Tanzania


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Africa » Tanzania
November 9th 2014
Published: November 9th 2014
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Me despido de mis pequeñas en el coche de mi hermana Leticia, que me acompaña al aeropuerto por la mañana. Están concentradas en la historia de Frozen junto con sus primas mayores, con la mirada fija en la pantalla, y apenas pronuncian un adiós de reojo, por lo que la despedida se me hace fácil. Parece que los mundos de princesas de hielo tienen más gancho que una servidora con nudo en la garganta en ese instante, aunque me voy tranquila de haberles estado recordando durante toda la semana anterior que Mami se va diez días a África y que tendrán que cuidar por mi de Papá, que llega esta noche de Amsterdam.

El propio vuelo se llena ya de alguna historia que me revuelve el alma. Me siento en mi primer avión a Estambul con una mujer Kuwaiti de buena familia, con un entrañable sentido del humor. Bromeamos con las versiones de matrimonio que hay en el mundo, y lo distintas que han sido la suya y la mía. Me cuenta que viene de visitar a su hermano en Madrid quien, veraneando en su casa de Marbella con cuatro cuidadoras a cargo de uno de sus hijos de tres años, éste ha caído accidentalmente a la piscina, se ha golpeado, y aunque no entiendo muy bien los detalles del accidente y de sus consecuencias médicas, sí sé que ha quedado postrado para siempre en un silla de ruedas, perdido el habla, el movimiento y la sonrisa. La frustración de una familia que lo tiene todo, recibe visitas al hospital de las máximas autoridades, de embajadores, está en manos de los mejores médicos, pero no encuentra la fórmula mágica para revivir a su pequeño. Me enseña infinidad de fotos de un niño de la edad de Julia, cabello negro tupido y ojos intensos, pero mirada ya perdida. Un segundo antes de aquel fatídico momento, era un bellezón, un niño inquieto, un niño con toda una vida. Ahora ya cómo cualquier madre, veo en todas las desgracias los mismos ojos que los de cualquiera de mis hijas y ese temor a un posible instante fatídico.

Mi segundo vuelo a Dar es Salaam me lleva a sentarme al lado de una británica de camino a visitar a su hijo de treinta años, que ha dejado un buen trabajo en Hong Kong para ir a colaborar con una organización alemana en un proyecto de desarrollo en la zona‎. Está preocupada, no entiende el cambio, la motivación que le ha llevado hasta allí, de hecho coincide con uno de mis objetivos en este viaje, ya que vengo a explorar de cerca el proyecto que la Organización 2seeds lleva cinco años desarrollando en los poblados alrededor de Korogwe. Y esto va a dar para muchas palabras, pensamientos y vivencias más adelante.

Llego a Dar a las cuatro de la mañana, y nada más bajar del avión me invade el inconfundible olor a África, y la sensación de humedad plomiza que penetra en un aeropuerto de instalaciones rudimentarias. Allí me está esperando Ana, y después de tantas horas de vuelo, tan lejos de casa, encontrarte a la salida con una cara amiga-amiga y unos brazos abiertos para achucharte supone un gran confort.

Vamos a casa de Sunday, quien nos recibe con sus dos metros y pico, su cuerpo robusto y cuidado, y una sonrisa que exhibe voluntad de agradar y de hacerte sentir como en casa, en su apartamento de un barrio acomodado de Dar. Sunday, que le ha robado un cachito de corazón a Ana hace un tiempo, es un hombre con inquietudes, bagaje internacional, y formado en la Universidad de Johannesburgo. De hecho diez minutos después de mi llegada, aparece una amiga suya de la facultad, que acaba de llegar de Swazilandia a pasar también unos días en Dar. Estas casas en las que la puerta está siempre abierta y uno se siente invitado a pasar, sentir la cocina como suya y desplomarse en el sofá, se palpan en cualquier lugar del mundo.

Descanso del largo viaje hasta la mañana siguiente, aunque llevo horas sintiendo un virus que puede con mi cuerpo y que me hará arrastrarme la mayor parte de los dos días siguientes. Echo mano antes de lo que pensaba del botiquín que preparé con tanto esmero y que guardo en mi mochila como oro en paño en estos viajes.

Después de un divertido brunch en la terraza de Sunday, Ana y yo nos vamos al aeropuerto para coger nuestra avioneta a Zanzibar. Llegamos con el tiempo justo, apenas veinte minutos antes de la salida del vuelo y sin tarjeta de embarque, pero Ana está confiada, mueve un par de hilos, y sin enseñar documento de identidad que se precie, más bien pasando lista al estilo colegio, nos dejan pasar a pista.¿Varela? Mimi (yo). Adelante.

Es cosecha del propio Sunday eso de que el hombre está hecho para mantener los pies en la tierra, me angustia solo pensar en el vuelo, pero Ana sabe que en el fondo las emociones adicionales siempre se agradecen, y se le ocurre pedir expresamente que me dejen por favor sentarme en el asiento del copiloto, así que me conducen amablemente al sitio estrella. Mis piernas chocan con los mandos, y pienso, por dios Leyre, que no te de el impulso de pegar un volantazo en plena inspiración looping a mitad del vuelo. Me concentro en dejar el trayecto en manos del piloto, de rasgos egipcios, y serán finalmente veinte minutos de vuelo fácil y agradable, sobrevolando la costa de Dar. Siempre gasto demasiada energía en el previo, pensando en lo peor, y luego normalmente las cosas salen bien. Y no sólo volando.

En el aeropuerto de Zanzibar nos espera un conductor que Ana conoce, y la verdad es que conoce a uno en cada destino, que nos lleva dos horas en coche hacia el norte, hasta llegar al Kengwa Beach Resort, un hotel de turismo europeo, con una playa espectacular de arena fina, agua turquesa y veleros de pesca. Una cena sabrosa y cuidada con apenas luz y los pies en la arena, precede al acontecimiento de la semana, una fiesta de Haloween, cuyo volumen nos perseguirá a nuestro bungalow hasta altas horas, entre la lluvia torrencial que cae sobre el tejado, mientras sigo sacando mis virus por los poros de mi piel.

La mañana se despierta con la misma lluvia, Ana se anima a su segundo baño en el Indico bajo un cielo negro, pero mi cuerpo me pide prudencia y reserva de energía y defensas para los dias que tengo por delante. Nos iremos de la playa sin una tan anhelada siesta en la arena, pero los viajes son precisamente para esto, para no cumplir tus expectativas cerradas y regalarte por contra pequeñas sorpresas cuando menos te lo esperas.

Regresamos a Stone Town bajo la tormenta, me sorprende infinito la capacidad de Ana para disfrutar de la lluvia cayendo sobre ella y permanecer mojada hasta que el agua se la lleve el viento, si ocurre alguna vez. Durante el camino nos paran varios policías, alguno de ellos llamado "turístico", para pedir dinero al conductor. Le salva alguna excusa, o quizás se trate más bien de una confesión, quien sabe, de "mi familia está enferma y no tengo dinero" pero todo transcurre con normalidad y sin el menor atisbo de agresividad, como parte de un proceso en el que uno pide y el otro dice que no tiene, y la vida sigue.

Nos perdemos por el mercado de frutas y especias de la ciudad, y paseamos por las callejuelas peatonales repletas de comercios y ambiente propio de cualquier pueblo musulmán. Cenamos frente al mar, en el 60 degrees, de nuevo en un entorno más bien turístico del que se agradecen los sabores conocidos y por cierto exquisitos, acompañados con una capirinha que hasta gana la aprobación de la brasileña que me acompaña. Compramos un mhogo en el mercado nocturno de comidas de la plaza antes de irnos a dormir al Warere Town House, un lugar con encanto árabe impoluto y especialmente cuidado para lo que esperaba encontrarme en Tanzania, y es que Ana ha decidido darle un enfoque de mimo, relax y toque europeo a este fin de semana de reencuentro antes de adentrarnos en la vida tanzana real.

Confieso que me he acordado mucho después de esas pequeñas comodidades que tan poco apreciamos cuando las tenemos, pero que nos hacen sentirnos tristemente incómodos cuando nos faltan, bueno, cuando nos faltan a los que llevamos pocos días en Tanzania. Parece que, como con todo en la vida, uno acaba haciéndose a vivir como los locales, a tenor del comportamiento de los cooperantes con los que convivo estos días, que ni si quiera hacen comentario alguno sobre comer en el suelo en recipientes de higiene dudosa, entre arañas o ratas, o utilizar un baño que se compone básicamente de un agujero en el suelo y cubos de agua.‎ Su evidente capacidad de adaptación me hace sentirme aun más vulnerable.

Sigue lloviendo con furia, y tenemos por la mañana nuestra avioneta hacia Tanga, una población en la costa al norte de Dar. Me paso la noche anterior consultando a través del internet del hotel el pronóstico del tiempo para el día siguiente: tormenta que empieza a calmar y despejar sobre la hora de nuestro vuelo. Como si fuera matemáticamente cierto o como si yo fuera a poder cambiar algo. Me resigno a lo que tenga que ser, y finalmente, lloverá con fuerza en el trayecto, pero, distraída por las muecas del bebé mestizo de ocho meses que viaja con una cooperante a mi lado, me pongo sin otra opción posible en manos del piloto, un joven blanco haciendo horas de vuelo para tener opciones en una compañía de mayor calado, que sabe lo que hace, y nos lleva a destino.

En Tanga cogemos el que será mi primer autobús en Tanzania, por fin llega uno de esos momentos esperados. Recuerdo las normas que ya he vivido en el pasado en otros países en este continente, como que sólo se sale cuando se llena, sólo se reposta cuando se sale, que hay tantos sitios como almas capaces de apretujarse, y quien viaja con bebés, mientras suben o bajan las bolsas, lo suelta en brazos de otros y se lo van pasando con normalidad hasta volver con su madre o padre. Los vendedores de plátanos, cacahuetes y patatas a 100 chelines meten su brazo de lleno por la ventana mientras ofrecen sus bolsas con vehemencia. Uno de ellos me golpea en mi brazo con una botella de Sprite para dejarme claro que su producto está frio acorde a mis estándares. También he vuelto a recordar cómo, cuando en una estación de autobuses un tipo tira de tu maleta con agresividad, no es para robartela, es para convencerte de que te vayas en su autobús y no en el de la competencia.‎

Disfruto del trayecto, con sus cientos de paradas y subeybajas, al son de música africana a todo volumen mientras se suceden mil escenas pintorescas al borde de la carretera. Llegamos a Korogwe, y nuestro mototaxi le pregunta a Ana si "va a su casa" porque, aunque ella no le conoce a él de nada, él tiene clarisimo donde vive ella. Y es aquí donde empieza realmente mi experiencia con el proyecto de 2Seeds, una ONG que conocimos tiempo atrás en Washington a través de su fundador. De hecho Javi y yo le presentamos a nuestra amiga Ana el proyecto cuando ella todavía vivía en San Paolo, hasta aquí nuestro mérito. El resto es suyo, y eso que Ana se afana en cada reunión con los socios locales, los campesinos, en presentarme cómo "la persona sin la cual ella no estaría ella hoy en Tanzania". Es increíble ver la reacción de gratitud de estos, como, en alguna ocasión, tras un ¡oooohhh! versión swahili, se han levantado de nuevo para darme la mano y presentarse con respeto, como si hubiera yo tomado otra dimensión, la del inicio del cambio de sus vidas, repito, yo no hice nada significativo, pero Ana está teniendo un impacto enorme en la vida de tantas familias y comunidades, dándoles las herramientas y habilidades para creer en ellos y construir su futuro. En algunos casos, el cambio es tan evidente que ha transformado comunidades con serios problemas de hambruna en integrantes activos, emprendedores, confiados, con futuro, y como no, mejor nutridos.

Ana es la Country Director para 2Seeds y vive en Korogwe con sus dos Coordinadores de Proyecto Senior, en una casa con mayores comodidades de las que tienen los cooperantes de los pueblos, básicamente acceso más directo a comercios, electricidad y wifi, que les permite trabajar en su parte de gestión e interlocución con EEUU, y sirve como base y punto de reunión para todo el equipo. Se respira ambiente de trabajo e intención orientada a esforzarse por un objetivo común.

Empiezo a experimentar el ritmo de trabajo que llevan, y es que no hay tiempo que perder, según llegamos nos espera un training en las montañas de Litundi. Me sorprende la pericia de Ana conduciendo el todoterreno de 2seeds por los terrenos de barro, montaña arriba, que se me harían imposibles. Descubro nada más llegar que el mejor pan a muchos kilómetros a la redonda de Korogwe lo hornea el hospital psiquiátrico de Litundi, construido en los años 50 por unos alemanes. Una familia vive aquí desde entonces y lleva su gestión, sus hijos han nacido en el hospital y tienen hoy veinte años, y al ver sus instalaciones de estilo europeo y cuidado al detalle, uno cree transportarse por un momento a cualquier sitio de Europa. Nos cruzamos de lejos con la hija, una chica rubia de sonrisa tranquila, que parece que hubiera llegado recientemente de Alemania para un trabajo de cooperación, cuando realmente ésta ha sido su vida.

Participo en‎ una formación en gestión del tiempo, dentro del Business Curriculum de los Partners de Litundi, junto con los dos cooperantes que están basados en el pueblo. Todo transcurre en el campo, entre flipcharts en el suelo, con conceptos claves escritos en naranjas frescas que reciben al vuelo los participantes al contestar a las preguntas de revisión, excelente metodología de contraste de aprovechamiento, que además les mantiene alerta para llevarse a casa su fruto. Una pistola de agua disparada con humor sirve como tierno revulsivo a quien anda despistado o quien llega tarde. Y es que los socios tienen que completar un mínimo de siete de los diez módulos que componen el Business Curriculum para poder graduarse, acontecimiento que culmina con una sencilla celebración. "Para poder bailar, hay que graduarse, y para graduarse, hay que asistir y participar en la formación" les recuerda. No me sorprende el alto grado de involucración, no sólo por esta estrategia de compromiso, sino porque Ana hace de cada minuto de sesión formativa una oportunidad para compartir inquietudes, reírse, y resolver dudas que les impactan en el día a día. Despliega una habilidad finísima para enganchar a tantas personas, y hacerlo en perfecto swahili multiplica su mérito y su magia. En esta ocasión, les ayuda a saber detallar su lista de tareas, y aprender a gestionar su tiempo y sobre todo a ellos mismos. Es curioso como en África enseñamos a poner nuestros objetivos por encima de la espontaneidad, el caos y el foco excesivo en las relaciones personales, y en EEUU he vivido hace no mucho la formación en el desarrollo de personas, que invita a la esponteidad y a los tiempos muertos, más allá de los objetivos como fin único. Mundo loco.

Por la mañana visitamos Tabora, una comunidad de mujeres y niños, hace unos años con serios problemas de hambre, y cuyas socias han aprendido a cocinar patatas‎ fritas, para empaquetarlas y venderlas a los comercios. La subida a Tabora es toda una experiencia en sí misma, y es que cada camino que lleva a cada uno de los poblados es de una belleza espectacular y uno tiene la sensación de llegar al fin del mundo. Aquí viven con la comunidad dos de las cooperantes americanas, sin agua ni luz, pero con un montón de mensajes inspiradores colgados de las paredes de su casa. Es prácticamente la única casa de cemento, el resto de casas del poblado está hecho de adobe, y en ellas conviven familias enteras, perros, gatos, cabras, con apenas un par de recipientes para la comida, algunos enseres apilados, varios cubos de agua, cada uno por cierto con un cometido distinto, por lo que no deben mezclarse, y una tela en el suelo para dormir. Recorremos el pueblo saludando a las mamas (así se llaman) quienes nos invitan a su casa para ponernos al día de las últimas novedades, alrededor de un vaso de té exagerádamente azucarado o un trozo de chapata, una especie de crepe.

Me impacta conocer a una mujer valiente de veinticuatro años, una de las socias más activas del proyecto, a quien obligaron en su día a dejar la escuela por quedarse embararazada, bueno, realmente la historia es más cruda aún, le dijeron que si quería seguir debía abortar, así lo decidió, y cuando regresó a la escuela, se encontró ya con la puerta cerrada para siempre. Tiene ahora tres hijos, comparte marido con otras tres mujeres, una de ellas con siete hijos de ese mismo hombre, niños a los que ha decidido abandonar. La madre de tres los ha acogido, así que ahora esta mujer coraje hace malabares para cuidar a diez niños, la más pequeña una bebé colgada de su espalda, mientras cocina patatas fritas para un futuro mejor Mama tiene unos ojos grandes y negros, una sonrisa franca y un porte dulce pero enérgico a la vez, y aunque no entienda lo que me dice en swahili, siento que está tomando las riendas de su vida.

Se repite la escena de despedida de las cooperantes, al igual que el día anterior en Litundi. Lo que yo he vivido con intensidad durante cinco horas, en plena montaña y sin medios de ningún tipo, es para ellas su vida y su día a día. Pienso en el mal rato que he pasado cuando una de las familias nos ha invitado a comer en el suelo de su chabola ugali, una masa blanca a modo de pan que se moja en agua para hacer una pelota, para mezclarlo en este caso con la mano en un barreño de judías rojas, y acompañarlo de unos pescados diminutos sin apenas carne, que habrán esperado durante horas en el mercado al sol entre moscas, y que ahora descansan en unos recipientes de plástico viejos y sucios. Proyecto mi extrema incomodidad frente a esa situación en la que no puedes rechazar un ofrecimiento a lo más preciado que ellos tienen, porque no todos los días pueden comer, y tengo un impulso estúpido de querer llevarme a las americanas conmigo de vuelta a la civilización, como en un acto de salvación, cuando realmente ellas han elegido estar allí, y su objetivo determinado de ayudar a ese poblado está muy por encima de mi necesidad obsesiva de comodidades occidentales.

Una de las capacidades excepcionales de Ana es la de combinar su estado de presencia íntegra en cada conversación sentada en una silla diminuta en casa de una y otra campesina, y conseguir mantener al mismo tiempo a rajatabla su apretada agenda para el día. Cuando conseguimos despedirnos de todos, nos apresuramos a salir de allí, nos espera una reunión de profitability con los socios de Kwakiliga.

En Kwakiliga producen los mejores huevos de la zona, gracias al proyecto de criado de gallineros en torno a una huerta, que han desarrollado y construido con los locales del lugar. La reunión está convocada en la casa de los dos cooperantes del proyecto, en una de las habitaciones, en la que han levantado la cama contra la pared para hacer espacio para todos para sentarse en el suelo entorno a una taza de té, mientras van haciendo sus cálculos de rentabilidad del mes y Ana les guía en el proceso. Soy la única que reparo en las enormes arañas que hay por todo el techo y la pared. Únicamente uno de los americanos le hace un comentario a Ana sobre las ratas con las que viven, señalando un agujero en el techo por donde se deben de colar. Lo cuenta con normalidad, como detallando un proceso de trabajo, mientras preparan los objetivos de la reunión. Cada segundo que pasa me siento más pequeña y más débil.

Mientras avanzan con la larga reunión, merodeo por los alrededores de la casa hasta que se me acerca un masai, calvo, con su pendiente de aro, su falda de cuadros y su bastón, con un inquietante interés por conocerme. Reconozco que me asusto un poco y disimuladamente, como si me necesitasen en la reunión, vuelvo a la casa a paso ligero. El hombre no cesa en su interés, se acerca a la puerta de casa y le pide al cooperante, a quien conoce del pueblo obviamente, que yo salga por favor. Ya con respaldo occidental, me atrevo a acercarme y darle la mano. Como tribu, tienen un idioma propio que no es swahili, por lo que las traducciones en las que siempre me apoyo no me sirven en este caso, así que tiro del recurso de siempre en estas situaciones, el de soltar una parrafada en el español lo más rápido que soy capaz de hablar, para así ponernos al mismo nivel. Creo que mi reacción espontánea le da confianza y, seguramente por curiosidad hacia mis facciones más que otra cosa, se acerca tanto a mi cara que tengo la reacción innata de apartarme, cómo si rechazara un beso de un tipo atrevido en una noche loca. Recuerdo una amiga que me dijo hace muchos años que su mayor ilusión era bailar con un masai, esto ha sido lo más cercano a lo que he llegado de momento. Y digo de momento porque estoy escribiendo esta parte del viaje desde la cima del Gnorongoro al borde de una carretera, hace una hora se ha averiado nuestro coche y mientras esperamos, empiezan a congregarse alrededor nuestro los masais que están por la zona cuidando de su ganado, somos su principal atracción.

Pienso que esta experiencia me está dando la opción de vivir un viaje en África con otros ojos, no tanto ya desde la romería estética de momentos, caras, trapos de colores y escenas al borde de la carretera, sino teniendo la oportunidad de conocer a las personas, con sus capacidades, sus miedos, sus dificultades de gestión, a otra escala, pero muy similares a los que tenemos en nuestro mundo.

De vuelta en Kwakiliga, visitamos los gallineros mientras una de las socias nos prepara la cena cómo símbolo de agradecimiento. Pasamos por su casa para acompañarle en el proceso de cocer el arroz y los frijoles, entre el carbón, los botes de plástico, y los perros y gatos raquíticos que pasean por la chabola a sus anchas, y vuelvo a sentir náuseas pensando en el abundante plato al que me voy a tener que enfrentar en una celebración organizada en honor a mi presencia, así que se que me tocara la porción mayor.

‎Nos sentamos a cenar bajo las estrellas y una luna llena sobre una tela en el suelo. Son las ocho de la tarde, sólo he desayunado una tortilla a las siete de la mañana y mi principal obsesión ha pasado a convertirse en que no me falte por lo menos agua. A pesar de que debería tener hambre, cuando llega mi temido plato delante de mí, siento un nudo en la garganta y no puedo con él. Menos mal que los cooperantes son dos tipos grandes viviendo en el campo y aceptan de buen grado mi plato, así que me lo tomo como ayuno espiritual intencionado, y lo intercambio con disimulo por uno de sus platos vacíos. A mitad de la cena, atraviesa por medio de nuestra tela y por encima de nuestros platos un ratón con prisa, que choca con una pierna de una compañera antes de seguir su camino en diagonal. Una vez más, soy la única que reacciono con un grito agudo de histeria y ni puedo "subirme a la mesa" en típica reacción de dibujo animado, ya que cenamos en el suelo.

Cuando creo que ya he superado el apuro de la comida, llega la hora del té, que Ana ha tenido el detalle de pedir sin azúcar por mí. La mujer de mi lado parece mofarse de la porquería de té sin azúcar que nos gusta a los occidentales, pero de nuevo, ni siquiera puedo con esa taza, y está vez mis coches escoba han tenido suficiente con la suya, así que me las apaño para derrarmarlo en la tierra como puedo. Casi al marcharnos, alguien pone música africana y por fin encuentro una manera sentida de dar gracias a nuestros anfitriones, así que bailamos por un momento bajo la única luz de la luna.

Volvemos a Korogwe, estoy agotada, ha sido un largo día. Y me siento pequeña, porque en todo el día de hoy yo he sido mera observadora, sin el peso de la responsabilidad sobre cada reunión, cada consejo, cada decisión que se ofrece a los socios, y aun así no puedo con mi alma. Una llamada de rutina por skype con Javi y mis peques hablando del cole, la clase de natación, música, y el informe que falta por rematar, me reconforta con dulzura.

Me despierto con la energía necesaria para afrontar el largo día que nos espera. A las seis de la mañana salimos para Magoma, el lugar del que llevo a Ana oyendo hablar con más pasión desde hace cinco años. La carretera que transcurre entre vegetación frondosa, arrozales, palmeras y baobabs con el sol del amanecer nos regala una de las máximas expresiones de belleza que he visto jamás.

Son dos horas de camino de barro rojizo, con gente caminando a los lados en los ‎dos sentidos, campesinos, niños de camino al colegio, mujeres transportando agua sobre su cabeza. Voy en el coche con cuatro integrantes de 2seeds, nadie habla, el ruido del motor y el movimiento del coche entre los baches y el barro incitan a acercar la cara a la ventana y dejarse únicamente inspirar por el viento. Me vienen mil pensamientos a la cabeza, y pienso que es una pena no poder grabar cada uno de ellos, porque en cada minuto he sentido más inspiración que en muchas semanas de rutina juntas.

Ana lleva cinco años aquí, Ken y Hayley año y medio, y yo que llevo tres días, me siento extraña con mi cámara y mis pensamientos de turista, ellos disfrutan de esta belleza tanto o más que yo, pero están ya hace tiempo por encima de esas pequeñas cosas de la rutina local que impacta sobre lo que yo entiendo como mi confort, la comida, el espacio, la higiene. Toda su energía está enfocada a los proyectos en los que están inmersos, oigo conversaciones telefónicas desde que sale el sol a las cinco de la mañana, y cuando acaba el día en los poblados y cae el sol, y la falta de electricidad hace imposible cualquier actividad, regresan a su Korogwe más civilizada para conectarse a internet, mantener sus reuniones con Estados Unidos y seguir trabajando delante de su ordenador. Todas las conversaciones giran entorno a buscar soluciones a las dificultades que surgen cada minuto, con nueve proyectos en tantos poblados y unos ciento cincuenta socios locales que han decidido subirse al autobús de transformar su vida. Aquí entiendo el sentido de la motivación profunda.

Llegamos a las ocho de la mañana a Kijungu Moto, para una reunión de seguimiento de actividad. Ana, con su experiencia de estos cinco años en el proyecto, aporta claridad y visión en cada reunión a la que acudimos, preparada por los cooperantes de cada pueblo. Los locales la esperan siempre, la reciben con calor, y confían en ella. Es capaz de serenar la mayor de las tensiones, de ejercer presión efectiva a quien lo necesita, de inspirar con sus palabras y ejemplos acordes a la realidad local, llena cada habitación con magia y su presencia se siente con peso y confort.

Nuestro siguiente destino en la mañana, es Bombo Majimoto, el poblado de los árboles de mango. Paseo con una de las cooperantes por el pueblo hasta que una de las mamas nos invita a té y chapata. Conversamos con ella, aunque acabamos Hayley y yo solas en su pequeña chabola hablando del futuro y las motivaciones de carrera, y creo que por primera vez mi foco deja de ser la casa de paredes derruidas, baldes sucios y té insípido, y empiezo a disfrutar del momento de charlar desde ese silla diminuta. Mama dice que nos deja, se va a la casa de al lado a dar a luz a una mujer y es que ejerce de matrona en el poblado. Lo que hubiera dado por poder acompañarla en ese momento.

Cuando acaba la reunión con las cooperantes de Bombo, salimos hacia Magoma para conocer por fin los proyectos que ha sembrado Ana desde sus inicios en Tanzania y por los que siente especial devoción. Se trata de un proyecto de cultivo de la tierra, un gallinero y un estanque con peces, en una espiral en la que los nutrientes de un proceso ayudan al otro, y que se desarrolla en el entorno de una escuela, lo que permite a los estudiantes, junto a sus padres y otros campesinos del lugar, formarse en esa actividad, cuidar de esas tierras y aprender a gestionar sus beneficios, labrarse un futuro en definitiva. Y al mismo tiempo, lo que se saca de la venta de esos productos va destinado a proveer a los escolares de comidas.

Esa tarde toca formación en record keeping, que junta a niños y mayores totalmente motivados. Realmente les vi así de motivados en la primera sesión, porque en la segunda mi cansancio me supera y caigo rendida sobre la alfombra mientras vuelan las naranjas hacia quien acierta contestar a las preguntas que plantea Ana.

Como hoy hemos salido de casa a las seis de la mañana sin desayunar y no quiero pasar otro día difícil, a las dos de la tarde me decido a buscar plátanos en Magoma. Se ofrece a acompañarme Julio, uno de los cooperantes del pueblo de origen colombiano, aunque nos hemos entendido mal y me lleva a un negocio local de comida frita. Le digo que por favor solamente busco plátanos, solo pienso en algo que yo pueda abrir y no requiera proceso alguno, y finalmente me ayuda a conseguirlos.

Según volvemos a la escuela, me como tres plátanos de una tacada, creo que Julio se preocupa al presenciar tanta ansiedad. Ya está, con eso estoy lista para el resto de día pienso, ya que hoy estamos invitados a cenar y dormir a casa de Mama Tuna en Magoma, y anticipo un nuevo bloqueo con la comida preparada. Curiosamente en el segundo y último training del día en Magoma nos reciben con palomitas y plátanos. Otro plátano más no puedo, pienso, pero las palomitas con el sonido de la lluvia fuera hacen las delicias de mi paladar.

Paseamos por Magoma donde todos saludan a Ana con cariño. Por cada esquina van apareciendo mujeres, adolescentes que eran niños cuando ella empezó el proyecto aquí hace cinco años, y ‎todos reclaman su atención al grito de, ¡Anaaa! Vamos a ver a la abuela Bibi, de la que tanto he oído hablar estos años. Me recuerda a todas las abuelas del mundo, con sus más de noventa años, su cabeza tocada y memoria a veces desvaneciente, repitiendo una misma idea una y otra vez. Ana la abraza como abrazan las nietas, y me cuenta que suele dormir con ella en su cama cuando se queda en Magoma. Yo me sigo quedando bloqueada en la escena de la casa derruida, sin luz, durmiendo en una cama vieja, y ella hablándome de cariño.

Llegamos a cenar a casa de Mama Tuna quien nos recibe con todos los honores. Mama Tuna es de origen omaní, sus ojos verdes le dan un aire exótico a su tez morena, y su hija de tres años, a diferencia del resto de niñas de piel negra y pelo rapado al uno, es una linda mulata con trenzas y sonrisa pícara. Su madre es una mujer emprendedora, trabajadora incansable, al igual que su marido. ‎Es evidente que su casa tiene muchos más medios que las otras del pueblo, y Ana me cuenta que siempre invita a personas del pueblo a comer, y es que en la cocina de Mama Tuna se cuecen recetas que otras casas del poblado desconocen. Tienen grandes lujos para Magoma, cómo son la leche, la fruta o verdura, que Mama Tuna combina con mimo para preparar comidas que ofrecer a su familia e invitados.

Tomamos carne en salsa con verduras y espinacas, pero no soy capaz de acabarme una masa de arroz con guisantes que me han servido en grandes cantidades, y como los demás repiten y repiten y yo me quedo estancada con mi cuchara delante mi plato y mi montaña de masa blanca, nuestros invitados se preocupan por mi, le preguntan a Ana que qué me ocurre, y seguramente se lo toman como gesto de desprecio hacia su amable esfuerzo de organizar toda la cena en mi honor. En ese momento pienso que me seria difícil vivir aquí, especialmente por mi relación con la comida y la higiene, aunque me despierta la curiosidad el pensar si habría un punto de inflexión en algún momento para mi y acabaría cómo el resto de cooperantes sentados conmigo en la mesa, que parecen disfrutar de lo lindo.

Hacen un nuevo intento de alimentarme ofreciéndome de postre, oh no... unos plátanos. Con lo que me gusta a mi esa fruta, que he incorporado ahora a mi rutina diaria, lo que la he echado de menos desde que llegue a Tanzania, pero que hoy me ha perseguido con obsesión. Además de los tres que me comí con Julio, me dejé otros cuatro en un afán de aprovisionar por si pintaban bastos, pero ha hecho mucho calor y el olor a plátano iba invadiendo mi bolsa, así que en nuestro training acompañado de palomitas de la tarde, aproveché que todos comían plátanos para finalmente sacar los míos, y acabé engulléndome otro par, para aprovechar y dejar la piel junto con el resto. Porque esta es otra, no existe el concepto de basura, y me he visto en varios momentos yendo a rastras con mis desperdicios de un sitio a otro, por lo que empiezo a tener a lo largo del día una estúpida obsesión por deshacerme de mis plátanos. Así que ya van cinco plátanos hoy, y me quedan dos, que he sacado de mi bolsa para que no impregne mi cámara de fotos con su olor, con la mala suerte que Mama Tuna me los ve según me acompaña a dejar mis cosas en la habitación. Creo que no entiende nada, la invitada que rechaza plátanos y se pasea con un par de ellos por Tanzania. Demasiado largo para explicarle mi complicada relación de hoy con el fruto.

Lo que pronosticaba como una noche difícil en una chabola del pueblo, acaba siendo una experiencia agradable en una habitación cuidadosamente preparada para nosotras, con camas de verdad y en altura, almohadas tan almohadas que hasta me hablaron de ellas las cooperantes de Bombo, y hasta un ventilados conectado a electricidad. Esas pequeñas cosas.

Cogemos de vuelta un autobús a Korogwe a las seis de la mañana, en el que llegaremos dos horas después de vuelta a casa para preparar mi siguiente etapa. Y ésta anterior se acaba, entre otras cosas,‎ porque como desayuno acabamos entre Ana y yo mis malditos dos plátanos restantes, y siento una ridícula liberacion.

Me despido de Ana como cada vez que me he despedido de ella en el pasado en distintas situaciones, con cierta congoja. Difícilmente voy a olvidar lo que he vivido con ellas estos días, y el país que he conocido a través de sus ojos, de su trabajo y del cariño que le pone a las cosas. Me encanta pensar que nos volveremos a ver pronto seguro, y que ninguna sabemos en que lugar del mundo nos encontraremos de nuevo, porque hasta ahora siempre ha sido uno distinto. La amistad es la que hace el mundo pequeño y grande a la vez.

Aquí empieza mi etapa en solitario en mis últimos días en Tanzania, para conocer Serengeti y Gnorongoro en un safari que he organizado con un amigo de Ana. Como no quería ir sola, busqué personas que me quisieran acompañar a través de un foro de viajes, hasta que contacté con una pareja de Londres que se ha unido a mi propuesta. Hemos intercambiado varios mensajes en las últimas dos semanas, y he quedado con ellos esta noche en Arusha, a donde me lleva mi autobús desde Korogwe. Pienso que llegaré en tres o cuatro horas, pero el trayecto se acaba haciendo un pesado viaje de casi siete horas, en un frustrante concepto del tiempo en África que sólo parece preocuparme a mi.

Llego a Arusha a donde se suponía que venía a buscarme el conductor de nuestro safari, pero no consigo dar con él en la parada de autobús, y una decena de taxistas, guías, intermediarios, me persiguen insaciablemente alrededor del autobús al grito agresivo de, ¡taxi, taxi, safari, hotel!. Tengo que decidir rápido que hacer, así que elijo a uno, le miro a los ojos e intento ver más allá del tipo buscando negocio con vehemencia. Saco de las chistera los recursos que he adquirido estos días tratando con los campesinos y le pido que me ayude por favor a encontrar a mi conductor. Sabe que a partir de aquí no tiene nada que ganar conmigo, y aun así me cede su teléfono, hace un par de llamadas por mí, hasta que acabo encontrándome con Hugo, quien será nuestro chófer y guía durante el safari. Asante.

Pensaba que mi relato acabaría aquí, ya que no suelo tener expectativas de aventura con las rutas organizadas, y me imagino lo que uno viene normalmente a ver y hacer al Serengeti, animales a la izquierda, a la derecha, comer, descansar, animales por la tarde, cenar y dormir. Pero la verdad es que estos días han tenido su adrenalina, reflexiones, y mucha belleza.

Llego por tanto al Outpost Lodge, el hotel del Arusha donde he quedado con Matt y Rehka, la pareja de británicos. Mi primera sensación al conocerlos me tranquiliza, creo que los tres días juntos pueden ir bien. He elegido un safari de tres días para ver Serengeti y Gnorongoro, lo que es un plan ambicioso, ya que la base de Serengeti esta a siete horas de Arusha, el último pueblo civilizado, y normalmente ‎ninguna compañía ofrece ir hasta Serengeti en menos de cuatro días. Pero he seguido el consejo de Ana, quien ha acabado diseñando esta ruta ella misma después de hacerla varios años con su grupo de cooperantes, y ha sido un acierto.

Salimos pronto por la mañana de Arusha en ruta con el chófer y el cocinero, quienes nos van a cuidar durante estos días. Y yo que vengo de mi experiencia por los poblados a ritmo de trabajo y ayuno, me parece un auténtico lujo que me preparen comida tres veces al día, me monten y desmonten la tienda y muevan el coche tres metros atrás a petición para tener mejor vista de la cara del león que descansa junto con su hembra. Tengo la sensación de que los ingleses que se han unido a mí viaje están algo incómodos con el enfoque, ya que no deja de ser un plan rústico de camping safari y esperaban otro tipo de montaje, en fin, todo es cuestión de perspectiva.

Nada más entrar en el Gnorongoro de camino a Serengeti, se rompe el tubo por el que pasa el líquido de freno, y nos quedamos averiados durante casi dos horas en mitad de terreno masai. ‎Mientras Hugo detecta la avería, encontramos una buena oportunidad para disfrutar del silencio de los altos del Gnorongoro, con una visión infinita, hacia un lado montañas, en las que se asientan poblados masai, que van cambiando de color con el sol, al otro el propio cráter. Se acerca un niño masai que está cuidando de su rebaño y, sin duda habituado a tanto turista por la zona, me pide expresamente que le saque una foto y se esfuerza por posar estático para mí. Como llevo varios días ya por aquí, además me siento confiada y le veo animado con el posado, tengo la terrible idea de subir la montaña unos pasos para hacerme un popular selfie con él, pero según me acerco más de la cuenta, sale corriendo despavorido. Mi relación imposible con la tribu y mis ideas de bombero.

Aprovecho para ponerme al día con mi diario de viaje, ese que no tenía intención de escribir cuando salí de casa hace una semana, pero no sé que me pasa cuando viajo lejos que siento un impulso irrefrenable a coger el teléfono y plasmar lo que me viene a la cabeza y me revuelve por dentro al observar nuevos mundos. Mientras escribo, van llegando más niños masais que se concentran en torno a nosotros, y cuando pienso que ya empieza a haber sintonia con la tribu, uno de ellos me pide veinte dólares por una foto. Lo que tiene que haber desvirtuado el turismo a estos niños que viven al borde de la carretera.

Finalmente decidimos irnos, Hugo ha hecho un apaño aunque la avería no está arreglada‎, así que descubro que es posible llegar a Serengeti con más pericia que frenos. Por el camino, especialmente ralentizado gracias a la prudencia de nuestro conductor, vemos ya varios elefantes, millones de gacelas y una manada de ñus. Llegamos al campsite público, que consiste básicamente en dos cabañas cubiertas, una para cocinar y otra para cenar, unos baños bastante cuidados y un descampado abierto a todos los animales. Mientras preparamos las tiendas aparece un elefante inmenso que la toma con varios recipientes y con los enseres de nuestro guía, levantándolos con la trompa y dejándolos caer. Decide pasear a sus anchas por todo el campamento y por momentos se acerca nosotros, y viendo la cara de susto de nuestro cocinero, nos fiamos del instinto local y nos refugiamos en una de las cabañas. Los guías de los tres grupos que nos quedamos allí está noche, nosotros tres, una pareja y un grupo de cuatro, intentan espantarle pero el animal hace caso omiso. Pasa una hora, se va haciendo de noche y el elefante sigue deambulando por allí. Finalmente se acaba la luz del día, ya no conseguimos verle y confiamos en que en algún momento se marche, pero nos da pavor pensar que pueda pasar la noche con nosotros y tomarla con las tiendas de la misma manera que lo acaba de hacer con las otras bolsas.

Gracias a que hay luna llena, la noche no está del todo cerrada, porque la única luz artificial que tenemos son dos bombillas alimentadas por un panel solar dentro de las cabañas en las que cenamos. Para volver a la tienda o acercarse al baño, necesitamos linternas, que además, parecen ayudar a ahuyentar a los animales. No me siento nada confiada en ese entorno, además duermo sola en mi tienda, pero me decido a ir al baño antes de meterme a dormir. Según me acerco, un alemán de uno de los grupos, alto, media melena, y gesto naif aventurero, me advierte de diez búfalos que están justo detrás de sus tiendas muy cerca del baño. La luz de mi teléfono no es todo lo potente que quisiera, así que se ofrece a alumbrarme mi camino al baño y esperar a que salga. Me acompaña hasta mi tienda, y allí me quedaré sola por el resto de la noche. Tengo todo preparadado desde antes del anochecer para meterme directamente a dormir, y me esfuerzo en concentrarme en que todo está bien, que no hay peligro, nuestro conductor me ha asegurado que los animales no atacan las tiendas y quiero creerle. Pero según intento conciliar el sueño, empiezo a oír a los búfalos muy cerca de la tienda, mascando hierba y respirando fuerte. No tengo ni idea como podría atacar un búfalo si lo hiciese, pero la verdad es que estoy aterrada. Ya es demasiado tarde, pero pienso en ese momento que tendría que haberle dicho al alemán que se quedara conmigo en la tienda. Y sí, soy una mujer felizmente casada y en circunstancias normales no le invitaría a dormir conmigo a un alemán que he conocido hace diez minutos, pero creo que la posibilidad de sentirme minimamente resguardada de una cornada de búfalo o un pisotón de elefante merece la ocasión. Pero ya no hay manera de salir de la tienda para pedir sopitas a desconocidos.

Así que pienso en la relación del hombre con el miedo. Me vienen a la mente aquellas noches de acampada en los bosques de Nueva Zelanda en los que bromeabamos con la posibilidad de que apareciese "Jason con la motosierra" en un entorno‎ se prestaba a ello, y pienso que el miedo a los hombres es un miedo más incomodo y antinatural. Aquí con los animales merodeando, siento un hormigueo de supervivencia, se me sale el corazón por la boca, pero tiene su punto de adrenalina gustosa. Dormiré toda la noche a cachos, entre sueños de un león que me acaricia la cara, despertar repentino, y nuevamente los búfalos respirando cerca, y es que pasan gran parte de la noche con nosotros. Hasta que una vez que me despierto sé ya que no están, solo se oyen los monos en los árboles y eso me tranquiliza.

Nuestras tiendas son robustas, de tela dura tipo militar‎, y ofrecen cierta sensación de protección, pero cuando amanezco por la mañana, pienso que el alemán casi hubiera aceptado de buen grado unirse a mi tienda. Le veo salir de una tienducha diminuta estilo Decathlon, de esas de viaje que luego se guarda en una bolsa portable redonda plana, que ha sujetado con cuatro pedruscos para que no se la lleve el viento durante la noche. Sólo se me ocurre decirle, eres un valiente, a lo que me mira, y con cierta sorna, me contesta, "sabes, esta noche no me he sentido nada valiente, he tenido a los bichos encima". Mi compañero británico me confiesa que tampoco ha conseguido pegar ojo en toda la noche, creo que tenían la idea de que acampar en el Serengeti suponía llegar a un camping de los de toda la vida, con su valla de entrada, su recepción, su tienda y un letrero para los animales que diga "no pasar, humanos". Al final agradecen la experiencia, que está siendo más rústica de lo que ellos imaginaban, y me siento un poco responsable, pero me esfuerzo por quitarme esa carga que siempre me pesa, disfrutarlo yo y esperar que ellos le saquen el máximo provecho tambien.

Después de una taza de café, salimos a las seis de la mañana en busca de animales. El plan de acampada parece ser el mismo para todos los grupos, se sale pronto con el sol y el chófer, y se regresa al campamento al mediodía mientras el cocinero ha recogido las tiendas y tiene preparada la comida para nosotros, un auténtico lujo, vamos.

Serengeti quiere decir planicie interminable en lengua masai, y llegar hasta aquí es un espectáculo de tierra infinita que me transporta a las carreteras de la Patagonia. Me encanta cuando un viaje me abre los recuerdos de otro viaje pasado, y siempre suele suceder. Como es época seca, no se ven prácticamente animales. Pero según uno se acerca a la base del Serengeti donde están los campamentos, hay algo más de vegetación, por lo que nos encontramos más animales de lo que preveía. Esta mañana ha sido un desfile de zebras, leones, manadas de elefantes‎, jirafas, búfalos, ñus, hipopótamos, y hasta una chita, que si la sustituyeramos por el leopardo, nos habría completado la lista de los cinco grandes vistos en este viaje. Aprendo que estos cinco, el león, el elefante, el búfalo, el rinoceronte y el leopardo se llaman grandes no por su tamaño, sino porque son los cinco más difíciles de cazar a pie. Ver animales te envuelve en un proceso en el que el primer paso es conseguir encontrar a quien más se esconde, que te confiere una sensación de compleción, al estilo check list. Y luego hay un siguiente paso, que es el de observar su comportamiento, y éste lo he podido experimentar especialmente gracias a la cadencia que le han puesto a la excursión mis compañeros de Londres, que han querido pasar largos ratos observando a animales que no se movían. Confieso que en ocasiones estos momentos me impacientaban y tenía la cabeza puesta en el posible siguiente animal, pero realmente las mejores vivencias han sido fruto de una paciencia forzada y nos han permitido disfrutar de escenas como la de ese león que parecía que nunca se movería y por fin se acerca a nosotros, o que entre todos los hipopótamos del agua, en una escena aparentemente estática, acabe emergiendo un bebé siguiendo a Mama Hippo.

La escena de animales en movimiento que más me ha impresionado ha sido la de una manada de unos trescientos ñus en migración. Siempre he tenido en la cabeza esas escenas de documentales en las que cruzan a toda velocidad el Masai Mara para intentar no acabar devorados por los cocodrilos del río, y pensaba que era algo que sólo se podía ver desde el aire, y obviamente coincidiendo el momento del año en el que pasan por un determinado lugar, y es que los ñus hacen un recorrido geográfico en una especie de círculo a lo largo de todo el año, suben a Kenia pasando por el río, y vuelven al Serengeti, lugar que eligen para dar a luz a sus crias. Tenía una idea no muy racional de que los ñus se pasaban todo el año corriendo, como en esos documentales, pero obviamente no, ellos van en manadas, merodean mientras se alimentan, y solo corren cuando sienten algún peligro, y ésta es una reacción que contagia al resto, y les hace correr a todos muy juntos, en un movimiento increíblemente acompasado.‎

Cruzamos con el coche mientras están pastando, hasta que de repente algo les asusta, y les vemos salir en estampida, dejando una pared de humo detrás. Les teníamos tan cerca, que se nos cruzan por delante y detrás del coche, a una velocidad que nos pone los pelos de punta. No entendemos nada, hasta que se alejan, cae la pared de humo, ‎y tras ella nos encontramos a un jabalí salvaje con sus colmillos, pequeño y gracioso, sentado, con cara de preguntarse, pero ¿que ha pasado aquí? ¿he montado yo este follon?, y es que algunos pocos lo debieron de confundir con un león y el resto se volvió loco. Y así suelen empezar todos los movimientos de masas, vemos demasiados leones donde no los hay y salimos despavoridos.

Por la tarde, conducimos tres horas de nuevo entre los pueblos masai, hasta los altos del Gnorongoro, a un campamento‎ con unas vistas impresionantes del cráter, entre las nubes, según cae la tarde. Aquí nos encontramos ya con unos diez grupos de visitantes, y es que el Gnorongoro es una zona más accesible y transitada. Aun así, este campsite es mucho más espectacular que el otro en cuanto a la ubicación, y debe de ser también más tranquilo en cuanto a la visita de animales, ya que en la época seca en la que estamos no es tan frecuente verlos. Aun así, vemos guardas merodeando el campamento con rifles, y le pregunto a nuestro conductor por que aquí hay seguridad y en el campsite del Serengeti no. Me explica que es porque está cerca de los poblados masai y quieren evitar robos. Pienso ahora que prefiero una manada de diez búfalos que una familia masai de visita por mi tienda.

Cenamos en el campamento en ese ambiente que se crea por las noches en esos sitios únicos en el mundo, con personas de todos los países comiendo en mesas alargadas, compartiendo vivencias del día e historias de nostalgia y anecdotas de cada país de origen; en noruega mezclamos esto con lo otro en el desayuno, o qué bonito ver al bebé león con su madre. Me encantan estos momentos en la naturaleza, y pienso de hecho que lo único que he echado un poco de menos en esta excursión es haber hecho alguna ruta a pie por la montaña, para tener esa sensación de una cena realmente merecida.

En este campamento hay electricidad, así que la ducha nos tiene preparada una inesperada sorpresa con agua caliente, y además todo parece en calma, así que, a pesar de que la noche se espera fría y con viento y me hubiera gustado tener a mi chico para arroparme, consigo dormir como un bebé‎ en mi tienda. Bueno, realmente me hubiera gustado tener a mi chico en infinidad de ratitos a lo largo de este viaje, pero desgraciadamente no ha podido acompañarme esta vez, y también me hubiera gustado compartir mil momentos con los niños de los pueblos junto con mis peques, y enseñarles donde viven realmente los hipopótamos y las jirafas, pero todavía les quedan unos añitos, no demasiados, para este trote, así me lo he tomado como una oportunidad para reconocerme a mí misma, sola y tan lejos de los míos.

Sobre mi último día en Tanzania ‎tenía altas expectativas, y éstas no suelen ser buenas compañeras, pero en esta ocasión la experiencia ha estado más que a la altura. El momento que más he visualizado mientras preparaba mi viaje a huecos entre mi rutina era la de bajar al cráter del Gnorongoro, que es lo que hacemos después del amanecer y de un buen desayuno.

El cráter tiene un millón y medio de años, se origina en un volcán en erupción que acabó colapsando y creando un inmenso agujero de más de veinte kilómetros de diámetro, en el que hoy viven infinidad de animales. Bajando al cráter veremos la mejor escena de la mañana. Son once leones desfilando lentamente montaña abajo, les seguimos con el coche, hasta que acaban acercándose a cinco metros de nosotros. Tienen el estómago lleno, parece que vienen de darse un gran festín. Siguen bajando hasta desaparecer en el río, donde se quedan a beber y descansar. Momento inolvidable.

A lo largo de la mañana, además de cientos de jirafas, hipopótamos, ñus y más búfalos, conseguimos ver a lo lejos otro león custodiando lo que parece ser una presa, y es que la sangre roja se ve a gran distancia en un paraje de verde, ocres y marrones. Es lo más cercano que hemos visto a una escena de caza, parece que el rey de la selva se las reserva para su intimidad, o para humanos cargados de paciencia o días infinitos de asueto, que no es nuestro caso.

Antes de salir del cráter, paramos a descansar en un río en el que asoman a ratos cabezas de hipopótamos. Somos los primeros en llegar y disfrutamos del silencio durante un buen rato, antes de que empiecen a llegar más coches con el mismo objetivo que nosotros. Mientras intento conseguir una foto de un esquivo hipopótamo, entablo conversación con un tipo de apariencia española, de ésta que somos todos capaces de detectar entre cientos de personas si las hubiera. Javier es un periodista de Gijón, me cuenta que llevan un mes en África, en un proyecto que emprendieron, motivados por Don Fernando, un cura de Asturias que estuvo de misiones en Burundi en los años setenta, y que no quería morirse sin regresar a este país, y el día que lo consiguiera, quería hacerlo con algo en sus manos que ofrecer a su antiguo país de acogida. Así que el periodista y otras personas se pusieron manos a la obra, y recaudaron fondos hasta conseguir entre otros, una ambulancia equipada, que traerían en barco desde Barcelona hasta el puerto de Dar es Salam. Llenaron la ambulancia de ropa y medicamentos, han viajado hasta Tanzania con Don Fernando, y han recogido su ambulancia en Dar para conducirla hasta Burundi, con más dificultades de las que esperaban. Le pregunto donde poder seguir su historia en internet, me cuenta que está recogida como "Don Fernando vuelve a Burundi", y además ha ido enviando crónicas de su viaje que al periódico, así que estoy deseando llegar a la civilización para tener wifi y explorar el proyecto.

Escribo ya estas líneas de regreso a casa pasando por la base del Kilimanjaro hacia el aeropuerto que lleva su nombre, con la retina llena de escenas de belleza infinita, después de diez días apasionantes e intensos, en los que he descubierto que sigo en forma para completar un viaje de los de antes, con momentos incómodos, horas sin comer, días sin una ducha en condiciones, entre polvo y calor, echando mano de la intuición para resolver ciertas situaciones, ‎confiando en mí cuando toca un mal trago, en definitiva, descubriendome un poco más, después de tres años volcada en mi faceta de mami, que es por cierto la que más me llena del mundo, y estoy deseando franquear la puerta de Llegadas del aeropuerto de Madrid, y abrazar a los míos cómo si no hubiera un mañana, para comprobar que mis princesas de hielo han cuidado como se merece al rey de mi selva particular, la de mi querida rutina.

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