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Published: September 13th 2008
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Con tantas vivencias y con el prospecto de volar a India en unos cuantos días, decidimos buscar refugio en las playas camboyanas. Empujados con la persisitencia de María Andrea encontramos un pequeño paraíso en la punta rocosa de una bahía selvática. El bar restaurante era en madera, sillas de bambú y techos de paja bordeados con bombillitos blancos. Su ambiente se asimilaba a un bar hawaiano con variada música en ingles de diferentes décadas. Al frente habían mesas, palmas, sillas con espaldares redondos, terrazas en madera y una costa rocosa donde rompían las olas debajo de un gran almendro.
La nube era su nombre y como en cúmulos independientes estaban las cabañas sobre la ladera selvática en donde se podía apreciar desde la hamaca en el balcón un mar que terminaba en las islas del horizonte y un follaje selvático que en las noches albergaba millones de sonidos.
Y en esta nube nos elevamos por seis días sin ni siquiera percatarnos del paso del tiempo. Fue como un sueño prolongado en el que al medio abrir los ojos siempre estabamos sintiendo unas sensaciones nuevas, sin saber muy bien cómo habían llegado. Dentro de la humareda de memorias recuerdo abrir
lentamente los ojos y estar al frente del hotel, en una terraza de madera, dos metros encima de una playa de grandes y moldeadas rocas, en donde una delgada señora, con cara alargada y facciones de mamá disciplinada, me masajeaba todo el cuerpo con los dedos de acero. El sol joven de la mañana me calentaba intensamente el ojo y el pómulo derecho, mientras la fuerte mujer hacía presión en cada fibra de mi ser. Sus dedos gordos eran tan fuertes que parecía que me fuera a deshacer cada tendón o músculo que me estripaba contra los huesos. Y cuando pensé que la incomodidad del calor quemando mi piel, el bochorno y el dolor del masaje había acabado, empezó la limpieza de oídos con unas pinzas depiladoras y un algodón en la punta. Luego de comprobar por medio de mis quejidos que el depilador era muy grande para mi oído, cambió a otro más delgada que me introdujo esta el martillo y de milagro no me despertó de este plancentero letargo.
En otro momento recuerdo abrir los ojos y estar sentado en las sillas más cómodas del universo. Al frente de la costa rocosa nos sentabamos desde el medio
día hasta el anochecer y ni nos movíamos. Esto era mejor que la meditación. Podíamos estar horas y horas en una misma posición sin ni siquiera dolor en las nalgas o piernas. Las sillas eran en bambú y el espaldar y sentadero eran un semicírculo inclinado para que uno se sentara en una posición entre sentado y recostado. Se podían subir las piernas y quedabamos como las imágenes del Buda que rie. Chiquitos, gorditos y con una sonrisa de satisfacción permanente. Reíamos como el Buda por estar desprendidos de la realidad pero con los placeres de una estrella de cine. Reíamos porque nos estabamos gastando el presupuesto, engordando como cerdo navideño y viviendo como si fuera el último día que nos quedara.
Con nuestras redondas sillas pareciamos Maharajás en el trono ordenando, bebiendo y comiendo. Con cada nueva malteada o helado con recubierta de chocolate que pedíamos venía una risa de picardía y un intento de remordimiento en el fondo de nuestras mentes que lo mandabamos prontamente a desaparecer.
Sentimos como nuestra lengua, como una culebra curiosa, busca con desespero el contacto con cada bocado y codifica el sabor de cada alimento. A medida que está más a
gusto con el sabor, los mensajes en la mente son más electrizantes y cremos tener la necesidad de tener que comer más.
Vimos como me crecían los pelos de la barba. Observamos como día a día crecían poco a poco. Vimos como se va poniendo dispareja, al tener ventaja los pelos de abajo de la mandíbula frente a los de la barbilla. Unos pelos son negros, otros amarillos con las canas acercandose, otros largos, otros crespos. La barba va teniendo una personalidad propia y sin barbero a a mano, no puedo hacer nada al respecto. Me deslumbra cada vez que me miro al espejo y pareciese que viera a otro. Aunque mis ojos ven desde la misma perspectiva, mi imagen exterior a cambiado. Unos días parezco un taliban, otros me veo como un seguidor de Marx, otros como un rabino, otros días me alargo la barba y parezco un gurú espiritual indú, otros estoy despelucado y simplemente parezco un desechable. Pero curiosamente María Andrea me ve como su naufrago, bronceado, delgado y con una barba que me imagino la transporta a ese sueño oculto de toda mujer de estar entre los brazos de un musculoso y buen mozo desconocido
en una isla abandonada.
Observamos la noche y el día pasar. La lluvia nos acompañó como un nuevo amigo y alborotó al mar. Su color verde esmeralda lo revolvió y terminó en un café claro. Las olas tomaban fuerza en la mitad del camino, lograndose empinar más alto que su antecesora para luego desmoronarse como un castillo de arena y dejar una estela de burbujeante champaña.
El sol logró destronar a nuestra humeda acompañante y brilló con furia por dos cortos días. La atmosfera se calentó, los bañistas se sumergieron en la salada agua, los bares en la playa vendieron cerveza, las niñas vendedoras de pulseras polularon al igual que las mariposas de color verde y negro en la playa y la música apacible y americana continuó sonando en nuestro hotel.
Si nos sentamos a observar el mundo exterior, simplemente a observar, nos damos cuenta que todo es tan pasajero, tan impermanente, tan cambiante que si no estamos pendientes nos los perdemos. Sea la lluvia o el sol, el helado o el curry, la gastritis o el mareo, la exitación o el sueño, el dolor o el frío de la cerveza. Sea lo que sea, todo tiene
un inicio y luego un final. Pero nunca tenemos el tiempo para hacerlo. Siempre tenemos que estar haciendo algo para ser ‘productivos’, siempre corriendo, siempre pensando, imaginando, queriendo esto o no queriendo aquello. Años y años así y nuestra mente toma el control y ni siquiera podemos estar en silencio durante un atardecer.
Que bueno sería aprender a ver, no lo que queremos ver, sino a ver lo que realmente pasa, tal y como cual sucede. Sin juicios, sin rechazos o preferencias. Tengo el presentimiento de que cuando ese cambio de percepción ocurre, la vida cambia de color, los verden brillan más, los momentos son más sutiles, el tiempo se desacelera, los músculos se relajan y nuestro interior se inunda de paz y silencio.
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jairo
non-member comment
que estres
oiga muchachos despues de leer detenidamente los pormenores de lo que a diario sufren, queda uno con el corazon partido y diera todo lo que tengo porque uds. estuvieran aqui, en este pais gozando todos los placeres que a diario se nos presentan y uno estar en ese sitio padeciendo minuto a minuto todos las panalidades que han tenido que padecer.nos quedan debiendo los horrores que muestran esas desgarradorasas fotos.un beso.