Pero queda
todavía, para gozo de los visitantes, otro géiser que, cada diez o quince minutos, escupe un imponente chorro de agua. Gulfoss es también una catarata imponente, sobre la que asoma de nuevo un arco iris, entre cámaras de turistas agolpados, que entran en calor en la tienda de souvenirs del parking. Lo que más recuerdo de este tramo son dos tipos en bicicleta peleándose cuesta arriba contra la lluvia y el viento, equipados con aspecto de estar recorriendo la isla a dos ruedas e infinito esfuerzo, cuando nosotros tenemos apenas fuerzas para permanecer más de una hora fuera del coche.

Decidimos intentar ir a contracorriente y visitar la isla de Vestmannaeyjar de noche, cuando han regresado los barcos de quienes han ido a pasar el día. Es sólo una excursión de 30 minutos y el último barco sale a las diez de la noche. De camino al puerto y con la luz del atardecer, atravesamos una planicie infinita a través de fincas con cientos de caballos corriendo melena al viento.

El puerto de Landeyjahofn es un lugar desangelado, con un parking y una pequeña garita de venta de billetes, cerrada ya a estas horas, con un letrero que
anuncia que el barco de las diez de la noche del día 21 de mayo (21 escrito a rotulador sobre un 20 original - no era el primer día que ese ferry quedaba en tierra) estaba cancelado. Viendo el mar furioso y el viento que sopla, incansable, pensamos que no nos importa quedarnos en tierra. Y como hoy ya hemos calentado nuestros estómagos con aquella sopa del mediodía, decidimos que nos apañamos, y hacemos estragos con la compra del Bonus que nos acompaña en el maletero. Son las ventajas de viajar por un país helador, la comida se conserva bien días y días, y la cerveza se mantiene fría. Picnic con vistas, y carretera y manta en busca de alojamiento. No es obvio encontrar algo ya a las 10 de la noche, hacemos algún intento por fincas cercanas, pero ya todo Islandia duerme. Llamamos al hostal de Skogarfoss, a 30 kilómetros y nos aseguran que tiene cuatro camas libres. No es hora de poner pegas, pero siempre pienso que el viajar con un tinte de aventura te permite pagar con gusto un poco más cuando encuentras un sitio especial, o saber dormir en un cutre sitio funcional por un buen
precio, pero me hierve la sangre tener que pagar más de la media por un sitio cutre y mal cuidado, como es el caso de nuestro albergue. Tachado de la lista.

Día 9: Zorsmork y por fin el sol y montaña a pie.

Por la mañana nos sirve el desayuno una chica de Reus que parece enfadada con el mundo, y es que el clima ha forjado un carácter recio en los islandeses y en quien tiene que pasar aquí los inviernos, sin ver literalmente el sol ni la luz durante meses, y con nieve hasta las cejas. "A mí no es difícil que me llegue la nieve hasta las cejas‎, con lo bajita que soy" espeta al otro lado de la barra mi compatriota, con un tono dulce que contrasta con su discurso taxativo. "¿Pero cómo llegaste aquí? Pues en avión. ¿Invierno durillo no?" le pregunto ya con prudencia, para no llevarme otra fresca. "No, durillo no", con tono de zanjar la conversación. "Invierno MUY duro, - matiza. Mis amigos no me preguntan qué tal estoy, solo me preguntan que DONDE estoy". Como me dice ella con acierto, buscando trabajo, buscando, buscando, se encuentra.

Hoy ha
salido el sol. Pero no ese que asoma tres segundos entre las nubes entre el viento justo antes del granizo‎, no, hoy ha salido el sol de verdad. No hay apenas viento y debe hacer por lo menos diez grados, el cielo está azul y nos llama para hacer un buen pateo, de esos que llevamos días ansiando desde el asiento del coche. Queremos acercarnos a Zorsmork, a donde nos desaconsejan llegar con nuestro coche, sobre todo por los ríos que hay que vadear. Hay un autobús diario que sale de Reikiavik y para en las Seljalandfoss, pero llegamos a éstas todavía con mucho tiempo, así que nos rebelamos ante una opción de transporte público especialmente caro y nos animamos a buscar un poco de aventura y tirar de camino con nuestro Kia, hasta que el río nos separe. Ya en el camino de piedra y a lo largo de más de una hora, los tres primeros pasos de río son abordables, pero decidimos ser cautos y no nos atrevemos con más.

‎Dejamos el coche en mitad de la nada, en una explanada inmensa de kilómetros y kilómetros de llanura rodeados de montaña en su mayoría nevada. En ese
momento pasa una pick up escoltando un camión, a quienes habíamos adelantado unos kilómetros atrás, con un tráiler enganchado con cajas, vigas y todo lo necesario para montar un evento de tres horas para una compañía privada en mitad de la nada. EMEA Regional Convention Iceland 2015 rezan algunos carteles. Horas y horas de transporte montaña a través de camiones remolcando quads y amazonas guiando a decenas de caballos sueltos, para satisfacer los caprichos de algún organizador de eventos.

Le pedimos a los tres hombretones de la pick up, seguramente los montadores, si nos hacen un hueco entre sus materiales‎. No se ven con mucha opción de decir que no, allí solos ellos y nosotros, en mitad de la nada, con nuestra cara forzada de corderitos degollados. Asi que sobre la pick up y a modo descapotable campero, recorremos los últimos 7 kilómetros hasta la base de Basar en Zorsmork, entre ríos.

Aquí conocemos a David Freitag, solo en mitad del mundo con su tienda de campaña y su tez castigada por el viento de la montaña. Está completando una travesía de treinta días a pie de sur a norte del país, entre montañas, con una mochila de
48 kilos con la que camina doce horas al día en condiciones duras. Además de todo el material para dormir en mitad de la nieve, lleva un litro y medio de gas y comida para toda su aventura, con tres criterios, nos cuenta: "que pese poco, que me aporte calorías, y se cocine rápido". David habla con naturalidad de su hazaña y le quita todo el mérito. "Lo más difícil ha sido convencer a mis padres". ¿Y qué te ha motivado a hacer esto? Bueno, realmente me quiero preparar para en un futuro atravesar Groenlandia". Bicheando por la noche en internet, descubro que David es un diseñador industrial suizo que ha ganado un premio por un diseño de cierre para mochila de montaña, y que tiene muchos kilómetros de montaña suiza a sus espaldas.

Nos despedimos de David con angustia de madre, esperando que le vaya bien y regrese sano a casa. ‎Nos acercamos de ahí a la base de Langidalur desde la que subimos a una cima con infinitas vistas. Parece que nos sabe a poco, pero decidimos ir regresando en dirección a nuestro coche, y menos mal, porque finalmente será un día entero de pateo bajo el
sol, muchos kilómetros, algún ratito de angustia por haber perdido a Javi de vista durante una hora, y muchos ríos a atravesar descalzos, con el pantalón recogido, y el agua helada. Helada. Y las piedras punzantes. Dolor. Y risas, siempre risas.

Día 10: Reikiavik y fin del camino

Llegamos ya de noche a Reikiavik para disfrutar de nuestro último día en Islandia. La capital es recogida y manejable a pie, con aire de pueblo nórdico, casas señoriales en su forma más que en sus materiales, - la mayoría tienes fachadas de un dudoso contrachapado-, y un puerto en el que se mezclan barcos pesqueros y turísticos. Visitamos una exposición de fotografía, en la que expone entre otras, una artista conquense‎, y entramos a la iglesia, de cemento y sin decoración, desde cuya torre se supone que se avista toda la ciudad. Creo que no había visitado tantas iglesias en tan poco tiempo desde que me preparé para mi primera comunión. Lo más memorable del día es, además del callejeo, las brochetas de pescado en el Saefreifinn, the Sean Barón, un local emblemático del puerto, en el que nos encontramos con un malagueño y un gallego preparando unos días
de pesca de bacalao en los fiordos del oeste, acompañados de un guía de viajes Barceló con egocéntrica incontinencia verbal.

De regreso ya al aeropuerto, nos despedimos de la isla recorriendo parte de la aislada península de Reykianes, con acantilados abruptos, lagos verdes y pozas de lava que ya nos sonríen con aire familiar. Llevábamos un día fuera de nuestro coche, y parecía que lo echábamos de menos.

Todavía con el viento en los oídos y el frio en el cuerpo, que sólo templa el saberse en un lugar tan remoto entre glaciares, volcanes, fiordos, y 3500 kilómetros recorridos en carreteras en su mayoría solitarias, cierro ya la última página de esta historia, pensando en las varias personas que nos hemos cruzado por el camino en lugares remotos, y que seguirán a esta hora con sus pesadas mochilas entre la nieve, o con bicicletas al viento, completando hazañas, poniendo a prueba su resistencia y superándose a sí mismos.

Y ya tirados en un descampado del aeropuerto de Gatwick en el que hemos hecho escala, después de digerir con un picnic improvisado el pequeño disgusto de no haber podido coger un vuelo anterior para pasar la tarde con
los nuestros, ‎hemos empezado a soñar con el siguiente destino. Suenan campañas de Etiopía. Pero esa será otra historia.


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