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Published: November 29th 2006
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Asentamiento Humano Nueva Era. A paso firme.
Nueva Era es un asentamiento humano fundado hace poco más de 18 años en el distrito de Villa El Salvador (VES). En un terreno baldío del sector 3, al fondo, último paradero de la avenida Micaela Bastidas, poco más de veinte personas con problemas de discapacidad física establecieron su lugar para vivir. Luego de casi 20 años de lucha constante, esta comunidad, inválida para muchos, sigue construyendo a paso firme su camino de progreso.
El ambiente de suburbio más parece de provincia. Una avenida amplia, con berma lateral de tierra, desemboca estrepitosa en la frondosa vegetación del parque zonal Huáscar de Villa El Salvador. A la mano derecha, una manchita de pequeñas casas de cartón brota como tumorcillo en medio del arenal.
“Al comienzo fue difícil. Teníamos que cruzar con nuestras sillas de ruedas y muletas por las calles de arena para llegar a la avenida. Las ruedas se nos atascaban y los rodajes se enterraban al toque, era puro sufrimiento”, comentó Jovita Oré con los ojos regados en lagrimas causados por esa extraña mezcla de indignación y orgullo que motiva el obstáculo superado.
La vida nunca ha sido fácil en A. H. Nueva Era. En un terreno, destinado a construirse un instituto de rehabilitación para discapacitados con un dinero enviado del extranjero que por extrañas razones nunca llego a utilizarse, los miembros de la Asociación de Discapacitados de Villa el Salvador construyeron sus hogares. Con triplays en mano y muchas ilusiones armaron sus pequeños módulos, lotizaron su posesión y la defendieron hasta con los dientes por más de un año hasta iniciar el proceso de titulación.
Desde ese día, el trabajo por vivir dignamente no se detiene. Largos ocho años de gestión tuvieron que esperar para conseguir luz eléctrica. Otros más para que les afirmen sus calles. Visitaron municipalidades distritales, provinciales, ministerios; se tomaron fotos con más de cien ONG que venían y prometían una ayuda que nunca llegaría; organizaron “miles” de eventos profondos y se subieron a todos los carros políticos habidos y por haber.
Luego de laboriosos años de levantarse temprano y salir a tocar puertas uno alcanza ver que la villa de los discapacitados, nombre como se le conoce en los alrededores, está capacitada para albergar a cualquiera de ellos. Con sus calles, ahora, asfaltadas, agua y desagüe, sus veredas con rampas, su pequeño centro comunal y su loza deportiva estos pobladores se bandean con total tranquilidad dentro de su jurisdicción.
“La gente nos ve como pedilones, inclusive el último alcalde de VES nos dijo que ellos no estaban para dar limosnas a nadie” manifiesta Carmen Saldaña. Con la voz un poco elevada por la irritación agrega: “ellos no saben lo que es ser discapacitado, levantarte temprano, salir a trabajar, y esperar una hora a que pase un “micro” vacío que se compadezca de nosotros y nos haga subir”.
Es que una vez fuera de su villa las cosas siguen como siempre, complicadas a más no poder. La mayoría de ellos trabaja. Una bolsa de caramelos es el instrumento y su discapacidad la ventaja comparativa en el mercado de la mendicidad. Laboran diariamente seis horas pero son 12 las que pasan fuera de su casa. Nunca salen en horas punta porque absolutamente nadie los recoge; cuando lo hacen, con la frente en alto, se arrastran, ruedan y tantean sus bastones hasta un improvisado paradero, lleno de sombrillas de comedores ambulantes y telas tendidas en el suelo.
En el paradero se sientan y ven pasar uno tras uno los carros que al distinguirlos aceleran y no paran. Así esperan hasta que llegue el dadivoso del día que les permita subir, de esos que en el Perú hay uno entre cien, de esos que entre choferes de “combi” hay uno entre mil.
Trepan a duras penas de la mano del cobrador que no logra entender porque el chofer detiene el carro. Una vez arriba, soportan en sus espaldas las miradas intolerantes de pasajeros que no aguantan desperdiciar 30 segundos de su viaje en subir a un cojo o a un ciego. De esa forma, pagando un Nuevo Sol de pasaje, reciben la primera limosna del día.
“La calle es dura, acá la gente llega molida en las noches. Salimos interdiario, y sábado y domingo que hay más gente” comenta Luis Cárdenas, director de la Asociación. Debe de serlo porque una vez en “la ciudad”, luego de recorrer incontables veces semáforos de ida y vuelta y subir a “quinientos” combis, la terrible odisea del regreso a casa comienza buscando un policía, de esos que Alan y Humala decían que había pocos en las calles, para que con pito y uniforme los ayuden a poner un pié en su carro de regreso.
Cuando se les pregunta qué les hace falta y cuál es su principal problema, antes que responder la movilidad o el transporte, ellos declaran que les falta trabajo. Su sueño es que en un terral que tienen muy bien resguardado dentro de su comunidad se construya, un instituto de capacitación técnica en el que ellos puedan trabajar administrándolo. Quimera que ponen en marcha día a día, caramelo a caramelo, puerta a puerta para que de aquí a veinte años, algún estudiante llevado por los rumores, llegue hasta allá y escriba una crónica de ejemplo de vida, perseverancia, conciencia y trabajo con final feliz.
Lima, 2006.
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