Verde y remota Sri Lanka


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Asia » Sri Lanka » Northern Province
April 26th 2016
Published: May 4th 2016
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Día 0: Despedida siempre vertiginosa.

Siempre es más fácil despedirse en viernes, entre la rutina de un día cualquiera, -acaba esa leche-, -quiero una pajita, del color que tu elijas mami-, -llevas el uniforme al revés hija-. Y con la emoción de llegar a clase y reencontrarse con las estrellas y lunas amigas, nuestras peques no parecen ser muy conscientes de que no vamos a vernos en diez días, y eso que llevamos toda la semana haciendo un plan de esos quita-culpas mientras mami y papi están en Sri Lanka.

-Algún día vendréis con nosotros de viaje a sitios remotos chicas.

-Yo no quiero, que la comida pica - repiten una y otra vez, atrapadas en las historias que les cuenta nuestra pequeña realidad filipina en casa.

-¿De verdad que hay indios en Sri Lanka? - preguntaba Julia esta vez, haciendo la conexión con su proyecto de indios del cole, de los de plumas y tipis, eso sí. ‎Querría precipitarse a un - ¡quiero ir con vosotros!- pero le puede su instinto prudente y conservador:

-Pues cuando hayáis ido y sepáis donde es, ¿podíamos ir con vosotros otro día?

-Otro día quizás, por qué no - el arte de la posibilidad siempre reemplaza un "no" en casa, apacigua las frustraciones del presente y sobre todo, abre camino.

Ya desde la puerta de la clase, reclamo un último abrazo que reciben con gesto de -ay mami, cómo te pones, que tampoco es para tanto-. Y en el fondo me voy tranquila, reflexionando, tras la retahíla de teléfonos de contacto que he dejado previendo mil y una casuísticas, que si pasara cualquier cosa, de esas que también te pueden pasar a la puerta de tu casa, nuestras hijas tienen a su alrededor una magnífica comunidad de familiares y amigos, que estoy segura nos ayudarían a sacar adelante lo que a estas alturas de la vida nos da sentido al resto de cosas que hacemos.

Después de una mañana acelerada en la oficina, me centro en lo prioritario y me perdono por no dejar cerrados los mil y un flecos obstinados en la perfección, para dar carpetazo rumbo a Barajas. Volamos a mediodía ‎vía Dubái, para llegar a Colombo a las 8:30 de la mañana del sábado, tres horas y media por delante de Madrid y un total de 24 horas de trasiego en el cuerpo.

Día 1: De Negombo a Mannar. Improvisando en el camino.

El aeropuerto de Negombo emana tranquilidad, entre el tránsito de turistas occidentales que se dirigen seguramente a los resorts del sur oeste de la isla, y algunos locales que nos ofrecen tímidamente transporte. Sabemos que queremos ir hacia el norte, la zona menos o nada explotada, con la península de Mannar como primer destino‎, y dudamos entre contratar a alguna persona que nos lleve hasta este punto, o alquilar nuestro propio transporte para toda la estancia.

Alberto tiene ganas de conducir, hemos tenido todo tipo de recomendaciones sobre si dejarnos llevar o no, desanimados por el caótico tráfico, pero una vez en tierra cingalesa, todo parece más fácil y nos animamos a alquilar nuestra furgoneta, a las afueras de Negombo, en un negocio local y destartalado donde vemos cómo acaban de sacar brillo por fuera al vehículo, jabón y fregona en mano.

Vamos dejando atrás el bullicio de la ciudad, donde la conducción requiere de una especial pericia, entre autobuses, tuc-tucs, motos‎, bicicletas y peatones que se cruzan no sin cierta habilidad, y como dice Lidia con respeto al espacio del otro e intención de convivencia. El primer tramo de carretera no sólo no tiene especial interés, sino que cuando nos acercamos al mar, nos llega un hedor especialmente fuerte que nos sugiere pasar de largo. Nos impregnamos de sabor autóctono en un pequeño negocio de comida vegetariana con un homenaje de arroz con curry, pedido no picante y servido picante, como no.

Y nos adentramos en la realidad de esas pequeñas cosas que nos incomodan en el mundo occidental, mesas pegajosas de suciedad, baños de plato turco sin papel higiénico, y degustación de comida con la mano, la derecha siempre, mientras aprendemos de las mesas que nos rodean como conseguir agarrar el arroz con las manos. Se trata de amasar una bola con los dedos, recoger la porción con tres de ellos en semicírculo y deslizar el dedo pulgar por debajo de la masa de arroz a modo de cuchara. Lecciones de supervivencia de Alberto que siempre funcionan.

Entramos en el parque de Wilpattu que acorta el trayecto en distancia hacia el norte, aunque realmente lo alargará hasta el anochecer. Tardaremos cuatro horas en recorrer los 40 km del parque, sorteando baches, pavos reales, monos, como no tuctucs y más camiones, y un río que baja con fuerza y me acaba robando, corriente abajo, mi recién estrenada chancleta del Primark. Y como en una mochila de 9 kilos no cabe mucho más calzado, al día siguiente Javi encontrará en un puesto del mercado de Mannar unas chancletas molonas, que tenían inexorablemente que cruzarse en mi camino.

En Wilpattu‎ habitan 50 elefantes y otros 50 leopardos, además de cocodrilos, jabalís e infinidad de pájaros. Nos deleitamos con estos últimos gracias a las historias de nuestro ornitólogo particular, y nos quedamos con ganas de ver alguno de los grandes, pero parece que la apertura del camino de tierra que cruza el parque no ha debido de tener un impacto positivo en su fauna. Realmente esta zona del norte se ha abierto al turismo hace pocos años, desde el 2009, después de 25 años de guerra entre las etnias singalesa y tamil. Lo que habrán visto todos esos ojos que nos cruzamos, en señores de tez negra ceniza, cabello tupido, mirada intensa, sarong curtido hasta la rodilla y pies encallados.

Llegamos a Mannar de noche y entre casas de campo encontramos el único Guest House del pueblo, donde nos reciben cordialmente para ofrecernos una habitación sencilla, con todo lo básico necesario‎, y sobre todo un aparato destartalado de aire acondicionado que nos proporciona un pequeño oasis después de un día de 40 grados, polvo, humedad y sudor en el cuerpo.

Cenamos un poco más cerca de la luna llena, aliviados con el viento que sopla en el tejado del Juli, un hotel restaurante estilo bolliwood con habitaciones rojas, rosas y de mil colores más intensos, de un tipo local que lleva 25 años trabajando de conductor de autobús en Noruega, que va y viene para echarle un ojo al negocio, y que ha conseguido labrarse un futuro en el pueblo, construir un hotel de una altura y estilo ridículos, que desentona con la arquitectura sencilla del lugar, exhibiendo un cartel imaginario de "he trabajado duro y he aquí mi triunfo". Arroz para comer y arroz para cenar, no hay donde elegir, es lo que tiene buscar sitios remotos para conocer la esencia de un país, en el que todavía no nos hemos cruzado con un solo blanco desde que salimos del aeropuerto.

Agotadas entre baches en nuestro periplo de tierra, Luz y yo nos preguntábamos desde la parte trasera de la furgoneta, a la que apenas llega el aire de las ventanas y en la que Lidia asegura "hace 15 grados más", qué carajo nos lleva a volar a la otra punta del mundo, para sufrir sin comer, pasando calor, con el cuerpo tapado más de lo que querríamos por respeto a la cultura local, rodeados de incomodidades, y con horas en el cuerpo de caminos imposibles.

Día 2: De Mannar a Jaffna. El árbol descubre al equipo.

Con el objetivo de variar nuestro menú a base de arroz, nos planteamos comenzar la mañana con un buen brunch, para variar la dieta de puestos callejeros, que proveen básicamente de agua, alguna bollería casera, galletas, algunos fritos expuestos al calor y la humedad, y bolsas de chips, picantes la mayoría, que vamos descubriendo con mayor o menor acierto, y que nos acompañan los largos días en la furgoneta.

Localizamos en el teléfono en Shell Coast, un pequeño hotel en la playa a 20 km al norte en la península de Mannar‎, que parece tener algunas comodidades, básicamente pensando en comida limpia, variada y un lugar en el que protegerse del calor y la humedad, ya que los "hoteles" locales, así se llaman los sitios de comida, son lugares bulliciosos, de ambiente cargado, mucho calor y escasa ventilación.

La carretera se estrecha en el desvío al Shell Coast Resort durante los dos últimos kilómetros, hasta encontrarnos en la playa a su altura con un grupo de pescadores que rematan la faena clasificando el fruto de su trabajo, para subirlo en cajas a un tractor, en el que tomarán el camino de vuelta por la playa. Muestran orgullosos un atún de gran tamaño que han capturado y charlamos un buen rato con ellos, intentando poner en práctica nuestras dos palabras aprendidas en cingalés, con un stutti de agradecimiento, para darnos cuenta de que en esta zona del país son tamiles. Así que nos toca aprender nuevo vocabulario para acercarnos a ellos, darles las gracias con un "nandri", del que Javi pronuncia la erre con esmero, y despedirnos con un “tata”. Nos ofrecen vendernos algo de pescado para que lo cocinen en el resort, a Alberto le gusta la idea pero no nos acabamos de animar, pensando en encontrarnos con una suculenta cocina en el pequeño oasis que hemos descubierto.

Nada más lejos de la realidad, el resort está aparentemente abierto, pero hoy es domingo, y los trabajadores descansan, y además se han debido de esfumar las provisiones, porque sólo queda en la nevera una lata de cerveza y tres sidras, y nada para comer. Conseguimos finalmente que el casero nos ofrezca un té, unos plátanos y una piña, no especialmente jugosa, pero que, además de alimentarnos, nos proporciona un momento de relax y brisa a la sombra, de esos que no se encuentran en todas las esquinas por esta zona remota del país. Un zambullido en la piscina artificial de lona, con un ligero olor a lejía, pero espaciosa y rodeada de vegetación, nos refresca la piel pegajosa de un sudor inevitable, pasando los días bajo un sol de justicia.

Llegamos hasta el faro que marca el fin de la península de Mannar, caminando por el muelle y sorteando unos tablones viejos clavados a una estructura oxidada y corroída por el mar, que soportaba antaño los raíles de un tren que moría aquí y enganchaba con el ferry que conectaba con el sur de la India.

De camino de vuelta, entre marismas y playas de arena sucia y poco cuidada, en la que deben quedar resquicios de minas antipersona de la guerra, disfrutamos de las pericias de un extranjero volando en su kite surf en mitad de la‎ nada. Es el segundo blanco que vemos hoy, después de habernos cruzado esta mañana con una peculiar australiana, que parece estar trabajando en su tesis con algún tema relacionado con los conflictos de tierras y ha venido a entrevistarse con el director de la oficina de conciliación entre singaleses y tamiles.

A lo largo de nuestro camino hacia Jaffna, nos encontramos con varios puestos de control militar, que nos deniegan el acceso a las playas. Se respira cierta tranquilidad, los agentes uniformados responden a nuestra sonrisa rifle en mano y nos ayudan a encontrar el camino de vuelta, del que nos hemos desviado en busca de Devils Point, que había despertado la curiosidad de Luz. En ruta nos abastecemos de agua y comida básica, entre la que truinfa una especie de ensaimada mallorquina versión cingalesa. No resulta fácil encontrar agua fresca, la que compramos vuela en un minuto entre nuestras seis gargantas, con tal placer que la hemos bautizado "gin tonic”, y el resto acaba convirtiéndose en un "té sin té", agua ardiendo que, me afano en repetir para convencerme a mí misma, "hidrata igual que la fresca".

Cuando después varias horas de camino de tierra, calculamos nos quedan ya tan sólo 2 km para llegar a la ‎carretera principal y retomar el anhelado asfalto desde Devils Point, nos topamos con un árbol tumbado a media altura en mitad del camino, que nos corta el paso. Horror. Queda menos de una hora para el anochecer y dar la vuelta supondría seguramente tener que dormir en un poblado que acabamos de pasar, donde deben vivir dos o tres familias al borde del mar, porque no llegaríamos a retomar la carretera de día allá donde la dejamos. Luz sale del coche, prueba a mover el árbol y no hay manera, es un árbol robusto, el tronco debe de tener unos 30 cm de grosor y algunas de sus ramas están clavadas en la tierra.

Algo nos dice por dentro que sí somos capaces de mover esa piedra del camino, así que juntamos todas las fuerzas que nos quedan para, entre los seis, empujar el árbol a la de tres, una y otra vez, hasta que conseguimos crear suficiente espacio para que pase nuestra furgoneta. Pienso que la motivación por salir de allí y llegar era tan grande que ni nos hemos planteado la derrota. Lo imposible que parecen las cosas para uno, la tensión que podían haber generado entre dos, y las risas que nos hemos echado los seis. Prueba superada, equipazo!

Al final se nos ha hecho de noche por supuesto, y llegar a Jaffna no ha sido una experiencia precisamente placentera. Jaffna es una ciudad grande, con tráfico, contaminación, de nuevo calor y humedad, olores fuertes, quizás no tan amigable como lo que hemos visto hasta ahora, pero aun así se respira relativa tranquilidad.

Nos acercamos a dos hostales propuestos por el Lonely Planet, el Theresa Inn, con un olor insufrible a antipolilla, y el Cozy, que no responde precisamente a su sentido “acogedor” en inglés, a no ser que se refiera a las cucarachas que nos reciben en un baño que visitamos. Ante poca alternativa, nos asentamos en el Pillaiyar Inn, supuestamente la mejor opción de Jaffna, también básico pero algo más decente sí, y con un jardín verde trasero para respirar aire fresco y tomar un té por la mañana.

Queremos descansar de furgoneta, así que tomamos dos tuctucs para ir a cena al Mango, con pinta apetecible, para encontrarnos con que está cerrado hoy. Acabamos cenando en un vegetariano local, de nuevo con un calor pegajoso, bajo un viejo y sufrido ventilador que hace lo que puede el pobre, delante de la puerta de la cocina que deja entrever una higiene dudosa. Me aferro a una fanta empalagosa para engullir por lo menos un poco de azúcar, pero me veo incapaz de saciar el apetito con los platos de panner spicy curry, una especie de queso en una salsa roja intensa, otro vegetable curry, papier dome a modo de pan y cuchara, un grasiento fried dahl y, como no, arroz y noodles.

Como me encuentro algo débil, me acongoja más aún oír por la noche la voz de mis peques al otro lado del teléfono:

-Mami, Papi, ¿habéis visto animales? - ansiosas por oir cómo son los bichos fuera del zoo.

Les empiezo a contar la historia del árbol cruzado al final del camino y Maite, siempre con actitud emprendedora y mirando hacia adelante, me dice:

-¿Por qué no lo habéis quitado de en medio para seguir?

- Eso hemos hecho hija - le digo sonriendo. Y pienso para mí, sé que tú también llevas dentro eso de quitarte los árboles que te dificultan el camino, para lograr lo que persigues.

Esta noche he soñado que las abandonaba sin querer dentro del coche y corría despavorida por las calles de Bilbao en busca de él, aparcado con ellas dentro, en un lugar que no podía recordar. Me he despertado angustiada bajo la culpa, repitiendome en voz baja, peques, estoy aquí, lejos en el mapa, pero os tengo más presentes que nunca.

Día 3. Península de Jaffna. Belleza controlada por militares.

La península de Jaffna es de esos lugar bellos del planeta todavía sin explotar, y quizás pase mucho tiempo antes de que lo sea, seguramente la reciente guerra que ha dejado casi 100.000 muertos sea uno de los motivos, y no es el único, ya que esta zona fue afectada por el tsunami en el 2004, con una ola que arrasó todo lo que encontró a un kilómetro de la costa.

Llegamos tan lejos como nos permite la carretera, hasta la isla de Punkudutivu, donde nos topamos por primera vez con esas aguas turquesas con las que uno sueña a veces desde una mesa de oficina. ‎Vemos a nuestro paso multitud de casas totalmente derruidas, no sabemos si por la guerra o el tsunami, poblados abandonados como el de Tellippalai, y seguimos encontrándonos con controles militares, uno de ellos que nos corta el paso en nuestra ruta a Peter's Point. Nos despedimos del policía con un dandri en tamil, y nos mira con cara de "eso a mí no" así que rectificamos con un stutti cingalés, todo sea por dar las gracias.

Paramos en las termas de Keerimalai, supuestamente un lugar sagrado al que hace pocos años solo se accedía escoltado por militares. Hoy nos dejan caminar por nuestra cuenta, pero las termas están sucias y descuidadas, y nos proporcionan el único encanto de pensar que hace pocos años la zona era totalmente infranqueable.

Pidiendo información alrededor, nos empezamos a volver locos con los gestos en la cabeza de los locales, que a cualquier pregunta menean la cabeza hacia los laterales, y nunca sabemos si quieren decir si, no o simplemente "te he oido". Nuestro sistema de asentir o negar es tan diáfano y tan binario, que pienso que un movimiento lateral con gesto neutro sería muy socorrido en nuestra sociedad. El lenguaje verbal infrautilizado y una de las lecciones a aprender de oriente, por qué no.

Ante tanta belleza en Peter's Point, el punto más remoto al norte del país, alguna voz en la furgoneta se emociona con un ¡busquemos un chiringuito!, ya que un baño en el mar tampoco es una opción culturalmente aceptable. Pero no hay un solo lugar de respiro donde sentarse y te sirvan una bebida fresquita, y por supuesto ninguna opción de alojamiento, ni buena ni mala ni regular, ninguna, más allá del bullicioso Jaffna‎ del que huimos.

De camino ya hacia el sureste, decidimos descansar en Vavuniya y encontramos el Boo Oya, una opción lejos del bullicio de la ciudad, cerca de la carretera y las vías del tren, que oimos pasar, pero que nos da cierto oxígeno. Nos dan de comer en su restaurante, cuatro horas después de haber pedido la cena. Y es que tras un primer intento en el que parecen que nos han entendido con su vaivén de cabeza, nos empiezan a agasajar con unas cervezas que han ido a buscar al pueblo para nosotros. Encargamos doce para toda la cena, dos por cabeza, pensando en nuestro estándar de cerveza y no en las Lion autóctonas de un litro que nos han traido. Es prácticamente la primera cerveza que nos encontramos en el país, tras la solitaria lata del Shell Coast que compartimos sin mucha gana entre los seis en ayunas – nunca sabes cuándo vas a tener la siguiente, reza Alberto siempre que acepta un plato de comida- así que nos entregamos a la causa, mientras esperamos la cena. Hasta que, dos horas de reloj después, con los estómagos ya crujiendo, alguien nos pregunta: -You having dinner? - no nos hemos entendido, pero nos lo tomamos, como no, con filosofía. Me admira que a pesar de la falta de experiencia con el turismo que evidencian en esta zona del país y que desemboca en situaciones surrealistas, la voluntad de servicio de los singaleses no tiene límite, siempre buscando cómo agradar, siempre con un buen gesto y sobre todo con excelente intención.

El menú se ensaña nuevamente con nuestro arroz con pollo y noodles, aunque esta vez nos preparan una pequeña sorpresa adicional en forma de papadums recién sacados del horno, con kétchup picante eso sí, y, ¡oh! pasta carbonara, con tenedores, vasos y una limpieza que relaja mis ridículas tensiones. Nos pegamos un buen homenaje esta noche, en parte para olvidar que el aire no funciona en nuestra cabaña, el agua escasea, la electricidad se cuenta woltio a woltio, aunque finalmente nos apañan unos ventiladores, para no morir en una habitación cuyo termómetro marca 33 grados por la noche. Si tiene que ser nuestra última noche, que sea por los mosquitos, que se ceban ‎con nuestra sangre sin piedad.‎

Les habíamos prometido un vídeo a nuestras peques desde Sri Lanka así que nos venimos arriba componiendo una nueva versión ‎del "patito que lloraba". Solo pido que dramas no, que estamos lejos y viene la congoja, así que suavizamos la letra para reconvertirla en "los 5 patitos de Sri Lanka y el conejo que juegan, ríen y cantan", inspirados por los personajillos que nos acompañan en nuestras cabañas, a ritmo de ukelele y kazoo. “Naaada, nada patito, ríe, riiiie patito, cantaaa, cantan en Sri Lanka cua cua cua”. Será solo el principio de nuestra carrera particular de cantautores estos días.

‎Día 4: De Vavuniya a Trincomalee. El paraíso tiene nombre cingalés.

‎Nos habíamos propuesto llegar la noche anterior a Trincomalee pero en un ataque de sensatez, decidimos anoche hacer un alto en el camino, así que la ruta que nos queda esta mañana es más corta que de costumbre. Aún así, paramos a comprar nuestro desayuno en los puestos callejeros de Vavuniya, y tomamos carretera hacia la costa del nordeste.

Trincomalee también fue destrozada por la guerra, hace bien pocos años la llamaban “Baghdad by the sea”, por su apariencia desolada, controlada militarmente, con los negocios cerrados y las calles desiertas. Hoy ha recobrado vida, sigue habiendo más policía de lo habitual, pero los momentos de postguerra han quedado atrás.

Quien se acerca a Trincomalee lo hace realmente a la playas de Uppaveli y Nilaveli, las primeras, construidas hace ya unos años, las segundas, más recientes, más vírgenes. Si el paraíso tuviera nombre, puede que se llame Nilaveli. Playas abiertas de arena fina, palmeras, vegetación viva y turismo bastante controlado. Aquí sí, nos encontramos con todos los turistas que no habíamos visto hasta ahora, pero aun así hay unos seis hoteles pequeños en la primera playa y otros tres en la segunda, y en cada uno puede haber tres o cuatro parejas o grupos. Sigue siendo un contraste enorme respecto de dónde venimos, y pienso en el esfuerzo que hacen los locales para adaptar el entorno a las necesidades occidentales. Aquí no falta un plato, un tenedor, una cerveza, una sábana limpia, esfuerzos inapreciables para quien aterriza directamente aquí desde Colombo.

Paramos en el Trincoblu de la cadena Cinammon, desde donde hacemos una primera inspección a la zona para decidir dónde nos quedaremos. Aprovechamos para pegarnos un pequeño homenaje gastronómico frente al mar a base de butter shrimp, un seco y especiado deviled cow, nassi goreeng, un arroz coronado con huevo frito acompañado de pollo satai, y hasta una ensalada de gambas. ¡Oh! lechuguita, uno de mis manjares, las he comido más ricas en mi tierra, es de las cosas que más disfruto cuando me acerco al norte, pero me sabe a gloria esta vez.

Corro a disfrutar de mi primer baño en el índico, y a dar un paseo por la orilla, de esos que revitalizan, abren espacio para pensar y descargan todas las horas de baches y humedad que llevamos encima. He debido de desaparecer tan rápido de la visión de mis compis que tomaban su cerveza en el chiringuito frente al mar, que se han preocupado al ver mi pareo y chancletas en la arena y ni rastro de mí, pero confieso que tenía tantas ganas de este momento, que he pensado en bajito en huir. Podría vivir aquí. Podría vivir así. Pequeño momentito rebelde de los que se escurren de las manos antes de lo que una quisiera.

Inspeccionamos la zona y decidimos finalmente subir por una noche el listón en nuestro alojamiento y nos plegamos ante una jugosa oferta de booking en un resort con mucho encanto frente a la playa, con todos los lujos posibles, a 60 euros la noche. Nilaveli Beach Resort‎ nos ha dado el espacio que veníamos anhelando de una noche de sábanas limpias, ducha en condiciones, habitación protegida de mosquitos, piscina refrescante y sobre todo pies en la arena entre palmeras y vegetación frondosa.

Cenamos en Uppaveli en un lugar que me llamo la atención durante mi paseo vespertino, Fernando' s bar, realmente una excepción en esta playa de alojamientos correctos pero sin especial encanto. Me despertó curiosidad su construcción de madera, decorada con gusto, con material reciclado y su ambiente relajado, y ya solo llevando ese nombre, le he prometo a Fernando que nos tomaremos algo allí antes de dejar la zona.

Fernando es un tipo de Colombo, de descendencia portuguesa en su apellido, que no nombre de pila, que ha creado un concepto de alojamiento para todos los bolsillos, desde habitaciones con todas las comodidades - sin grandes lujos-, hasta las “backpacker's coves”, una especie de barriles de un metro veinte de diámetro en el que cabe exactamente un colchón de ese ancho, con un pequeño ventilador descansando en un cabecero y una mosquitera redonda que encaja en la puerta, para que quede ésta abierta y se pueda oír y oler el mar a los pies, por 400 rupias, 2,4 euros al cambio.

Nos cuenta nuestro cicerone que Fernando estudio Bellas Artes en Londres y tenía en mente estudiantes que querían conocer Sri Lanka pero no se podían permitir un alojamiento en condiciones. Siguen siendo más económicos que los otros backpackers de la esquina y este sitio, en un enclave inmejorable es de una originalidad de genios. - How's business going?- le pregunto. - We are doing great!- dice con espontaneidad y orgullo. Cuando marcas la diferencia de alguna manera en lo que ofreces, la recompensa te espera en alguna esquina.

Día 5: Pigeon's Island. Nadando con tiburones.

Madrugamos para un desayuno casero en la habitación de Alberto y Lidia con las mejores vistas, donde reunimos nuestros pequeños manjares, adquiridos la víspera en los puestos callejeros, unos dátiles, un bizcocho de plátano y un ya tradicional té para arrancar el dia.

Anoche conocimos en la playa a Seena, un tipo local que nos ofrece una excursión a Pigeon Island para nadar con gafas y tubo. Seena tiene perfectamente medido cómo abordar a sus potenciales clientes, de hecho viene acompañado por el vigilante del hotel y él en sí mismo, con su simpática sonrisa, transmite la confianza que necesitamos para comprometernos con él.

Nuestro hotel está junto en frente de la isla, así que tenemos cinco minutos de barco para llegar a nuestro destino. Hemos adquirido las entradas al parque natural que, como reserva nacional protegida‎, controla y dosifica el acceso a este trocito de paraíso. Demasiada dosis de paraíso en tan poco tiempo, me estoy acostumbrando mal.

Pigeon Island son dos pequeñas islas de no más de 100 metros de largo, mecidas por agua turquesa de esas que ya vimos en el norte, vestidos y desde el muelle. Hoy, ya en bikini, gafas, tubo y aletas, preparamos nuestro pequeño desquite particular. Hay dos zonas para explorar, una para pequeños peces de colores, corales azules y verdes, y otra más abierta donde perseguimos a unos pocos tiburones que nadan a cuatro metros de la superficie. Son tiburones black tip, los que he tenido la oportunidad de ver no son especialmente grandes, pero Alberto y Javi han debido de ver algún miura de los mares, de esos que te hacen repetir en tu cabeza: este no muerde, tranquilo, tiene otros intereses en este lugar lleno de vida.

Alberto dice haber visto una tortuga con reflejos verdes del musgo de su caparazón, y Fernando otra grande desaparecer bajo el barco de vuelta. Yo me quedo con las ganas de disfrutar del baile lento y casi terapéutico de mi bicho preferido bajo el agua, y pienso que alguna tortuga me estará esperando, en algún otro lugar del mundo, para compartir el esperado encuentro con mis dos peques, ya preparadas para zambullirse en una experiencia así con nosotros. Yo que quise dar una vuelta al mundo antes de ser madre, y ahora me pregunto por qué no esperé a serlo para vivirlo con ellas. Todavía nos queda vida, espero.

‎Tras el segundo baño y una vez que las poca barcas de turistas se han marchado de vuelta a Trincomalee a la hora del almuerzo, Seena nos prepara‎ una exquisita barbacoa a la sombra con cuatro piezas de pare, un pez autóctono, langostinos, centollos, ensalada - segunda ensalada en dos días, no doy crédito -, papaya sazonada con pimienta negra y una jugosa sandía. Solo falta un buen vino blanco, prohibido en la isla como cualquier alcohol. Nos chupamos literalmente los dedos, mientras resolvemos con pasión nuestra pequeña versión de mundo.

Calculamos las dos horas de ruta que tenemos hasta Batikaloa, nuestro siguiente destino, para intentar llegar de día y buscar alojamiento.‎ Nos acercamos a las playas de Kalkudah, otro gran arenal entre palmeras, y Passekudah, una playa más cerrada prácticamente conectada entre la arena con un pequeño lago con cocodrilos. Dormiremos finalmente en el Roy's Inn a 50 metros de la playa, en una casa de campo con habitaciones básicas con ventilador y mosquitera, y un jardín cuidado, a 2500 rupias, el equivalente de nuestras antiguas pesetas. Este ejercicio diario de "pensar en pesetas"nos ha hecho darnos cuenta de que nos cuesta ya calcular en nuestra antigua moneda y necesitamos convertir las cantidades a euros. Quien nos lo hubiera dicho allá por el año 2000.

Un paisano en motocicleta nos recomienda cenar en el Edo, un restaurante a la vuelta de la esquina. Le escuchamos no sin cierto escepticismo, para acabar encontrándonos con un local con gran encanto, de decoración autóctona, techos altos, con grupos de locales charlando alrededor de una cerveza. Nos acogemos a nuestras noodles, fried rice, un picante stewed chicken‎ y una tortilla francesa, que me transporta a la típica cena familiar de martes. Algo sucede alrededor de esta mesa que nos embauca en confesiones profundas, de apreciación de los unos sobre los otros, de esas que se graban en la memoria con el matiz de, una noche hace diez años en Sri Lanka me dijiste... Qué bien sienta el dolor de abdominales de tanto reírnos, entre un cúmulo de revelaciones poderosas.

La noche en la habitación se hace dificil sin aire acondicionado, en una cama incómoda, donde me viene a la mente la colección de ranas que campaban a sus anchas a nuestra llegada. La señora que nos ha recibido le ha pedido a un señor mayor que hace las veces de guarda del lugar que "desrane" – así bautizamos a la acción - las habitaciones, pero estos bichos tienen un instinto gremlin y se multiplican por momentos.

A medianoche, decido levantarme para llamar a mis hijas, aprovechando su hora de la cena en Madrid. Les cuento que hemos nadado con tiburones esta mañana, en una intención de compartir con ellas nuestras aventuras.

-Y os han comido, mami?- pregunta Julia con ligereza.

-No, cariño, les gustan más los peces que los padres.

-Y papi, ¿se puede poner?

- Papi esté durmiendo, aquí es de noche cuando en Madrid es de día. Le daré un besito suave para no despertarle, uno en cada mejilla de parte de cada una.

-Vale, pero cuando se despierte, ¿nos puede llamar?

Creo que se quedan algo preocupadas ante la posibilidad de que un tiburón se haya zampado a papá, y mami esté maquillando el mal trago en forma de sueño tranquilo. Quiero prometer que mañana papá les llama, pero por estos lares uno nunca sabe cuándo va a tener acceso a wifi, así que me muerdo la lengua y les digo que en cuanto coincida que papá esté despierto, funcione el teléfono y ellas estén localizables, papá les llama sin falta.

Le noto a Maite tristona y, con intención de no esquivar el bulto por mi parte, le ofrezco que se explaye y le pregunto sin drama:

-¿Nos echas un poquito de menos?

- Sí - me contesta con voz temblorosa.

Decido que es momento de dar un giro a la conversación y le cuento que Fernando, su héroe, el que le tiene la pócima de la eternidad (mami, me ha dicho el topito que si te ríes mucho, no te mueres nunca), les trae dos conchas chulisimas que ha cogido en la playa.

-¿Dos tiburones? -confunde "shell" con "shark" al otro lado del teléfono, mientras se emociona con la idea de su amigo Fernando cazando heroicamente dos tiburones para ellas.

- Mami - me cambia de tema con rapidez, volviendo al hilo que pretendía yo evitar, - cuando has dicho a ver si te echo de menos, me han entrado ganas de llorar - expresa con serenidad y ternura.

Definitivamente, no ha sido buena idea hacer una llamada a última hora del día, cuando afloran sensibilidades y las sombras se tornan más oscuras‎.

Día 6: De Batikaloa a Arugam Bay. Cruzar el mundo por una buena ola.

Nuestro primer objetivo del día es un taller mecánico que revise los frenos de nuestra furgoneta, que parecen agotados ya de tanto trajín. Alberto, orgulloso de la pasión por la mecánica que le inculcó su padre de niño, se esmera en proporcionar todo lujo de detalles sobre el mecanismo que está provocando el fallo, y que no soy capaz de retener.

Hemos alquilado la furgoneta a un tipo en los suburbios del aeropuerto, por lo que no esperamos tener coche de sustitución o especial servicio en la otra punta del país, pero si ya son esenciales en cualquier conducción, en un mundo de tuctucs, perros, motos, vacas, cabras, bicicletas y terneros que te sorprenden por el camino cuando menos te lo esperas, un buen sistema de frenos se convierte en primera prioridad.

Hacemos una de chicos al taller y chicas al mercado en tuctuc, con afán de sacar partido a una mañana que dábamos por perdida. Finalmente no tardarán más de una hora en hacer un pequeño apaño que se supone nos permitirá tirar el resto del camino, así que pensamos en coger fuerzas antes de retomar el camino.

Nos decepciona el Grill Café de Batikaloa, donde un espacio con muebles originales de madera y jardín al borde del río no nos hacía presagiar un esfuerzo nada acertado de incursión en la comida occidental a base de salchichas y pollo con patatas, en raciones escasas y presentadas con poco cariño.

Completamos nuestro brunch con lo que mejor empezamos a saber hacer, aprovisionarnos en los puestos locales, en esta ocasión base de manzanas, mandarinas y bollos de mantequilla al más puro estilo Zuricalday, la pastelería de referencia de mi tierra. La repostería vasca traspasa fronteras y llega a un pequeño negocio de pueblo del este de Sri Lanka, para satisfacer inesperadamente uno de mis mayores caprichos dulces.

Seguimos camino al sur hasta llegar a ‎Arugam Bay, donde cambia la escena para dar paso a un ambiente surfero, con rubios de todas las generaciones venidos de mil partes del mundo me imagino, en busca de una buena derecha. Saltamos las olas en un baño refrescante al atardecer, después de otro día de calor intenso, y paseamos por la playa, sorteando barcas y cuervos y más cuervos que merodean buscando comida. Ya hemos aprendido que estos bichos son capaces de quitarte un trozo de papaya según te lo estás llevando a la boca, provocándote el más puro sentido de impotencia.

Estamos en temporada baja, pero hay mil opciones de alojamiento, entre la que nos decantamos por el Danish villa, una "home away from home", así lo define su dueño danés que trabaja en automoción en India. La villa está enclavada en un jardín con hamacas y vegetación cuidada, y recientemente reformada en madera y hormigón, cuidada hasta el último detalle, con un salón como los de casa, con sofá y cojines que invitan a dejarse caer. Parece que hoy nos merecemos descansar de nuevo aunque, dice Alberto mientras preside la mesa del Hideaway, degustando unos exquisitos platos a base de risotto de prawns y pescado a la plancha, que si le viera un amigo suyo con tanto homenaje, uno detrás de otro, le sacaba la tarjeta roja. ‎

Esta noche, a la hora del parque en Madrid, cuando la luz del día deja menos espacio a la nostalgia, hemos cumplido con nuestra pequeña promesa, que tranquiliza a nuestras peques. Papi tiene voz al otro lado del teléfono, parece que había suficientes peces para saciar a nuestros tiburones de punta negra de Pigeon Island. Y la vida sigue.

Día 7: ‎En tren hacia las plantaciones de té del interior.

Después de varios días de té y tertulia mañaneros, que nos hacen arrancar a las 9 o 10 de la mañana, hoy madrugamos para ponernos en camino a las seis, para cumplir un hito soñado: viajar en tren en Sri Lanka.

Nos dirigimos a la estación de tren de Badulla, a 150 km de Arugam Bay, en algo más de tres horas de camino, que nos recompensa por primera vez con la brisa de la mañana. Más tarde nos daremos cuenta de que no es sólo la hora temprana, sino que nos estamos adentrando en la montaña, y aquí la temperatura baja notablemente, hasta tornarse perfecta y placentera.

Como llevamos nuestra furgoneta, pensamos‎ en posibles opciones que nos permitan vivir la experiencia en tren, y qué hacer con nuestra ya entrañable furgoneta blanca. Decidimos la noche anterior hacer tres equipos a sorteo, para recorrer la ruta Badulla – Haputale y que nuestro vehículo llegue también a destino. Se nos ha ocurrido hasta confiarla a algún local que quiera hacer el trayecto ese día, pero quizás nos hemos crecido demasiado en nuestro afán creativo. Así que nos dividimos.

El primer equipo, Luz y Alberto, harán el primer trayecto en tren mientras Javi y Lidia avanzan con la furgoneta. Nos encontraremos a mitad camino en Ella para intercambiar el asiento del tren por las llaves de la furgoneta, y el tercer equipo, Fernando y yo, haremos el trayecto completo en tren. El reto reside en llegar en furgoneta a Ella antes del tren para hacer el intercambio de llaves, unos subiendo y otros bajando del tren, y aunque parece evidente a tenor de la lentitud a la que avanza nuestro tren por las vías, las carreteras de montaña también se las traen.

Nos separamos por equipos, le cambio a Javi su pasaporte que llevaba en mi mochila por unas rupias que no tenía, para ir prevenidos por lo que pudiera pasar, y corremos hacia la estación, que son las 9:58 y el tren pasa por Badulla a las diez. Cogemos 4 billetes en tercera clase, dos de ellos hasta Ella y dos hasta Haputale para nuestros compis. Me quedé con tanta ganas de tomar un tren en la India cuando dejamos nuestra vuelta al mundo a las puertas de un vuelo a Delhi, que abordo la experiencia con la ilusión de un niño entrando a una anhelada fiesta de cumpleaños.

Subimos al tren justo a tiempo, y nos encontramos con una tercera clase más decente de lo que esperaba, con asientos dignos y sobre todo mucho espacio y pocas personas. Algunos locales viajan de pie tomando el aire en las puertas de los vagones, otra parejita hace arrumacos con cierta discreción, y nosotros nos recreamos retratando momentos de un vagón a otro, haciendo muecas a través de la ventanilla, dejando de fondo los campos de té verde intenso, que contrastan con un tren de colores rojos, verdes y marrones viejos y apagados, exhalando una nube de humo de gasoil, que no de vapor, para rematar una escena que llevaba visualizando mucho tiempo.

Llegamos a Haputale dos horas después, donde nos juntamos nuevamente con Alberto y Luz, a quienes habíamos saludado con medio cuerpo fuera de la ventanilla del tren, con fervor y a lo loco, hacía un rato mientras esperaban en la furgoneta frente el paso a nivel.‎ Ya estamos los seis juntos nuevamente, tras una divertida prueba superada, sin ningún imprevisto y mucho más fácil de lo que esperábamos.

Nos dirigimos de la estación a las plantaciones de té, con el objetivo de visitar la fábrica de té Lipton, que está a 12 km de allí, una buen hora por una carretera‎ estrecha entre montaña y hojas de té, en la que nos cruzamos con infinidad de mujeres recogiendo la cosecha en sacos que cargan en su cabeza y hombros. Finalmente nos quedaremos a 7 km de la fábrica de Lipton y acabamos visitando la de Dambateene, que nos resulta igual de interesante y quizás menos turística.

Un local nos guía en la visita a través de una lonja vieja‎ con máquinas también antiguas de moler, separar y procesar las hojas de té. Nos invade un fuerte olor a naranja a nuestra entrada, y recorremos el proceso de fabricación desde la llegada de las bolsas que cargaban las campesinas que acabamos de cruzarnos, hasta la degustación de los distintos tipos de té, desde el más oscuro solo apto para locales, al más clarito que relacionan con el “English tea”. Aprendemos que el té verde y el negro vienen de la misma hoja, sólo el proceso es distinto, y también que las fotos deben de ser secretas, por miedo a que alguien las suba a la red y puedan ser recriminados por tener tanto té esparcido por el suelo, barrido entre nuestras chancletas, para incorporarlo nuevamente al proceso. Así que cámara en mano, colgada a la altura de la cintura, disparo sin flash y sin piedad a una y otra parte, para encontrarme después con alguna más que grata sorpresa inmortalizada de pura casualidad.

De regreso a Haputale, intentamos conectarnos a wifi para buscar un alojamiento que nos sirva de base para explorar el parque natural de Horton Plains al día siguiente. Al parque se acceden desde varias carreteras y no tenemos muy claro cuál coger y el wifi de nuestro local de comida va a pedales, como de costumbre, así que finalmente nos arriesgamos a ir por Boralanda hasta Ohiya, donde parece haber varias opciones para pernoctar.

La carretera que serpentea la montaña transcurre entre árboles eucaliptos. Nos hemos acostumbrado rápido pero de repente caigo en la cuenta de que, por primera vez, hoy disfrutamos del paseo, bajo una temperatura más que agradable, ahora regada con perfume de los árboles.

Llegando a Ohiya, empezamos a ver que las opciones son escasas o nulas, y que la carretera que atraviesa el parque está ya cerrada hasta mañana a las seis de la mañana, así que reculamos de nuestro desinterés por las cabañas Angel's Inn que nos ofrecía Gamini media hora atrás al cruzar las vías del tren, y volvemos para ver las habitaciones por dentro y negociar un buen precio.‎ Es prácticamente de noche y estamos en plena montaña sin opciones, así que acabamos empatizando con nuestro hombre de facciones duras y encías ensangrentadas en su afán de masticar alguna hierba, y decidimos compartir una cabaña de seis camas, con telas de colores que adornan una primera impresión al abrir la puerta del habitáculo, pero que esconden suciedad, restos de micro-naturaleza, y hasta un somier que se desmorona al mínimo contacto con la espalda de Alberto.

Hacemos de tripas corazón y nos lo tomamos con arte y sobre todo muchas risas, y es que estos son precisamente los entresijos de no tener planificado el viaje, que hacen que a veces te lleves gratas sorpresas en pequeños rincones que descubres al azar, y otras te tengas que conformar con descansar en espacios que nunca hubieras reservado desde casa, pero que, aquí y ahora, entre los eucaliptos al caer la noche, se tornan perfectos para el momento. Y creo que hoy, que remato estas líneas desde el sofá de casa, no hubiera cambiado la experiencia del Angel´s Inn por nada en el mundo.

Gamini nos ofrece c‎enar algo en su pequeño negocio frente a la estación de tren Ohiya, al que nos acercamos ya de noche caminando entre el bosque, ayudados de dos linternas. Allí, nos presenta a su mujer y sus hijos, y nos sirve otro bol de noodles con verduras, que soy incapaz de comer, así que me surto de galletas y agua en su diminuta y desolada tienda. Nos dibuja sobre un viejo papel la mejor forma de acceder al parque y nos pide que le subamos por la mañana a su hija Kokila que entra a trabajar en el parque a las seis. Nos promete que el amanecer es la mejor hora para ver animales, y que Kokila es experta en divisar leopardos, y no sabe que en cualquier caso, no tenemos intención de pasar demasiadas horas en nuestra cabaña de sorpresas infinitas. Caemos rendidos a las nueve en plena noche cerrada con poca luz, o luz poco sugerente más bien, sin conexión al mundo y menos intimidad. La cabaña del Angel, como aquel árbol que se nos cruzó en el camino allá por Jaffna, también hace equipo, a su manera.

Día 8: El monzón asoma en las montañas.

A las 4:30 de la mañana, tras un noche de frío en la que no me atrevo a cubrirme con esas mantas de higiene dudosa, estamos listos para emprender el día, así que con la misma ropa con la que hemos dormido, y soñando con la ducha bajo la que nos fundiremos esta noche, nos acercamos ‎al negocio de Gamini para despertar con un té y tomar unas pocas provisiones para nuestra ruta tempranera. Nos avisan que la mejor y casi única manera de disfrutar del Horton Plains es antes de la 10 de la mañana, cuando las nubes caen y el cielo se cierra. Así que llegamos antes de las seis, justo a la apertura del parque, mientras Alberto intenta dar conversación a una adormilada Kokila.

-Leopard how much weight? aborda Alberto con intención de exprimir la sabiduría de su copiloto.

- Zzzzzz – a Kokila se le apagan los ojos, no sabe no contesta.

Alberto es el vivo ejemplo de que la fluidez en idiomas ajenos es directamente proporcional a la actitud que uno exhiba. El que menos experiencia ha tenido en entornos anglosajones es quien mejor se entiende con los locales.

-You are so valient! - le espeta a nuestra pasajera mientras estallamos todos a carcajadas. Alberto nos mira de reojo desde el asiento del conductor, y con gesto derrotado y no menos sorna, corrige:

- No se dice “valient”, ¿verdad, chicos?

Hemos tenido mil situaciones de tensión, cansancio, de ruta interminables, de hambre, de calor, de lluvia, y nuestro conductor, además de las palizas diarias que se pega esquivando tuctucs y autobuses, siempre tiene una palabra fresca, un comentario jocoso, una frase ingeniosa que, desde su espíritu inalterable, alivia cualquier situación y nos hace troncharnos de risa. Los demás siempre tenemos más urgencia por llegar a destino, y Alberto se entretiene con los pájaros, las flores, las frutas bomba, la foto que si dejas pasar no volverá, siempre desde un:

- Chicos, ¿paramos a ver esto?

- Noooo – replicamos todos al unísono, con actitud casi coral.

-¿Entonces paramos?- sigue

- Que no, que sigas, que queremos llegar antes de que anochezca.

Pero nunca se da por vencido.

- Así que paramos, ¿verdad?

Y para rematar su convencimiento, se contesta a sí mismo

- Sí, para por fi, ¡queremos verlo! - emulando con voz infantil a un grupo de niños en el asiento trasero de un coche.

Por supuesto, acabamos parando, y por supuesto, a pesar de que le pido prometerme cada mañana que hoy llegaremos de día, siempre se nos hace de noche antes de llegar a destino.

Hoy no va a ser menos, y eso que nos habíamos prometido que después de la noche en la cabaña fantasma y el madrugon a las cuatro de la mañana, nos merecíamos lo que hemos acabado llamando un "pero que c..o", un homenaje más allá de comidas y habitaciones locales.

Ya en el parque, el paseo circular a World's End es un recorrido fácil ‎de tres horas, que llega a una caída de 800 metros con una vistas espectaculares de las montañas de Sri Lanka y nos ofrece una cara totalmente distinta del país. Aunque hemos llegado los primeros desde nuestra ruta, arriba nos encontramos ya con varios turistas que han accedido por la otra entrada, por lo que el camino, rodeado de una vegetación espectacular, no deja de ser un desfile de japonesas maquilladas con vestidos poco propios para el lugar, y grupos de extranjeros y locales por igual. Es una de las pocas cosas más turísticas del país que hemos decidido hacer, y aunque nos hubiera encantado estar solos, concluimos que ha merecido la pena.

Acabamos la ruta a las diez de la mañana, por lo que confiamos en que hoy llegaremos a Kandy con margen de tiempo para buscar un alojamiento que nos guste.‎ Paramos en Nuwara Eliya, conocida como Little England por la arquitectura de sus construcciones, con idea de tomar el famoso té del Grand Hotel, que degustarán los espectadores de la carrera de caballos que comienza a las doce en el hipódromo, y cuya espera ameniza una orquesta. No queremos esperar hasta las 3:30 para no retrasarnos en nuestro camino a Kandy, así que nos decidimos a cambiar el té del Grand Hotel por su plato del día, unas hamburguesas, de un original chicken tandori y otra japonesa de pescado.

Será la primera de las comidas occidentales, entre salones señoriales, botones uniformados y camareros de pajarita, y no cualquiera de los platos caseros en sitios locales, algunos picantes, de dudosa higiene, engullidos con las manos, la que hará explotar mi estómago para el resto del viaje. ‎Cosas del azar.

Desde el hotel buscamos opciones de alojamiento en Kandy, que no acaban de convencernos, y es justo en el momento en que me disponía a abandonar el wifi del lugar, cuando aterrizo por casualidad en la web del Kandy Samadhi Center, un centro de meditación ‎en el montañas de Kandy, con una galería de fotos que refleja lo que imaginaba de Sri Lanka desde el sofá de casa.

Son las 2:30 de la tarde, tenemos 70 km a Kandy y otros 18 hasta en Centro, así que pienso: ¡por fin un día que llegaremos de día a nuestro destino! Cuatro horas después, tras una tormenta de lluvia‎, sortear tuctucs y autobuses entre el tráfico, curvas interminables en una carretera de montaña, nos encontramos en el punto exacto que marcaba nuestro navegador como destino final, en la puerta de casa de unos campesinos que nos observan ojopláticos, sin entender a donde nos dirigimos. No hay cobertura para llamar a nuestros anfitriones, el sol cae tras la montaña y la lluvia, que nos había dado cierta tregua, vuelve a asomar, inoportuna. No puedo evitar tensionarme, con la responsabilidad a cuestas de haber traído al grupo hasta aquí, y sin alternativas de alojamiento alrededor.

Respiramos hondo y damos la vuelta por el camino recorrido hasta encontrar cobertura, y conseguimos finalmente contactar con el hotel. Se ofrecen a venirnos de buscar al reloj digital que preside con anacronismo el centro de Panwila, el último poblado anclado en el pasado que hemos atravesado, y cuando acariciamos ya el fin de nuestra odisea, un policía nos da el alto. Escudriña el carnet de conducir español de Alberto, con gesto todavía neutro de esos que auguran un mal desenlace, así que dramatizamos las penas de un largo viaje, y acaba sacando una sonrisa de la chistera, la misma que nos han ido regalando por doquier a lo largo y ancho del país. Luego nos enteraremos de que la policía habría llamado al centro de meditación para asegurarse de que seis españoles y un ukelele en una furgoneta blanca se dirigían hacia allí.

Llegamos con la noche ya cerrada a la puerta del Samadhi, donde un recibimiento cálido nos descarga de toda la tensión. Una puerta antigua de acceso se abre a una escalera que conduce al restaurante, abierto a la vegetación e iluminado únicamente con antorchas antiguas. Nos acompañan hasta nuestra casa, a diez minutos caminando en el alto de la montaña, con más antorchas marcando el camino, hacia un espacio de tres habitaciones y dos baños abiertos a la jungla, con una vieja y romántica bañera en el centro. El entorno tiene un punto decadente, el protagonista es el espacio diáfano, los techos altos, y las ventanas que giran en su eje central para dar paso a una sinfonía de piares salvajes entre los árboles. Pero lo que marca la diferencia sin duda son los detalles de la infinidad de muebles antiguos en cada esquina. Luego descubriremos que el dueño, Waruma, es un anticuario excéntrico que transformó el negocio sin vida de su padre.

-¿Por qué algunas de las casas esparcidas por el monte son pequeña y oscuras, y la nuestra es tan grande y luminosa? - observa Alberto.

-Desde hace 15 años que concebí este lugar, he ido creciendo con él y él conmigo - nos cuenta Waruma, ataviado en un kimono azul de medio corte, sarong hasta la rodilla, pelo largo canoso recogido en una coleta, y un extravagante collar de colmillo de elefante.

-Cuando comencé con el centro de meditación, tomaba drogas, andaba con mujeres y necesitaba sobre todo recorrer un viaje hacia mi interior, y esos espacios eran pequeños y oscuros. Luego aquí conocí a mi mujer japonesa, tuvimos una hija, y es cuando mi vida se vuelca hacia el exterior y me pide el espacio que veis en vuestras habitaciones.

‎Sentado con nosotros y degustando un zumo de papaya, Waruma nos enseñará orgulloso cómo su espacio aparece en un libro de prestigio de arquitectura interior de Sri Lanka, entre los arquitectos más renombrados del país.‎ Tomo nota de la edición británica para buscarlo por los mares de Amazon ya que los reportajes no tienen desperdicio.

Degustamos una cena autóctona de platos variados a base de sopa de calabaza, pollo al curry, dedos de reina, una especie de okra, patatas con salsa de coco para ser rociada sobre una rueda de fideos, judías verdes picantes y dahl, preparada con esmero en cazuelas de barro que mantienen el calor bajo sus respectivas velas. Un hombre mayor de facciones duras rellena las antorchas de aceite sobre nuestra mesa en la penumbra.

-Tengo contratado a un hombre solo para reponer el aceite, intente prescindir de él un tiempo pero no fue lo mismo - confiesa Waruma, deleitándose en sus extrenticidades.

Caemos rendidos después de un largo día, en el mejor de los entornos para pensar entre los árboles o, quizás, para dejar de pensar mejor.

Día 9: Centro de meditación, inesperado regalo de último día.

Es al amanecer cuando apreciamos la belleza del lugar, rodeado de vegetación frondosa, aguacatales, limoneros, y palmeras con frutos del pan, la fruta bomba que Alberto perseguía con insistencia infantil la víspera, detrás de una camioneta ‎en Nuwara Eliya.

-¿Queréis una fruta bomba, chicos? ¿Paro?

-No, sigue que no llegamos.

-¿Queréis, entonces? ¿Queréis, verdad? ¡Sí queremos!!! - acababa él mismo, simulando nuestras voces.

Cumplimos uno de los hitos de nuestro viaje con un masaje ayurvédico de aceites calientes‎ con el runrún de la naturaleza como música de fondo.‎ Un homenaje a nuestros cuerpos que tantos baches han soportado en el camino, y que recibimos con gratitud, como colofón de un viaje intenso. En el río, mientras los primeros rayos de sol penetran entre los árboles, intimidamos con nuestra presencia a uno de los empleados que pretendía asearse.

El centro tiene 25 habitaciones pero hoy estamos solo nosotros en esta explosión de naturaleza y tranquilidad. Según avanza la mañana, las nubes se acercan y un desgarrador trueno avisa de la tempestad que lleva nombre de inter-monzón. Aprovecho para sentarme en la zona de meditación presidida por un gran buda y escuchar la lluvia que cae sobre los árboles. Pienso que, a pesar de que me gusta estar en mil sitios a la vez, y de que hoy tengo en mi vida dos personitas que me necesitan, podría disfrutar de la intensidad de una semana aquí sola, y percibo que, ya solo el moverme por este espacio de calma, me pide hacerlo con equilibrio y conciencia.

Visitamos el Rock Room, una de las casas construidas sobre una roca que preside una entrada diáfana, antes de llegar al espacio superior en el que está la habitación en sí, abierta al espacio vacio. Los protagonistas aquí son figuras que representan los distintos dioses de todas las religiones, incluida una foto de Bob Marley, el dios particular de otros tiempos de Waruma, que resulta igual de desplazado que hacinarlos a todos juntos sobre una vieja mesa, sin venerar a ninguno. O quizás, al contrario, manifieste el sinsentido de la veneración.

Waruma nos contaba esta mañana como vivía él la diferencia entre el hinduismo, la religión de los tamiles del norte, de influencia india, y el budismo de los singaleses del sur.

-Mirad a vuestro alrededor, veis todos estos árboles frutales, los aguacates, los mangos, toda esta riqueza. Si el budismo está basado en la aceptación es porque la vida te da lo que necesitas, uno puede quedarse sentado bajo el árbol y le acaba cayendo la fruta antes o después. El hinduismo acaba siendo más agresivo, porque está basado en la escasez, y cuando no hay, peleas contra otros en busca de lo necesario – nos detalla, en un discurso que parece tener aprendido y repite una y otra vez a sus clientes.

Me quedo contrariada con esta teoría, no tanto por el sentido de una u otra creencia religiosa en sí, sino porque creo que es el culto al trabajo el que da los frutos que recogemos.

Nos encantaría alargar nuestra estancia, pero es hora de tomar carretera a Negombo. Llevamos a Chami, nuestra masajista, en nuestra furgoneta hasta Kandy, de vuelta a su casa. Chami tiene facciones suaves, un gesto vacilón y una risa fácil, hace ademán de contenerla con su mano en la boca, pero sigue nuestro cachondeo y nos busca las cosquillas. Sentada junto a Alberto en el asiento delantero, bromeamos a carcajadas con la propuesta de llevárnosla a España con nosotros.

-You don't want to go to Spain - Alberto retoma en un tono más sereno - people there very "hungry".

-Hungry? - dice Chami perdida en el argumento.

-Yes, "jangry" - repite Alberto mientras abre la boca con exageración y saca sus colmillos emulando a un animal en furia.

No hay gesto explícito ni voluntad de comunicarse que no aclare una confusión semántica.

Subir a un local a la furgoneta se ha convertido en una tentación para sacar el ukelele y comunicarnos a través de la música. Esta vez no será menos. Chami saca el móvil para grabar nuestras versiones de "I know you belong to me" a voces, que hemos ensayado con esmero en nuestras largas jornadas a cuatro ruedas. Aprovechamos para hacer un repaso de nuestro Sri Lankacuacua y nuestra versión de relato de viaje bajo la melodía de "don't worry be happy", "la alegría de la vida" y "no hay manera".

-Éramos seis en el Sri Lanka, en una furgoneta blanca". Rimas sencillas sacando poco a poco, nuestros pequeños momentos de tuctucs, cucarachas, ranas, tiburones y demás ocurrencias.

Con lo que me gusta escribir, descubro que no es tan fácil componer una canción y encontrar la palabra exacta, con la rima perfecta, con la melodía acertada, así que salgo de mi zona de confort, buscando ingenio entre el monzón, mientras Lidia y Luz buscan los mejores acordes en el ukelele.

En Kandy paramos a ver el templo del diente de Buda, pero me deniegan la entrada por vestimenta indebida. Yo que venía preparada con mi pareo para los hombros y mi vestido blanco hasta la rodilla, parece que las pequeñas transparencias en un vestido más playero de lo debido no se ajustan a lo propio en una visita de domingo a un templo.

Me refugio del calor en el Hotel Queens frente al templo, donde me encuentro con Javi que ha venido en mi búsqueda, y aprovechamos la conexión a wifi para llamar a las peques.

-Feliz día de la madre, te estamos haciendo un dibujo para cuando vuelvas.

Hoy es nuestro último día, así que ya hablamos de vernos mañana, ‎y esa sensación de inmediatez me reconforta al otro lado del telefono.

Y ya solo nos queda llegar a Negombo, ya ni pretendemos llegar de día, tan solo sobrevivir al monzón que nos acompaña con rabia en la carretera bajo un cielo negro y un sin fin de murciélagos revoloteando entre los árboles. Hasta Fernando ha querido despertar a uno que dormía colgado de sus patas boca abajo en un cable de la luz durante una parada en el camino, para darnos cuenta que se había quedado tieso allí para la posteridad. Cuando estamos contando los minutos que nos quedan para llegar, bajo la intensa lluvia y un tráfico delirante, nuestro conductor, que ya tiene casi rasgos singaleses, mantiene una templanza asombrosa ante la mayor de las tensiones y hasta se permite apreciar las sorpresas en el camino.

- Chicos, plátanos rojos, ¡acabo de ver plátanos rojos en ese mercado! ¿Paramos?

- Anda tira, que solo queremos llegar.

- Pero chicos, plátanos rojos, ¡no los he vuelto a ver desde que estuve en Cuba! - matiza, antes de desistir.

Media hora después, ante la tensión creciente de la carretera:

- Alberto, para cinco minutos, vamos a estirar las piernas y nos relajamos.

- ¿Parar? ¿Ahora? ¿Para qué? ¿Ahora que ya no hay plátanos rojos? ¿Para nada? Desde aquella vez en Cuba. Vaya.

Reflexionaba Javi una noche mientras planificaba la ruta del día siguiente con Luz, que ellos viven en el futuro, con la mente en lo que está por venir, Lidia y yo en el pasado, ella con la nostalgia de su ukelele y yo recogiendo historias en mi cuaderno de viaje. Y luego están Fernando y Alberto, los que nos enseñan a vivir el presente. El presente en forma de silencio, de plátanos rojos, de pájaros autóctonos, de frutas de pao, qué más da, cualquier excusa es buena.

Negombo es la opción perfecta para tomar un vuelo al día siguiente y evitar el bullicioso Colombo, y entre los muchos hoteles y Guest Houses en un vecindario tranquilo en la playa, ‎acertamos en nuestra elección con el Elephant Boutique Hotel, abierto hace tan sólo tres meses. Una cena en la playa pone fin a diez días intensos como siempre y nos prepara para el regreso a casa.





En una de nuestras conversaciones al teléfono, Julia me preguntó, "Mami, ¿por qué habéis elegido ir a Sri Lanka? - como si alguien se lo hubiera preguntado en Madrid y buscara la respuesta, en esa expectación que como madre te confiere la responsabilidad de estar marcando su camino. Porque lo que viene de una madre debe de ser la verdad absoluta, en su cabecita de cuatro años.

Confieso que en ese momento me costó encontrar una respuesta. Quizás le podía haber dicho que fui a ver elefantes y tortugas, que se escondieron finalmente de nosotros, o playas paradisíacas que seguramente tenemos mucho más cerca de casa, o un lugar para pensar entre los árboles. ¿Para qué quieres pensar, mami? - se preguntaría seguramente Julia.

Creo que le dije algo así como que el mundo es muy grande y distinto a casa, y este año decidimos sin saber muy bien cómo o porqué que Sri Lanka podría ser un buen destino a explorar. Pero que el país en el fondo da igual, que supone sobre todo un espacio para compartir con buenos amigos, para componer canciones disparatadas con un ukelele, para tomar un tren teniendo una furgoneta, para reír a carcajadas, para permitirnos vivir el momento, y también para seguir queriéndonos papá y yo, porque algún día vosotras no estaréis y yo me haré viejecita con él. Y en el fondo es una excusa más para viajar hacia el interior y conocerse mejor.

Aunque, contradiciendo a Waruma, no visualizo ese viaje como una habitación pequeña y oscura, sino como una carretera de montaña que serpentea sin fin, abierta al cielo, con sol y también monzón cuando toca, y que cuando crees que no puedes más de tanto bache en el camino, encuentras un cachito de paraíso que hace que todo lo demás valga la pena. Hasta siempre, Sri Lanka verde.

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