La guadalupana de Notre Dame y las bosnias de Champs Elysees


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November 13th 2000
Published: November 13th 2000
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13 DE NOVIEMBRE DE 2000



Mi único pasivo ahora es la lejitud. El mismo día en que les envié el
Comunicao pasao, empezando mi tercera semana acá, comenzó a resolverse
el broncón de la vivienda. Y no desde aquí, ni gracias al segundamano
que me tenía diariamente hablando por teléfono público, en el frío de la
apenas post-madrugada.

Desde México, Alfredo Villafranca, de quien escribí la vez anterior,
movilizó a una mexicana amiga suya que vive aquí, Rosa Irene, quien actuó
rápido y, en una oportunidad sorprendente, pude encontrar el estudio
donde vivió Alfredo años atrás, desocupado hacía apenas 15 días y, debido
a que el dueño (por gracia de Chuchín, diríase) decidió darle una
arreglada sin anunciarlo primero, entré en contacto a tiempo para ser el
primer y único postor, y ocuparlo una semana después.

Por años, el lugar ha sido alquilado por mexicanos, cuatro
sucesivamente, siempre relacionados entre sí. Parece que todos han tenido un buen
comportamiento y el casero mantiene una excelente opinión sobre
nosotros. Es un bonito lugar en el céntrico y muy castizo (a la vez que
multicultural y antifascista) barrio de Lavapiés, un lugar de ésos en los que
dan ganas de ser vecino antiguo y orgulloso. En fin, en mi calidad de
recién llegado, no puedo aspirar a más que ser titular del nuevo
Consulado Mexicano en Avapiés (el sitio era un barrio judío con nombre árabe,
que los católicos, al correr a palos a sus habitantes, decidieron
castellanizar y cristianizar nombrándolo Lavapiés).

Ya entré a la escuela, tengo demasiadas clases, demasiados libros qué
leer, demasiado abstractos y además demasiados trabajos qué entregar.
Los madrileños se espantan al saber que hago 45 minutos hasta mi escuela,
que está en el suburbio de Cantoblanco. Cuando iba a la UAM-X hacía una
hora y media, recorriendo dos líneas de metro y una ruta de pecerda,
así que ahora, con tres estaciones de metro y cinco de tren de cercanías,
todo está al tiro.

La bronca es el frío, este maldito frío que se acentúa con el viento y
se aperra con la lluvia. El frío terco y constante, que te acompaña
como un amigo indeseable colándose hasta tus huesos cuando subes las
callejuelas, totalmente desconsiderado con los extranjeritos tropicales como
yo que todavía no encontramos ropa adecuada para defendernos de sus
imprudentes dedos (y uno, que sintió sudores en los dedos pero nunca los
de la prudencia, no puede hacer nada más que aguantar en resignado
silencio). Apenas es otoño, carajo. No saben la envidia que me da al leer
que en el DF la temperatura alcanza hasta 22 grados. Qué maravilla.

Y bien, la novedad de estos días es el viaje a París. Salí el miércoles
8 de noviembre, aprovechando que el jueves era día feriado en España,
para regresar el lunes 13. ¿Qué puedo decir? ¿Cómo lo puedo decir sin
ser insoportable hasta para mí? ¡Que se ha dado, tíos! De pronto me hallé
pidiéndole a mis compañeros justificarme con un par de profesores, pues
“es que me voy de puente a París”. Así, tal cual. Como si me lanzara a
Oaxaca o a Xalapa.

Y no es que los madrileños tengan por costumbre irse de puente a sitios
maravillosos de Europa o el Norte de Africa, pero es que hay algo de lo
que, me parece, ni ellos mismos se han dado cuenta a pesar de que se ve
todos los días en los periódicos españoles: la competencia ha traído,
en tiempos recientes, enormes, pero incontrolables desplomes en los
precios de la oferta turística. Como ejemplo: un tour de ocho días a Pekín
sale en 8 mil pesos mexicanos. Y los hay por el estilo a Tailandia, a
la India y a la isla de Bali. ¿Qué tal?

En el mismo vuelo, de dos horas de duración (algo así como
México-Hermosillo), en el que llegué a París venía un gachupín contentísimo porque
su boleto redondo le había salido en 32 mil pesetas. La sonrisa se le
borró cuando le dije que a mí me había costado la mitad. Redondo. ¡800
pesos ida y vuelta! ¡Desde el DF, con 800 pesos te vas y vuelves en
autobús a Puerto Escondido, desvelado con 12 horas de viaje! Y ya en París
vi otra oferta en 650 pesos redondo. En tren, sólo de ida, sale en 900
pesos.

Bueno, pues tales son las ventajas de las que nos presume la economía
social de mercado (eufemismo para capitalismo).

Ya pues, pues en París probé las dos caras de la moneda.


EXPERIENCIA RELIGIOSA

Pues sí, ya sabía que la torre Eiffel era enorme. Llegué al metro
Trocadero como a las cinco de la tarde, en un día terrible de lluvia y
viento (qué novedad en noviembre). Caminar en momentos así es difícil y
cansado (genio!) , quedan pocas ganas de hacer turismo, pero ni modo. Pasé
entre dos monumentos y la vi, recortada contra el cielo oscuro,
adornada por cientos de pequeños focos relampagueantes. Estas cosas pasan:
estás en este lugar híperfamoso, es El Lugar, el centro del centro
cultural del mundo, de la histórica capital de la sensibilidad humana, y ahí
está su máximo falo (alguien sugiera en qué otra cosa pensaba el señor
Eiffel al hacerse esta torre). ¿Hay alguna otra obra humana más
conocida? ¿Qué le compite, la Estatua de la Libertad -que también construyó
Eiffel, por cierto-, la Esfinge, el Big Ben? ¿Alguien dirá que la Pirámide
del Sol?

Tenía que encontrar algo maravilloso, y pues, ahí estaba, algo
maravilloso... que me pareció como la mitificación de Marilyn Monroe. Ya sé que
no es lo que se espera que diga, pero así lo vi. Sí, pues sí, está bien
chidisisisíma, pero, ¿es más bella que tantos monumentos del mundo?,
¿merece por su dimensión y por representar a esta ciudad la simbólica
importancia de la que le han dotado, de máxima maravilla del mundo? Sus
arcos, su fortaleza, su erección, ¿desplazan sin más la sensibilidad de
tantas muestras de talento humano esparcidas por el mundo?

No llegué a la Torre Eiffel perseguido por prejuicios. Pero cuando
estuve frente a ella, sentí con toda claridad la obligación enorme de
admirarla, por todos los que la vieron antes que yo, por todos los que
desearían estar ahí, conmigo, admirándola, por el enorme juicio compartido
de que sí, ésta es la Gran Obra Maestra. Y pensé que no podía decirle a
México que sí, que está poca madre, pero que No Es La Máxima Maravilla
del Mundo. Me sentí obligado a decir sí, fui a París y la Torre Eiffel
es la súper neta. Pues no, está chidísima, pero hay más, mucho más,
cosas enormemente mayores en trascendencia y belleza que la Torre Eiffel.

Ai’stá. Ya lo dije.

Con o sin mi opinión, sigue siendo un gran negocio. Tomarse una foto
con ella de fondo no es fácil, menos con tantos días de mal tiempo como
suele tener París. Cuando estuve ahí, era imposible. Pero lo hubiera
logrado con la ayuda de American Express... O con 60 francos (75 pesos) en
efectivo, que es lo que cuesta que, en carpas cercanas, te coloquen un
fondo blanco atrás, te tomen una foto con una cámara digital, una
computadora inserte una imagen retocada y te entreguen una foto y una postal
con una toma inigualable de la Torre Eiffel como fondo. Lo mismo
podrían hacer aunque estuvieras en China.

Crucé el Sena, llegué al pie de la estructura y me paré en medio. Miré
hacia arriba. Y vi lo que dice Olivier (un catalán magnífico enamorado
de una francesa magnífica, Karinne): el enorme falo de la Torre Eiffel
presenta una cavidad interior que le es proporcional, y que sugiere la
cavidad característica del género opuesto (bueno, él lo dice de una
forma un poco más sencilla).

París es carisísimo. Adelante incluyo una historia que hará más preciso
este concepto. El caso es que uno se siente asaltado. Y yo no estaba
dispuesto a gastar ni un clavo en subir a la torre. Pero cómo explicar a
algunos de mis amigos, en particular a mi mamá, que estuve al pie de
tan renombrado monumento y el codo me impidió subir.

Por suerte, el viento estaba tan fuerte que habían cerrado al público
la punta de la torre. De manera que sólo pude tomar el ascensor (44
francos de por medio) hasta el segundo piso, que ya es bastante alto. Y sí,
el viento soplaba con ganas de arrastrarte, heladísimo. Los turistas,
sobretodo japoneses, corríamos de un lado a otro tratando de
protegernos. Desde ahí vi París, la magnífica Rive Gauche (ribera izquierda) del
Sena que los artistas e intelectuales izquierdosos de los sesenta
elevaron contra el conservadurismo de la Rive Droit (derecha).

Además de los imponentes edificios, el trazo de la ciudad es peculiar.
Emocionantemente peculiar y un tanto anárquico, a pesar de haber sido
rediseñado en la segunda mitad del siglo XIX. Muy bello. Tiene lo suyo,
la ciudad.

Caminé por el Campo Marte (frente a la Escuela Superior de Guerra, pero
abierto al público como cualquier parque e incluso dotado de juegos
infantiles), me perdí por calles desconocidas, por ahí caí a Saint Germain
y Saint Michelle, crucé de nuevo el Sena hasta la Isle du Cité, y de
pronto di con la catedral de Notre Dame. Ya había estado en el Arco del
Triunfo (bastante sin chiste), en Campos Elíseos, en Montmartre, en el
Centro Pompidou, todo muy lindo, todo demasiado fotografiado, filmado,
platicado y valorado, como la famosa torre.

Pero de Notre Dame sabía poco. Me acerqué admirando su hermosa fachada.
Los adornos precisos, sin los excesos del barroco. Sin torres, no
abandona la ostentosidad de la religión, pero guarda alguna prudencia por
ahí, algo que te hace pensar en que su potencia es mucho mayor que la que
exhibe.

Eran como las 7 y media de la noche, ya no dejaban entrar gente. Pero
hice honor a la patria y aproveché un descuido para colarme. Los fieles
comulgaban en silencio. A mi derecha, un enorme Jesucristo. A mi
izquierda, Nuestra Señora de París. Los reyes del templo.

Me embargó una gran emoción. La que no había sentido en todo el viaje.
El interior es bellísimo, magno, bellísimo. Y el ambiente era
sobrecogedor.

Ahí suelen colocarse candeleros negros frente a las figuras de
adoración, con espacios para 81 velas cada uno. No las colocan los monaguillos,
sino la gente, que con la módifca cantidad de diez francos (12.50
pesos), o más si es su generosa voluntad, por el derecho de encender una.
Jesucristo tenía 19 candeleros. Nuestra Señora de París, 10. Después vi
algunos santos franceses, como Teresa y Juana de Arco, con no más de
tres candeleros, otros menos.

Compréndase, entonces, que no sólo me sorprendió encontrar un nicho
dedicado a la Virgen de Guadalupe, sino también que ella tenía cinco
candeleros tan rebosantes de velas que hacía falta otro. Fuera de los reyes
del templo, a ella, forastera en el lugar, le sobraban fans, tenía el
mayor rating, superaba a sus rivales franchutes pero de calle.

Había gente arrodillada a sus pies, rezándole con devoción extrema.
¿Saben que es mexicana?, pensé primero. Pero sus rostros, algunos
escondidos entre sus manos, otros mirando con ojos introspectivos, escondían
algo, ¿qué buscan, qué encuentran en esta imagen extranjera, qué es lo
que le dicen, cuáles son las promesas que le hacen y por qué a ella? ¿Qué
lleva a una persona educada y sin urgencias económicas, como
aparentaban esas personas, a arrodillarse públicamente ante una imagen silenciosa
y dirigirle pensamientos con tal intensidad?

La misa rompió en coros excelsos, un enorme órgano, con tubos reposando
en las grandes paredes, lanzó sus armonías rompiendo ecos, y la
combinación de arquitectura, arte, nacionalismo, magnificencia, nostalgia,
curiosidad, asombro, religión, música y lejitud explotó en mi pecho,
bañándome de todo el París que me había hecho falta, dejando abajo París y
recordándome que la obra humana trasciende lo humano y nos hace
superiores, pequeños, infinitos.

La gente se marchaba cuando apagaron las luces. Abrí los ojos en la
oscuridad. Meditaba en una banca y un hombre me decía en francés que me
fuera. Dejé Notre Dame, la Isle du Cité y París pensando que no es
fortuito que tantos hombres y tantas mujeres hayan perdido el corazón en esa,
la Ville Lumiére, la Ciudad Luz.

CUATRO CHICAS EN CHAMPS ELYSEES

Fui a París a ver a Manolo, mi amigo teatrero de Filosofía y Letras de
la UNAM. El es uno más de los tantos extranjeros que se enamoraron de
francesas y acabaron en París. Karinne dice que ellos no se enamoraron
de ellas porque vivieran en París, como yo sugerí, ya que antes de
conocerlos eran provincianas. Le respondo, abriendo sus risas, que entonces
el truco de las chicas es precisamente ése, mudarse a París para
engancharlos. Aunque en realidad pienso que muchos se habrán enamorado de
ellas sólo porque son francesas. O, aún peor, se habrán hecho los listos
para animarlas a ellas a irse a vivir a París muy creídas de que con ese
truco les enganchaban.

Fuera de chistes y especulación, Manolo vive felizmente con Julia en
Pagggí. Habitan un departamentito en un delicioso callejoncín lleno de
pintores, cerca de la Place du Clichy (y de la porno-Place du Pigalle),
al norte de la ciudad. Es la Rive Droit, pero ya cambiaron las antiguas
referencias ideológicas, así que es políticamente correcto y no se le
puede culpar.

Manolo y Julia decidieron introducirme a sus estampas de París
organizando una fiesta plurilingüe que se rehusaba a terminar. En algún momento
pudimos dormir. Pero uno de los invitados, Bertrand, nos despertó
alegando que cumplía 20 años y que planeaba celebrarlos marchándose esa
misma mañana a Amsterdam, pero comenzaría a hacerlo bebiendo unas cervezas
con tan simpáticos mexicanitos.

Después se fue, Manolo tenía escuela y a mí me urgía ir a cambiar
dolarucos. Ya había sido advertido: las casas de cambio en París son
particularmente abusivas, pues a la diferencia de tipos de cambio añaden el
cobro de una comisión injustificada. Lo más recomendable era que fuera a
las que están en Campos Elíseos, por el metro Franklin D. Roosevelt. Me
lancé. Las chelas matutinas habían sido pocas, pero suficientes para
redensificar brumas de la noche anterior que se confundían con las del
cortante frío del mediodía.

Ahí, temblando, vi a la bosnia. Estaba temblando yo, quiero decir, pero
también ella (imprecisiones de la lengua). Unos veinte años, ropa
escasa, gesto aterido... y un bebé en brazos. A cuatro grados centígrados.
Pedía limosna contra el viento. Con ese típico gesto chilango de
desafane cortés, seguí mi camino. Pero el alma se me quedó atrás.

Regresé. En los bolsillos encontré pesetas y las saqué, alegre. “Esas
monedas no sirven”, dijo. Le expliqué que no tenía dinero francés, que
precisamente por eso estaba ahí. No faltaba más. Con una amiga aparecida
de la nada, se ofreció a acompañarme con toda amabilidad. Casi me
arrastraron a la primera casa de cambio. Y el cambio fue de actitud cuando
sólo les ofrecí cien francos (125 pesos). “¿Tú crees que con eso puedo
alimentar al niño?”, reclamó. La otra discutía como si el crío fuese
suyo y logró sacarme otros cien francos. Yo buscaba una ruta de escape,
pero no hallaba manera de huir por pies de dos muchachitas refugiadas
sin perder la autoestima, ya no se diga la honra. Exigían más, era mi
obligación.

Como del cielo, llegaron dos chicas apenas mayores que las otras. Algo
preguntaron en francés, yo hice la cara estúpida que acompaña en sus
viajes a los turistas, y discutieron con ellas con cierta violencia. Una
me tomó del brazo y, hablándome en excelente inglés, comenzó a
apartarme de ahí. Su amiga, equipada con un maquillaje ligero que acentuaba un
hermoso contraste de piel cremosa con ojos, pestañas y una larga
cabellera oscuros, se quedó cubriendo la retirada, valientemente, y después
nos alcanzó en un pequeño bar.

Se mostraron muy apenadas, explicaron que el hambre a veces hace que se
pierda el control, que la gente en París es más amable y que en su país
lo es todavía más. Nunca entendí sus nombres y ahora sigo pensando en
ellas como Sonrisas y Ojitos. Tenían conocimientos de historia y arte, y
manejaban varios idiomas. El alemán y el francés de manera bastante
fluida, como pude apreciar. El bosnio es su lengua natal. Y Ojitos
entendía el inglés bastante mejor de lo que lo hablaba. Me divirtió pensar que
ella, con sólo tres idiomas y medio, era la ignorante del par.

Pidió algún tipo de licor, la otra quiso una coca cola y a mí me dio
gusto descubrirme nada menos que en París, en un lugar calientito,
platicando inesperadamente con dos agradables muchachas y bebiendo cerveza
Corona.

Me hablaban de su país, de la bella sometida por una bestia
incontrolable, de las elecciones que habría y de que, de todos modos, no querían
regresar nunca más. Algo hablaron entre ellas, en bosnio. Sonrisas
explicó de qué se trataba con toda naturalidad: su amiga decía que yo
hablaba muy rápido y no me entendía bien, pero que, de buenas a primeras,
quería emplear conmigo un idioma común a solas, no era verbal pero
eliminaría gozosamente todo resquicio de incomprensión.

Sonreí con la prudencia helada del que no sabe si entiende, o atreverse
a hacerlo, lo que ha creído entender. Sonrisas lo replanteó con
detallada claridad, casi deletreando, mientras Ojitos aleteaba las pestañas a
manera de confirmación.

Fui víctima entonces del síndrome de la escisión de la mente, el
cerebro se me convirtió en un Berlín dividido en cuatro zonas de ocupación.
Por un lado, acudí de inmediato al manual cosmopolita de las buenas
costumbres, aprendido de otros viajeros y construido por la propia
experiencia, buscando la palabra, la actitud galante que me sacara de este
nuevo aprieto, la reacción inteligente que me permitiría salir del paso con
un buen chiste.

Para ganar tiempo, otra sección de la cabeza movió mi boca para
decirles que esa reproducción de un cuadro de Manet que colgaba detrás de sus
cabezas, no era en realidad una reproducción de un cuadro de Manet,
sino de su contemporáneo Monet, y que cómo era posible que París, a pesar
de la competencia de tantas grandes ciudades, se hubiera podido
mantener como capital mundial de las artes plásticas, y que si me había
confundido con Manet y Monet no se debía tanto a...

En un tercer rincón, me dejaba soprender por la liberalidad con la que
se expresaban esas dos musulmanas, ¡porque eran musulmanas!, y de
pronto imaginaba que tanto tiempo debajo de esos inhumanos costales que les
ponen a las mujeres en Afganistán podía atizar deseos frustrados,
aunque ellas no eran de allá, sino de Sarajevo, una ciudad antes afamada por
su cultura y su belleza, resultado del encontronazo de turcos y
europeos, por lo cual sus actitudes cotidianas, y entre ellas las sexuales,
podrían reflejarlo también...

Mi mente, nuevamente arrojada a la bruma por la cerveza, avanzaba
penosamente descalza por tal nopalera cuando, por si no fuera suficiente, se
vio en la necesidad de procesar una respuesta a la mesera que me
exhibía una nota de pago y preguntaba en francés si queríamos otra ronda. Le
extendí un billete con un sí.

Regresó en un minuto. Entregó el cambio. Y lo recibió Sonrisas,
guardándolo en su bolsa. Su gesto indicaba pleno dominio de la situación.

Fue como mi Muro de Berlín: cayó de súbito, estrepitosamente, acabando
con mi división esquizoide y arrojándome a la realidad:

Por tres estúpidas bebidas había pagado 120 francos (150 pesos) en un
lugarcito totalmente equis; Sonrisas se había absorbido los 80 (100) que
devolvió la camarera, con toda naturalidad; las chicas me estaban
cobrando por su conversación, no me esquilmaban abruptamente como las otras,
sino que me brindaban sus amables servicios de triálogo como a
cualquier otro solitario; se pensaban cobrar bien; y si yo me había atarantado
ante la forma llanísima en que me invitaban a profundizar en los
misterios de Eros, no era porque se tratara de una manera bien europea y bien
nuevo milenio, cool ¿no?, de proponer ese tipo de contactos
desinteresadamente, sino porque ellas no hacían más que plantear una relación
comercial, ¡y ya! ¡Voilá!

Suspiré. Quise amarrar mi paranoia, evitarme actuar como un ridículo
provinciano, entender su situación, hallar alguna forma de hacerlas
reaccionar, de transmitirles que no se trataba de eso, que era sensacional
que dos bosnias musulmanas y un mexicano descreído intercambiaran sus
experiencias en París...

Evadí como pude la palabra que sonaba en mi mente, de ninguna forma me
permitiría insultarlas, tenía la esperanza de estar equivocado, de
arrancarles un sentimiento auténtico de simpatía, un regreso a la forma en
que actuaban antes de la guerra, cuando eran felices en Sarajevo,
conservaban sus afectos profundos y no habían tenido que lanzarse a este
carajo mundo a vender su dulzura.

Tal vez no me daba a entender, pero me rehusaba a emplear esa palabra.
Les expliqué que no podía seguir con ellas, conversando, si era a
cambio de dinero. Pasó la camarera, pagué la segunda ronda con otro billete,
trajo el cambio y... me encontré disputándolo, esta vez con Ojitos, con
su voz balcánica y sus pupilas árabes. Cedí.

Me levanté con un silencio que chocaba con lo que gritaba mi mente, con
ese deseo enorme de que todo fuera un error, de que dijeran algo que me
demostrara que la sensibilidad, o la educación, o algo grande en
nuestro interior permite al ser humano reencontrarse con el ser humano, a
pesar de las cosas terribles que se han vivido.

Recibieron mis palabras de despedida con... no sé con qué, pero nada
alentador. Retorné al frío y la soledad. Caminé por Campos Elíseos, esa
avenida que los grandes arquitectos de la Ville Lumiére quisieron que
fuera la más bella del mundo, y mi corazón no se alegró. Siempre quise
caminar por ahí.


************
FINALE

Más vale cholo que mal acompañado.

Voilá. Esa es la, pa’variar, extensa síntesis de los últimos días,
fechada en París. Lo de las bosnias pasó el viernes 10, antes que lo de la
Eiffel y Notre Dame, pero quería dejarlo hasta el final. Pa’ jugar a
los contrastes, ya se sabe.

Al hacer cuentas de la jornada de búsqueda de cambiar dólares sin pagar
comisión, el saldo es el siguiente: 240 francos en bebidas; 360 francos
y muchas pesetas para las cuatro bosnias; y el comprobante de la casa
de cambio indica que, cómo no, me cobraron un “faire du service”
(comisión, pues) de 98 francos. Aunque se vista de seda, turista se queda.

Avec mon amour, Le Temogggí.


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