Más Transmongoliano, camino a Datong


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Asia » Mongolia » Gobi Desert
July 28th 2006
Published: September 3rd 2006
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De Ulan Bator a Datong (China)


Cogemos el tren de nuevo



Lo de madrugar se estaba haciendo recurrente y encajaba mal con nuestra idea de trasnochar. La verdad es que no trasnochábamos mucho, pero sí lo justo para comentar o hablar las cosas que habíamos visto o que nos habían sucedido, que era hablar de nosotros mismos. Conversaciones en las que lo inmediato iba modificando lo que ya llevábamos de viaje. Conversaciones sobre que les gustaría, o no, a aquellos que habíamos dejado donde vivíamos y que se convertían, sin quererlo, en una manera de clasificar nuestras experiencias. Una manera personal, de un pequeño grupo.

Si al madrugón se le añade que el agua de la ducha no estaba muy caliente (según mis amigos, que pasaron de ducharse, estaba fría) y que el desayuno, a pesar de ser un hotel de cuatro estrellas, no daba más que para tomarse un café, malo, y una tostada sin mermelada, no podemos decir que el día empezase bien. Era de esos días de viaje en que la incomodidad te hace echar de menos lo que tienes de forma habitual haya donde vivas. O en otro lado. Entrar en el vagón y el compartimento del Transmongoliano, que objetivamente estaban más sucios que los anteriores en los que habíamos viajado, al menos para mi, fue como volver a casa. Nuestra casa. Y es que, en pocos minutos fuimos capaces de darle un aspecto doméstico.

El buzón de correos y el itinerario



Pero antes de entrar, le pedí al guía que me llevase al buzón de la estación. Tenía que enviar las postales que había escrito la noche anterior. He de reconocer que nunca lo hubiera encontrado y que, después de echar las postales, perdí toda esperanza de que llegaran. Lo de echar las postales es un eufemismo. El guía me llevó hasta el kiosco de periódicos de la estación y, allí, se las entregué a la quiosquera. Lo siento, no estuve rápido de reflejos (recuerden que habíamos madrugado), y no le saqué una foto a este buzón humano que ahora pudiese adjuntar como curiosidad a este blog.

Uno de mis amigos, les puedo asegurar que inteligente y listo, como comprobarán si siguen leyendo, tampoco estaba muy bien de reflejos ese día. Preocupado porque nos íbamos a parar en Datong, en vez de en Beijing (Pekín, en su denominación antigua), y la dificultad que íbamos a tener de hacérselo saber a nuestro azafato-revisor o provonidtsa para que nos avisase, se puso a mirar el listado de paradas con el horario previsto de llegada a las mismas. Les aclaro que el listado estaba en mongol, es decir escrito en caracteres cirílicos. Se puso a mirarlo con suma atención, como si pudiera descifrarlo, pero ante el agobio de que saliera el tren y lo dejase en tierra, decidió tomarle una foto para intentar interpretarlo en el compartimento, mirando el pequeño visor de la cámara digital de fotos. Como les digo, es inteligente, y después de dormir un rato, teniendo en cuenta la hora prevista de llegada a Pekín y un mapa, no muy bueno, fue capaz de calcular con bastante aproximación a que hora estaba prevista la llegada a Datong. Sería al día siguiente. ¡También de madrugada!

La vida en el tren: lo nuevo de lo viejo y otras anécdotas



El desierto del Gobi, al menos desde el tren, no es más que un desierto de arena y dunas, en el que muy de vez en cuando se veía algún ger y algunos animales. Poco, bastante poco que ver. Pudimos disfrutar del calor, nuestro compartimento, al ser de segunda, no tenía aire acondicionado. Calor que todos los viajeros del tren intentábamos aliviar abriendo las pocas ventanas practicables del pasillo, y que las tuvimos que cerrar cuando empezaron las tormentas de arena a llenar de polvo el pasillo y los compartimentos. Era un buen momento para dormir o leer. Yo seguí entendiendo lo que había pasado en Rusia y, también, en Mongolia, leyendo lo que Stefan Zweig había escrito acerca de la dictadura ortodoxa protestante que Calvino impuso en Ginebra,

La parcialidad en el pensamiento lleva inevitablemente a la injusticia en el modo de proceder. Allí donde un hombre o un pueblo están poseídos por el fanatismo de una única ideología, nunca hay espacio para el entendimiento y la tolerancia.



El sistema y la estructura del tren son siempre los mismos. Sin embargo son las ligeras diferencias lo que se aprecia cuando ya llevas unos días o un gran trayecto. En este caso, estábamos en un tren chino. Nuestro azafata-revisor, ¿provonidtso?, era chino y te sonreía siempre que le hablabas, dejando a la vista una dentadura mal cuidada (con dientes amarillos y encías retraídas, estado dental que no resultaba excepcional en China) pero sin entenderte. La comida que nos sirvieron, presentada como en el tren ruso y como la comida de avión, la traía una baja camarera china vestida de blanco, camisa y pantalones, con un gorro de un mismo color y un delantal. Los cubiertos occidentales habían sido cambiados por palillos. No teníamos hambre y como nosotros, tampoco tenían hambre, o, tal vez, no les apetecía, a muchos occidentales del tren. Unas turistas francesas, al menos por el idioma, se pasearon por el tren repartiendo sus raciones entre los azafatos-revisores. Mi opción fue dárselo a los niños vendedores de botellas de agua y de piedras semipreciosas que encontramos en la primera parada. Con buen criterio, mis amigos me quitaron la idea de la cabeza. No les debíamos acostumbrar a coger lo que les daban los turistas, y menos algo de comer, costumbre que, por según habíamos leído en los periódicos, en otras regiones del mundo, también pobres, se usaban para drogarlos y secuestrarlos. Una francesa, del mismo grupo que las que repartían sus bandejas de comida, se bajó y les dio un montón de patatas fritas, las bajaba en las manos, y no se si se le cayeron o realmente quiso depositarlas en el suelo, pero la impresión que dio era que se las tiraba, como se tira comida a los perros. Solo me fijé en el acto y subí indignado al compartimento. Sin embargo, pensando en la escena, la prisa con la que bajó, la necesidad de ser más solidaria que el resto de las mujeres que iban en su grupo, el gesto de la cara, denotaban esa buena intención con la que muchas veces se hacen las cosas, igual que yo quería dar mi comida a los niños, y, tal vez, sin evaluar las consecuencias. Una comida no solucionaría el problema, pero si introducía una costumbre, una mala costumbre, que podía ser nefasta para un pueblo tan amable como es el mongol.

Disuadido de darles mi comida, bajé a andar un poco. Los niños nos veían, a todos los turistas, y decían lo que en español sonaba como “No sé, no sé” dándole al final de la e un sonido palatal que no tiene. Empecé a repetirlo como un eco, con la misma entonación que ellos. Ellos siguieron el juego cambiando la entonación, raspando la pronunciación y subiendo el tono. Yo seguí el juego. No entendía porque nos ofrecían agua y nos decían esas palabras. Pero lo cierto es que estábamos pasando un rato divertido, ellos riendo y yo también. Al menos un rato. Mientras creyeron que a lo mejor así les compraría una botella de agua. Una de las amigas con las que iba se sumo a la broma y entonces lo entendí todo. Lo que decían era “No, thanks, No, thanks.”, la típica respuesta de turista (fundamentalmente angloparlante) cuando no quiere algo. Para los niños, que desconocían el idioma y la forma en la que nos relacionamos, esas dos palabras repetidas dos veces se habían convertido en la forma de decir agua. “No sé, no sé”, grité por última vez, antes de que salieran corriendo en busca de otro turista que estuviera más dispuesto a comprarles la exigua mercancía, una ó dos botellas de agua, que llevaban. Hicieron poco negocio esa mañana.

El gran descubrimiento, no solo nuestro, fue el vagón restaurante. Moderno, limpio, y, a pesar deque la carta exigua y de que el carácter de la encargada del mismo no invitaba a sentarse, estaba lleno, no como los que habíamos visto hasta ahora. Iríamos dos o tres veces a lo largo del trayecto. Resultaba agradable, una vez habías pedido y te habían servido, sentarse un rato y mirar por la ventana, esta vez con visillos limpios y nuevos. El problema era encontrar sitio y que hubiera algo de lo que te apetecía comer. Eso sí, pedir algo barato, como agua, suponía una mala cara de la camarera, como si estuviera hastiada de tener que perder el tiempo sirviendo algo por lo poco que iba a cobrar. Nada que ver con el resto del pasaje del tren. O era la excepción o resultó tener un día malo.

En el restaurante intentamos confirmar la hora de llegada del tren a Datong. Vimos a una guía que iba con un grupo y que parecía entenderse con la camarera y que hablaba inglés. Habíamos coincidido más veces, la primera en lago Baikal, en el restaurante en el que cenamos, aunque no habíamos cruzado ni una palabra anteriormente, me atreví a pedirle en inglés que nos ayudará. Aunque se mostró muy solicita a hacerlo, la verdad es que no lo hizo. No tenía ninguna obligación. Nosotros en el tren estábamos por libre. De todas maneras, no nos lo íbamos a jugar a una sola carta. Así que en el camino de vuelta, fui preguntando a los azafatos-revisores de los vagones por los que pasábamos hasta que uno de ellos me dio el itinerario con los horarios previstos para cada parada en un idioma que yo podía leer y que volvía a ser
Cambio de bogies en el hangarCambio de bogies en el hangarCambio de bogies en el hangar

China tiene distinto ancho de vía de tren que Mongolia, por lo que hay que adaptarse en la frontera
el inglés. Como ya he contado más arriba, mi amigo había hecho un cálculo casi exacto. Tan solo tendríamos que sumar las dos horas de retraso que fue acumulando el tren durante el día. Y, yo, que seguía absurdamente, manteniendo la hora de mi país en el móvil, me hice un lío gracias al desfase horario.

Todos estábamos deseando bajar. Salir fuera. Al calor real y dejar el calor recalentado de los vagones y los compartimentos. Era la última parada en Mongolia antes de llegar a la frontera. Desde el criterio occidental parecía un pueblo, sin embargo por su extensión y la distribución de las casas, como una urbanización sin calles asfaltadas, sin aceras, seguro que se trataba de la capital de alguna provincia o una ciudad. Entre la estación y las casas una pequeña plaza con un monumento dedicado al escudo de Mongolia, que, a partir de ahora, y en virtud de las fotos que todos nos apresuramos a hacer, estaría en muchos discos duros de ordenadores y en muchos álbumes de fotos como un recuerdo más. Como los dos niños pequeños perdidos y llorones a los que no sabíamos como ayudar. Si eran niños de una familia del tren ¿por qué no los recogían si estábamos a punto de irnos? Y si no lo eran ¿por qué se habían subido al tren llorando? Un chino o mongol, delgado y vestido a la manera occidental, vaqueros, camisa por fuera y chancletas, se hace cargo de ellos y se los acaba dando a una señora que estaba en el andén. Ellos siguen llorando. Entro un momento en mi compartimento. Vuelvo a salir cuando el tren comienza su marcha. Ya no los veo.

Pasamos a China



Sin más paradas hasta la frontera. De nuevo horas y horas, formularios y formularios. Policía militar que entra y no solo mira en los huecos, mueve el falso techo buscando algo. La revisora jefe, una china gorda, inmensa, se pasea por el tren acompañada, me imagino, que del segundo de abordo. Los mongoles siguen con su amabilidad. Nosotros desesperamos. Tengo sed y no puedo bajar a por agua. El vagón restaurante lo han cerrado. Nuestra vecina lleva una botella de litro y bebe cuando le apetece. Desde el tren se ve un hotel con un bar. Para entretenernos hablamos con una mujer de mediana edad, como yo, que ha salido al pasillo. Viaja con su novio, ella es nórdica, él es australiano. Su ciudad siberiana, en la que han parado, ha sido Novosibirsk famosa por ser la ciudad de investigación científica de la antigua URRS. Van directos a Pekín donde pasarán seis días. Nuestra corta parada en Datong le extraña y nos mira con cierta condescendencia cuando le contamos nuestro plan de viaje: Datong, Pekín, Xian y Shangai. Vamos a emplear para todo esto casi el mismo tiempo que ellos van a esta en Pekín. Ellos estuvieron tentados de hacer lo mismo, pero antes tuvieron la precaución de fijarse en todo lo que se puede hacer en Pekín. No se como la conversación deriva hacia Europa, nuestra Europa. Coincidimos en que Europa tiene que cambiar sino quiere convertirse en el museo del mundo. Sin conocernos, sin saber nada los unos de los otros, coincidimos en el empuje que hemos visto en Rusia y, en cierto modo, en Mongolia.

Una vez pasados los trámites en Mongolia, llegamos a China. La estación podría estar en el chinatwon de cualquier ciudad. Neones y un anuncio en inglés de que se han abierto más tiendas en el segundo piso en el que poder gastar nuestro dinero. Una vez pasados los trámites, también lentos y pesados, nos dejan bajar para que compremos en el gran ultramarinos de acero y cristal, realmente moderno, de la estación. Salimos en tropel, no sabemos cuanto tiempo tenemos para comprar, nos apresuramos, y en las prisas descubrimos que existe un refresco de naranja sin gas parecido al zumo, realmente rico, que a partir de ese momento se convertiría en nuestra bebida oficial en China.

Hidratados y aburridos se nos acerca una chica mongola, la de la botella de agua, descalza, y estornudando. Le pregunto si tiene alergia, aunque por ser la región en la que nos encontramos pienso en la gripe aviar. No, ha empezado a moquear y los ojos a llorarle después de las tormentas de arena del Gobi. Es periodista, ha trabajado en la televisión de su país pero lo ha dejado para estudiar alemán en Viena. Viene de pasar las vacaciones con su familia y se dirige a Shangai donde estará unos días antes de volar hasta Austria para seguir estudiando. Su interés por nosotros supera la mera curiosidad. Le gusta bailar salsa y los cantantes sudamericanos, de hecho está estudiando español en Viena, comenzó hace un año y ya puede mantener una conversación con nosotros, aunque cuando se atasca pasa al inglés. Quiere saber cual es el mejor sitio para aprender español. Tenía pensado ir quince días a España en septiembre. Que ¿qué que nos parece el norte, por ejemplo, el País Vasco? Le decimos que si lo que quiere es aprender español y pasar las dos semanas en el norte vaya a Santander. En el País Vasco hay zonas en las que se habla eusquera lo que le puede dificultar practicar español. Le recomendamos que cambie la ciudad española de destino. Le sugerimos Salamanca o Valladolid. Sobre todo la primera. Por su ambiente universitario y porque en septiembre está en fiestas. Acabamos la conversación cuando comienza el cambio de bogies de los vagones con nosotros dentro. El ancho de vía de China es distinto que el de Mongolia y es necesario cambiar las ruedas y los ejes en los que se encuentran colocados.. Fuera hace ya mucho tiempo que es de noche y en la distancia se ven tejados iluminados con una iluminación que para nuestro gusto es realmente hortera e innecesaria, lo que describiríamos como una iluminación china. Muchos turistas intentan sacar la foto del cambio de bogies. Vemos como los gatos hidráulicos suben los vagones, el nuestro lo subirán en unos instantes. Los ruidos y las voces del altavoz suenan metálicas dentro del hangar en el que nos encontramos. Me parece aburrido y me echo en mi cama. He de dormir, mañana volvemos a madrugar y con las prisas no hemos comprado nada para cenar. Al menos tengo agua. Como decía el guía suizo que nos encontramos en Mongolia (ver post Mongolia es paisaje y mucho más), con el paso de Rusia a Mongolia ya habríamos tenido suficiente romanticismo.

Advertencia: Cuando leas este blog recuerda que se ha escrito en verano de 2006. Los datos prácticos que contiene, las informaciones e incluso las impresiones pueden ser muy diferentes en el futuro. Mucha de la información que pudimos recoger de varias fuentes, incluida la guía del Transiberiano de Lonely Planet, no se ajustaban a lo que realmente nos encontramos. Y es que se trata de sociedades que se encuentran en un fuerte proceso de modernización y cambio. La comparación de lo que fueron y lo que son tiene mucho interés.


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