Europa en autostop. Primera parte: Vivir en Múnich


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October 18th 1989
Published: October 18th 1989
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La casualidad me trajo recuerdos de mis días de Secundaria; y esa extraña realidad que está viviendo México los actualizó de pronto. Algunas cosas cambian. Todo lo demás continúa estático.
Hace unos pocos días platicaba con Romina, Vanina y Domingo una vieja historia del Centro Activo Freire, el colegio donde estudié y en el que el exilio sudamericano y cierta clase media "intelectual" suponía que sus hijos se educaban.
Era un lugar liberal, donde predominaban el cabello largo y las ropas que, erróneamente, suelen denominarse como hippies. Exactamente a un lado, pared con pared, se encontraba el Instituto Félix de Jesús Rougier, perteneciente a las Misioneras Eucarísticas de la Santísima Trinidad. Era un colegio de monjas... cuyas alumnas resultaban bastante más atrevidas que nosotros: se sentaban en los cofres de los coches, recogiendo las faldas hasta mostrar las rodillas, y nos decían cosas cuando nosotros pasábamos. No sé los demás, pero yo, un flacucho tímido de 12 años, apresuraba el paso, sonrojado hasta las orejas, para escapar de las católicas sirenas.
A veces volábamos las pelotas al patio de nuestras vecinas. Una de las veces en que me tocó ir a buscar alguna, las chicas estaban en formación. Yo buscaba en el piso, mirando sin ver un montón de tobillos con largas calcetas, pero la sucesión de cabezas que aparecían de pronto para decir "¡hola!", me obligaron a abandonar la empresa y aceptar que mis compañeros me "fusilaran" a pelotazos.
En la puerta de mi escuela no había control de entrada. Una ocasión, ante la inexistencia de un can cerbero, dos alumnas del "Félix de Jesús" se lanzaron a cruzar las puertas llameantes y llegaron hasta la cancha de basquetbol. Dos estudiantes las interceptaron, haciéndolas blanco de algunas bromas a costa de Dios y la virginidad.
Las aventureras regresaron a su pequeño Vaticano con la noticia de su viaje por la Tierra, en el que fueron agredidas por los demonios. Tal ofensa al Señor no podía ser tolerada. La Madre Superiora, acompañada de una monja en papel de ángel justiciero, descendió valientemente al averno para ajustar cuentas con el diabólico director de mi colegio.
Se trataba de un hombre alto y pelón, con una barba cerrada que, cuando se ponía una gorra militar, lo hacía hermano gemelo de Fidel Castro. "El Chale" pasaría, años después, a ser diputado del Frente Democrático Nacional, nada menos que el primero que se alzó a gritarle a Miguel de la Madrid en aquel célebre informe presidencial de 1988, en que la bancada de izquierda, encabezada por Muñoz Ledo, abandonó el Palacio de San Lázaro (y todavía más tarde, durante el gobierno de Cárdenas en el DF, debió renunciar a la Secretaría de Transportes entre cuestionamientos a su gestión).
"El Chale" despachaba en una oficina con un ventanal grande que daba al patio principal de la escuela. Ahí tenía el micrófono general y vigilaba el orden. La llegada de las dos monjas se difundió con rapidez y en pocos instantes ya habían cientos presenciando el fenómeno. Las religiosas reclamaban airadas, mientras "El Chale" ponía cara de gravedad. Asintió con resignación, se levantó, tomó el micrófono y pidió atención.
"Tenemos un fuerte problema con nuestro colegio vecino", dijo con la voz ronca, palabras más o menos. "Dos señoritas han sido ofendidas y nosotros vamos a reparar eso. La Madre Superiora me ha dado los nombres de los compañeros involucrados. Voy a pedirles que vengan inmediatamente, sin excusas". Su gesto fue completamente severo mientras leía los nombres: "Que se presenten los alumnos"... Hizo una pausa teatral... "¡Carlos Marx y Federico Engels!"
El patio entero se deshizo en risotadas, estalló un carnaval de muchachos que caían al suelo entre espasmos, ante los ojos incrédulos de las monjas. "El Chale" mantenía la seriedad, no se le movía ni un músculo. "Marx y Engels, ¡vengan ya!", insistió con aire espiritista, dando motivos para seguir el jolgorio. Cuando las monjas, molestas, se pararon para marcharse, "El Chale" quiso disculparse, aunque sin cerrar el micrófono: "Lo siento, madrecitas, pero parece que Marx y Engels ya no están entre nosotros".
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Dos días después de la plática con mis amigos -quienes no podían creer que, por muy monja que fuera, la directora de la escuela no supiera quiénes son Marx y Engels-, los periódicos españoles traen esta noticia: María Georgina Rábago, profesora de literatura de 23 años, es "renunciada" a petición del secretario del Trabajo de México, Carlos Abascal, ya célebre por sus avanzadas posturas sobre las mujeres.
El señor Abascal, para quien sus defensores panistas reclaman "tolerancia", se molestó porque Georgina pidió a las jóvenes leer novelas que introducían en ellas "ideas que no estaban" (¿no es ése el fin de los libros?), induciéndolas a la lascivia... No se trataba de obras de Xaviera Hollander, mucho menos del Marqués de Sade, sino "Aura", de Carlos Fuentes, y los "Doce cuentos peregrinos", de Gabriel García Márquez.
Este colegio tan progresista es nada menos que el "Instituto Félix de Jesús Rougier"... y es en ese tipo de centros de vanguardia donde educa a sus hijos la nueva élite política mexicana.
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Y bueno, queridos y extrañados amigos, ya encarrerado con el asunto de las memorias de viaje, las de ahora y las antiguas; apremiado, además, porque el tiempo sigue borrando los detalles de las aventuras añejas y pronto acabará con ellos; me permito anunciarles que el world wide famous Serviçâo do Informaçâo do um tal Temoriçâo les hace entrega de la:
Polka número 5
Geschichten von München, Berlin, Amsterdam,
Antwerpen, Madrid und Zwischenaufenthalten
(Historias de Múnich, Berlín, Amsterdam,
Amberes, Madrid y lugares intermedios)
Lavapiés, 19 de Abril de 2001.
Mi padre decía que todo joven americano debía conocer Europa antes de ir a la Universidad. Yo, como beneficiario potencial de tal idea, la apoyaba convencido. Tuve oportunidad de caer en Múnich, en casa de una amiga, el 2 de mayo de 1989. Regresé a México en diciembre de ese año.
Llegué con 250 dólares: 100 en mi bolsillo y 150 en el pasaporte. Cosa extraña que nunca pude aclarar: al agotarse los primeros 100, busqué y sólo encontré 40 dólares. ¿Y los 110 restantes? Nunca se sabrá. Tenía 40 dólares para vivir siete meses.
Pero corrí con suerte y obtuve empleos diversos: fui sirviento en una casa Bávara, cuidaniños, chofer, pintor de brocha gorda, y pretendí ser mesero: con mi amigo Mauricio (mejor conocido como "el charro"), llegamos con todo el aplomo preguntando por el gerente de un restaurant, y nos presentamos antes él en nuestro mejor inglés: "¿Tienen papeles?". No. "¿Hablan alemán?" No. "¿Entonces?"
Un día descubrí que tejer pulseras de hilo para bordar, y venderlas era una alternativa viable. Mi padre envió de México amate decorado, y yo le compré a un australiano que había pasado por Perú un montón de aretes de alpaca a bajo precio. Y empezó mi mejor época en Alemania, un verano precioso, un gran parque a media ciudad llamado el Englischer Garten, cruzado por un río del deshielo de los Alpes, con una zona nudista, cerca de la cual había, para coronar, un expendio de cerveza en tarros de un litro. Y yo, en medio de todo eso, con mi pequeño puestecito de artesanía latinoamericana, luciendo una camisa típica y dejándome fotografiar con las turistas que sonreían a la cámara colgadas de mi brazo.
Mauricio, a quien eso del trabajo nunca se le dio bien, descubrió que explotar a músicos callejeros era un negocio rentable: él generaba las ideas. Como no es una actividad muy complicada -los músicos tenían claro qué canciones tocar, dónde y a qué hora dar su espectáculo-, el "Charro" justificaba su participación pasando la gorra para que la gente cooperara. Generoso, como es, nunca dejaba de darle a los músicos la mitad de lo recaudado.
La estabilidad económica no era pretexto para que dejáramos de darle tiempo a las buenas causas. Por ejemplo: en esa época había un creciente interés por la lengua castellana, pero la gente no tenía con quién hablarla. Buena onda, anunciamos que estábamos dispuestos a dar horas de conversación gratuitamente. El problema es que recibíamos demasiadas llamadas y teníamos que practicar una depurada selección: hombres, no; voces de mujer mayor, no; a las demás, les concedíamos una entrevista de prueba, claro, para constatar el nivel... de conocimientos.
Otra actividad filantrópica era enseñar a bailar ritmos tropicales, sin lucro, por supuesto. No en el Max Emmanuel Brauerei, la cervecería que los jueves y viernes por la noche se convertía en salón de salsa. No, ahí había demasiados dominicanos, puertorriqueños y caribeños de otras especies que hacían demasiada comp... Bueno, digamos que ahí había con quien bailar.
Nosotros íbamos a donde hacíamos realmente falta, a sitios con supuesta vocación latina donde no había latinos. Como el Pappassito’s, un "restaurante mexicano" donde ni el tequila era mexicano: el alemán que atendía la barra sacó una botella japonesa del congelador, me sirvió en un vaso de whisky y le puso una rodaja de naranja. "Oye, oye", dije apresurado para evitar que se marchara. "¿No tienes tequila al tiempo, y un limón partido?" Me miró con un gesto de reprobación combinada con asco: "¿Qué te pasa? ¡Así se toma en México!"
Joé. Con el aspecto germano que me cargo...
Y bueno, un día acudí con mi buen cuate Richard, un hijo de alemanes criado en México, que por lo mismo se sentía más a gusto con nosotros que con sus compañeros de escuela, a pesar de ser físicamente opuesto. Era el verano de la lambada. Y en ese lugar nadie sabía bailar lambada. Yo tampoco, por supuesto, pero ellos no lo sabían. Una chica me sacó a bailar y yo improvisé con algún acierto. Mejor de lo que yo mismo suponía, porque de pronto me di cuenta de que ¡se había formado una cola! Tres chavalas estaban en fila esperando su turno de bailar con el latino.
¿Qué mexicano estereotípico no se pone loquito con eso? La rumba se me metió en la sangre, el ritmo brotó y, al pasar la segunda chica, la cola había crecido.
El problema es que Richard no convenció a ninguna de que él también era mexicano: se les aproximaba con su aspecto alemán, hablándoles en perfecto alemán, y no le creían. Sentí que me jaloneaba un hombro: "¡Vámonos ya! Este sitio aburre, es demasiado artificial".
¿Quién le iba a hacer caso?
Desairado por alemán, se le ocurrió hacerle plática a un yuppie de anteojos de arillo. Odioso, vi claramente cómo el tipo machacaba un portavasos de cartón, abría el bolsillo de la camisa de mi amigo y le metía la basura, dándole después una palmada en la mejilla del tipo "pobre diablo, quítate que ensucias la vista".
A Richard se le encendió el furor ranchero, respondió con chingatumadres y un empujón (ahora sí demostraba su mexicanidad), y dio lugar a un pleito que, cuando corrí a defenderlo, devino en racista: "¡Váyanse, mexicanos sucios!", gritaban. De pronto no era con el yuppie y sus amigos, sino con el personal del bar y algunos tipos que se habían quedado sentados cuando sus chicas bailaban, todos esforzándose amablemente en facilitarnos entender que no teníamos nada qué hacer en su país. Empecé a sacar a mi amigo, quien gritaba en alemán que no le podían hacer eso, que él era ciudadano por padres y por nacimiento, que tenía derechos y la Ley Fundamental lo protegía.
Cerraron la puerta. Nosotros estábamos afuera. Richard la golpeaba, llorando: expulsado por mexicano, exigía que le creyeran que era alemán.
Le demostré entonces que ser mexicano no es buscar venganza, o revindicación, hasta lo último. También tiene algo de racionalidad práctica. "Vente, güey", dije. "Conozco otro bar".
En fin, no se crea que todo era miel sobre hojuelas con las chicas. En realidad, yo sufría un poco del mismo problema de Richard: el estereotipo del latinoamericano no coincidía con mi aspecto. Las alemanas no se apasionaban conmigo, sino con los quechuas peruanos: mientras más cara de indio tuvieras, mejor suerte corrías. De manera que, mientras en nuestros países eran casta inferior, los aindiados pasaban frente de los demás luciendo chava diferente en cada ocasión, siempre guapísima, y presumiendo del rigor machista con el que las trataban, de cómo las hacían mantenerlos y después sufrían cuando ellos les ponían en los ojos sus múltiples amantes, dejando en claro que a cada chica sólo le tocaba unas cuantas horas por turno semanal.
Pero nos la pasábamos muy bien en Múnich, el tiempo avanzaba sin darnos cuenta y de pronto se asomó el otoño, al final del cual teníamos que estar de regreso en México. Habíamos conocido poco más que Múnich (Mauricio había estado unas semanas en Italia y yo había visitado Colonia y algunos pueblos).

Este blog es parte de la serie “Europa en autostop”, publicada originalmente en el Serviçâo do Informaçâo do um tal Temoriçâo.
Vínculos a las demás partes de la serie
Primera parte. Vivir en Múnich
Segunda parte. Colarse en un hostal en Ámsterdam
Tercera parte. Colarse en un edificio en Amberes
Cuarta parte. De gorra en Madrid
Quinta parte. Polizones en el tren
Última parte. Vivir en aeropuertos


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10th January 2008

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9th May 2008

Estuve en el CAF
Estuve en el CAF del 77 al 79, yo era una de las dos chavas¡! mas grandes que ustedes, estaba en el salon de Esther Andrè, de Katina, Sergio Bloc, Xavier Chiappa, etc, me gustò tanto esa escuela que mis dos hijos estudiaron la prepa. en una muy parecida aca en Cuerna., El Caleya. Ese anècdota del Chale fuè genial....Te felicito por la manera en que escribes, no cabe duda que los maestros del CAF hicieron bien su trabajo y me das envidia de la buena pues para mi la mejor manera de vivir es viajando..Saludos Esther

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