De Shangai a Moscú. De Moscú a Madrid.


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China's flag
Asia » China » Shanghai
August 4th 2006
Published: November 19th 2006
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Vista desde el hotelVista desde el hotelVista desde el hotel

Rascacielos y jutones de Shangai

El Transrapid de Shangai



Se acabaron las vacaciones. Es la última vez que cierro la maleta. Después del desayuno he subido a mi cuarto para lavarme la boca. Salgo al hall donde están los ascensores y mientras espero aprovecho para hacer unas fotos de lo que se ve desde allí: jutones y rascacielos. Abajo nos están esperando. Hemos conseguido convencer a nuestra guía para ir al aeropuerto en el Transrapid de Shangai. Un tren magnético que puede llegar a alcanzar los 500 km./hora y que no tarda más de 8 ó 10 minutos en recorrer la distancia que le separa del aeropuerto. Para llegar tenemos que atravesar la ciudad hasta el barrio de Pudong.

Es la primera vez que Carmen va a montar en el tren, igual que nosotros, y se la ve un poco excitada. El precio no nos resulta caro, unos cuatro euros y medio del año 2006. Sin embargo, la guía nos confirma lo caro que es para lo chinos, lo que explica, tal vez, la gran cantidad de asientos vacíos, algo que contrastará con la gran cantidad de gente que nos encontraremos en el aeropuerto una vez que salimos de la estación del tren después
El interior del TransrapidEl interior del TransrapidEl interior del Transrapid

El tren más rápido del mundo
de hacernos las fotos de rigor, y que, tal vez debido al cansancio o a la distracción que suponía el saber que ya era mi último día en China, hacía más de forma automática e imitativa que por interés real. Fotos más testimoniales que otra cosa y que dirían poco si no se acompañaran de un texto como este o de una entusiasta explicación cuando se las muestre a la familia y a los amigos.

Todo se acelera, menos la aduana del aeropuerto



Mientras la asustada guía se colocaba la mano delante de la boca y la nariz nosotros teníamos que ir mirando la pantalla que había encima de la puerta que separaba un vagón de otro para ser concientes de lo rápido que íbamos. Notar no se notaba nada. La única sensación real de aceleración, de velocidad, la tuvimos cuando nos cruzamos con el tren rápido que iba en dirección contraria que el nuestro y por la vía paralela. Fue un instante como de ruido de explosión, una deflagración, lo que asustó más a Carmen, y a nosotros nos aportó la sensualidad del que iba a ser nuestro último trayecto en tren del viaje. En ese día, los veinte días de viaje se iban a convertir en uno solo: Shangai-Moscú-Madrid.

Los tediosos trámites administrativos que se tienen que hacer en todo aeropuerto después de los atentados del once septiembre en Estados Unidos, nos dio la oportunidad de fijarnos en la arquitectura aeroportuaria, en los chinos y en otros asiáticos que, como nosotros, hacían cola delante de los controles sanitarios, no podemos olvidarnos del riesgo de la gripe aviar, y policiales. Yo me empeñaba en diferenciar por procedencia, de tal manera que, no me pregunten porque, a todos los que me parecían guapos y/o mejor vestidos los acababa catalogando de coreanos y al resto les adjudicaba la nacionalidad china. La policía controlaba con rigidez y, a los que yo pensaban que eran chinos con algunos gritos, como si estuviera cansado de repetirles una y otra vez como funcionaba aquello, y ellos, lo que era verdad, se empeñaran en hacerlo de otra manera, como si no le entendieran, como si lo que explicaba me lo hubiera contado a mi, que no se nada de chino.

Una vez dentro lo primero que hacemos es buscar la puerta de embarque y, una vez localizada, nos lanzamos a las últimas
El TransrapidEl TransrapidEl Transrapid

En la estación del aeropuerto
compras en los duty free del aeropuerto. En principio hacemos una rápida ojeada de rastreo y luego una rápida compra de aquellas cosas por las que nos habíamos decidido. En mi caso, una cometa china con forma de búho para el hijo de un amigo al que le había prometido un auténtico Spiderman falso Made in China. “¿Por qué falso?”, me preguntó cuando le dije lo que le iba a traer. Pregunta que me desarmó y de la que salí airoso diciéndole que todo lo que se fabrica en China es falso, cosa que no es cierta. También compré unos chocolates, por supuesto chinos, con forma de oso panda para los compañeros de trabajo, siguiendo a unos, seguramente, hombres de negocios del país o al menos de la zona, despreciando otras delicatessen realmente chinas y que me parecieron sin ninguna posibilidad de éxito en la oficina. Por último, me agencié una preciosa botella de sake de porcelana blanca y azul que tenía unas hendiduras al modo que habrían dejado los dedos de una mano al cogerla. Esta botella iría a aumentar, y a estropearse, en la muy pequeña colección de licores y vinos de todo tipo que tiene mi padre. No recuerdo en que nos gastamos las últimas monedas, no me extraña puesto que fue un gasto urgente, la megafonía anunciaba que estaban embarcando en nuestro vuelo y todavía no sabíamos en que chucherías íbamos a malgastar lo poquito que nos quedaba de dinero suelto.

Embarcamos



En el pasillo de embarque nos encontramos con un español que vivía en Shangai. Mientras que su aspecto físico le hacía parecer de algún país del norte de Europa, su forma de vestir, al más puro estilo del barrio de Salamanca de Madrid (polo y pantalón color crema, acompañados de unas gafas negras de sol y zapatos de vestir) indicaban una procedencia más mediterránea. Era joven, me atrevo a decir que tenía menos de treinta años, y resultó una fuente de información breve sobre como se vive en Shangai. Por lo visto, el idioma chino no es tan complicado como parece si uno se conforma con aprender la lengua en un nivel subsistencia, de tal manera que con unas cuantas clases al principio es suficiente para cubrir las necesidades básicas. El idioma en el ámbito de los negocios, en el que se movía, era el inglés. Me imagino que el que su novia, española también, estuviese trabajando en la misma ciudad le permitía prescindir con más alegría del aprendizaje del chino y de superar ese nivel de subsistencia. También nos informó que por un lado estaban los chinos en general y por otro los chinos que mandan. Los primeros se muestran dóciles y serviles, me llamó la atención que los describiera como niños, mientras que a los segundos hay que darles lo que quieren y como lo quieren, en caso contrario uno tiene que atenerse a las consecuencias, enfados, broncas y recriminaciones. Cuando lo decía se oía un pequeño resentimiento o desafección acerca de estos chinos que mandaban. En el avión estuvo sentado relativamente cerca de nosotros, lo que me permitió ver que durante el viaje intentaba dormir o estaba dormido.

Más experiencias rusas



Un interior extraño, raro, pensé cuando me encontré dentro del avión. Parecía una gran sala de cine de barrio de sesión doble de los años sesenta y setenta en España. En cierto modo me hizo sentir extraño al no parecerse a los grandes aviones en los que ya había volado, en los que todo parece de dimensiones más pequeñas, más humanas, incluso a veces demasiado pequeñas. Y es que entre el reservado para la tripulación y el fondo del avión no había ninguna separación física por lo que todo el pasaje quedaba enfrentado a una pared blanca en la que se podría haber proyectado cualquier película, cosa que no se hizo a lo largo del viaje. A parte de la correspondiente revista de la compañía no se proporcionaba ningún otro entretenimiento durante el viaje. Tampoco había maleteros sobre la fila de asientos centrales, por lo que la sensación de amplitud y de estar en el aire descolocaba a aquel que ya hubiera volado más veces.

El trato de la tripulación, azafatas y azafatos rusos ya mayores, no tuvo nada que ver con nuestra experiencia en Rusia. Siempre sonrientes y amables. Aunque las posibilidades de comunicación no fueran muchas, por su precario inglés, en ningún momento se mostraron nerviosos por tener que tratar con personas que no eran rusas o de su ámbito de influencia. Mi asiento estaba cerca del cuarto de azafatas, colocado entre los asientos de primera clase y turista, y pude verles más de una vez relajados y sonrientes haciendo su trabajo o descansando unos momentos mientras comentaban algo que a ellos les hacía reír y yo era incapaz de comprender.

Los pasajeros eran fundamentalmente chinos o con el aspecto de chinos. Con una particular forma de combinar la ropa occidental que llevaban, que a cualquier occidental le parecería de mal gusto, hablaban, se reían o se juntaban en la parte de atrás del avión para charlar, tomar algo (entre comidas las azafatas dejaban atrás del todo agua, zumos y vasos para beber todo lo que se quisiera) o ir a los cuartos de baño (otra característica del avión es que todos los cuartos de baño se encontraban en la parte de atrás por lo que era difícil tener que esperar mucho tiempo para entrar). Entre ellos algún que otro ruso, que a lo largo del viaje se habría integrado con los chinos, seguramente por la cantidad de alcohol que había ingerido, a la botella de güisqui que llevaba a su lado le faltaban al menos dos tercios de su contenido original, y que más tarde, después de haber hecho reír a unos cuantos chinos, le haría dormir a pierna suelta.

A parte de las observaciones anteriores, el viaje se me pasó entre cabezadas, lectura del periódico China Daily o uno de los libros que llevaba para el viaje y que aprovecharía para acabar. Curiosamente, en este viaje logre terminarme todos los libros que llevaba. Casi cuando estábamos a punto de llegar a Moscú, uno de mis compañeros de viaje me informó que, según la revista de a bordo, volábamos en uno de los aviones a los que la Unión Europea tiene prohibido el aterrizaje en sus aeropuertos por considerarlos peligrosos para los pasajeros de la unión. Esta era nuestra lectura, la noticia incluida entre la información corporativa de la compañía venía a decir que Aeroflot había sido certificada para que su flota pudiera aterrizar en los aeropuertos europeos, y, después, añadía cuales eran las excepciones, comunicación al más puro estilo occidental, como se puede comprobar.

Si esto es Rusia ¿dónde está el caviar?



Tras un aterrizaje sin problemas, nos plantamos cargados de bolsas y mochilas en el hall del aeropuerto de Moscú. Unos cuantos bares y, de nuevo, un montón de tiendas con distintos souvenires rusos, de, por cierto, bastante mal gusto y calidad. Las recorremos todas en busca de caviar negro de calidad. No hay, ni siquiera en la caviar house que se encuentra cerrada, imaginamos que por esta falta de mercancía. Nos rendimos y dejamos de buscar, cuando ya casi era la hora de embarcar, y gastamos los rublos que habíamos reservado en caviar rojo cada uno en función de sus compromisos y necesidades con familiares y amigos y nos apresuramos hacia nuestra puerta de embarque. De camino volvemos a ver al español de Shangai, del que ya nos habíamos despedido antes, nos cuenta que todavía le queda tiempo para coger su vuelo y que se acaba de encontrar con un amigo, no se si de su adolescencia o de la carrera, con el que ha estado hablando mientras nosotros recorríamos como posesos el aeropuerto buscando el caviar.

Pasamos de nuevo un control que da a una muy pequeña sala para embarcar. Uno de mis amigos se ha quedado detrás haciendo, aún, una última compra, lo que nos agobia mientras le esperamos. Nos quedan algunas monedas que usamos en la máquina de vending de la sala ¿Qué se puede comprar con poco más de rublo? Algo de chocolate y chicles. Llega nuestro amigo y nos metemos en el avión.

Vuelta a casa



Acomodamos bolsas y mochilas en el maletero del avión y nos sentamos. Sentarse y abrocharse el cinturón aunque mecánico, como un reflejo, nos relaja. Pocas palabras, solo esperar para despegar. Encima llevamos las mantas y las almohadas de viaje. El trayecto es tan corto, a penas cinco horas, que Aeroflot no se considera con la obligación de proporcionarlos. Soy el último en dormirme, aunque no aguantaré mucho.

Once de la noche de un viernes de agosto, hemos llegado. El inmenso vacío de la nueva terminal cuatro del aeropuerto de Barajas de Madrid nos acoge con esa luz cálida y a la vez fría de hospital. Volvemos a pasar los controles, esperamos para recoger el equipaje, salimos al calor de la noche madrileña. La familia de mis amigos nos está esperando con el coche. El cielo estrellado y la autopista que tomamos van adoptando el aspecto familiar que siempre han tenido para mí. Me dejan en casa a eso de las doce. Me despido. Subo. Abro la puerta, dejo todo en el comedor y me dirijo al dormitorio para meterme en la cama. La maleta puede esperar hasta mañana, ha llegado la hora de dormir, de descansar.

Advertencia: Cuando leas este blog recuerda que se ha escrito en verano de 2006. Los datos prácticos que contiene, las informaciones e incluso las impresiones pueden ser muy diferentes en el futuro. Mucha de la información que pudimos recoger de varias fuentes, incluida la guía del Transiberiano de Lonely Planet, no se ajustaban a lo que realmente nos encontramos. Y es que se trata de sociedades que se encuentran en un fuerte proceso de modernización y cambio. La comparación de lo que fueron y lo que son tiene mucho interés.


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